Hedy. Jenny Lecoat

Hedy - Jenny Lecoat


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equivocado. —Kurt asintió, preguntándose qué quería decir—. Aparentemente ni siquiera juntaron a los Judenschweine todavía; condenados cerdos judíos.

      Kurt aspiró su cigarrillo y sintió que la parte divertida de su día empezaba a terminar.

      —¿Quieren hacerlo?

      —Los están registrando esta semana. Luego veremos. —Fischer aspiró una gran bocanada de aire marino—. Sí, creo que podemos hacer algo con este lugar.

      Hedy observó cómo Clifford Orange, jefe de la Oficina de Extranjeros de Jersey, se acomodó detrás de su escritorio, pasando las manos por la superficie como si saboreara su solidez. Era un hombre de edad mediana; se le estaba cayendo el pelo, pero usaba un pequeño bigote, y sus cejas eran tan gruesas que parecía que treparan por voluntad propia. Del cielorraso colgaba una araña, demasiado grande para la habitación; el sol entraba por la ventana y se extendía por el piso brillante. Más allá del vidrio, Hedy podía ver los árboles en el patio de la iglesia de la ciudad. Se sentó en la silla tapizada delante del escritorio de Orange y cruzó las manos sobre la falda encima de su cartera, con la esperanza de transmitir conformidad y obediencia. Le ofreció una pequeña sonrisa, pero Orange ya estaba perdido en el legajo que tenía delante de él.

      —Entonces, señorita Bercu. Déjeme refrescar la memoria. Usted tiene veintiún años, llegó a Jersey el 15 de noviembre de 1938, y actualmente reside en el número 28 de la calle New, ¿correcto?

      —Correcto, en el piso superior.

      La observó con una mirada curiosa. Hedy sospechaba que era su dominio del inglés lo que lo intrigaba.

      —Cuando llegó aquí, usted tenía una reciente visa británica a nombre de Hedwig Bercu-Goldenberg, un pasa­porte extranjero emitido en Viena en septiembre de ese año y una tarjeta de registro que establecía su estatus como nacional de Rumania, emitida en Viena en mayo de 1937, a nombre de Hedwig Goldenberg. —Bajó el documento y la miró a los ojos—. ¿Puede explicar la variación en su nombre?

      —Creo que ya lo he explicado: Bercu era el apellido de mi padrastro, y Goldenberg era el de mi madre.

      —¿Su padrastro?

      —No sé quién fue mi verdadero padre. Después que nací mi madre se casó con un rumano, y yo tomé su apellido.

      Hedy tragó al final de la oración y tomó dolorosa conciencia de que había una película de sudor sobre su labio superior. Había ensayado esta historia una docena de veces con Anton en su apartamento, pero decirla en voz alta en un ambiente formal se sentía diferente.

      Orange retiró el capuchón de su lapicera fuente, y con gran precisión escribió una nota en el documento.

      —Entonces, siendo Goldenberg un apellido judío, ¿usted, de hecho, es judía?

      —No.

      Orange volvió a colocar el capuchón en su lapicera y la dejó a un lado, asegurándose de que estuviera perfectamente paralela al secante.

      —¿Usted no es judía?

      —Fui criada como protestante. Mi padrastro es judío y mi madre adoptó su religión cuando se casaron, pero no tengo sangre judía.

      Hedy intentó sonreír, pero esta vez no pudo. Cada pa­labra de la mentira la atragantaba. Los ojos de Orange se incrustaron en ella y Hedy se dio cuenta de que le estaba mirando el pelo, que ella había acomodado especialmente hacia arriba para la entrevista de hoy. Sabía que su color rubio oscuro sería su principal coartada, en particular, para alguien como Orange que, probablemente, solo había visto imágenes de judíos en libros. Pero ahora estaba evaluando su autenticidad. Quizá le habían dicho que todas las mujeres judías usaban pelucas.

      —¿Me está diciendo que su madre, cuyo apellido es Goldenberg, era, de hecho, protestante?

      —Sí. —Ahora sus manos aferraban la cartera como si pudiera salir volando de su falda en cualquier momento.

      Orange se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana, mirando hacia la torre de la iglesia normanda, una pose de juiciosa concentración.

      —Verá, señorita Bercu, estoy en una posición muy difícil. Confío en que comprenda la relación entre las autoridades de Jersey y el Comando de Campo alemán.

      —No del todo.

      Orange se alisó el bigote con el pulgar y el índice.

      —Me temo que es muy delicada. La administración civil de Jersey sigue como antes, pero ahora debemos acomodarnos y ejecutar las órdenes de nuestros nuevos señores. Y los alemanes han pedido que todos los judíos que viven en las Islas del Canal deben registrarse separados del resto de la población. —Se dio vuelta para quedar frente a ella—. Comprenda que estaría yendo contra mi obligación si no informara de todas las personas judías al Comando de Campo alemán.

      Hedy trató de aclararse la garganta antes de responder.

      —Pero yo no soy judía.

      Orange suspiró lo suficientemente fuerte para que ella lo oyera.

      —Si me perdona, encuentro su explicación poco convincente a la luz de la evidencia documental. Si usted pudiera probar de algún modo sus antecedentes…

      —¿Por qué soy yo la que tiene que aportar una prueba? Si usted no me cree, ¿no le corresponde a usted, o a los alemanes, brindar prueba de que soy judía? —Dejó de hablar y se mordió el labio recordando el consejo de Anton de aplacarlo, no provocarlo. En su falda, las uñas se clavaban en sus palmas.

      Orange volvió a su asiento como si quisiera cerrar el tema.

      —Al contrario —replicó—. Las instrucciones del comandante de campo dicen con bastante claridad que, ante la duda, hay que tomar la medida precautoria de clasificar a esa persona como judía.

      Hedy respiró profundo. Sintió que solo le quedaban unos segundos.

      —Señor Orange… —Tuvo cuidado de pronunciar la “g” suavemente en estilo francés, no dura como en la fruta en inglés—. He visto en Viena cómo tratan los alemanes a los judíos. Si usted me registra como judía, seré observada constantemente. Puede que me pongan en prisión, quizá peor. Usted me estará poniendo en un peligro grave.

      Orange frunció el entrecejo como un padre decepcionado con su hijo descarriado.

      —No se han tomado medidas activas contra los ciudadanos judíos.

      —Eso no significa que no estén planeadas.

      —Si tiene tanto miedo de los alemanes, ¿por qué no evacuó en junio?

      —Lo habría hecho, si Inglaterra hubiera aceptado el estado actual de mi visa. —Se rozó el labio superior con el dorso de la mano—. Si usted manda la información que le di hoy, los alemanes aceptarán su palabra. No hay razón para que alguien cuestione mi estatus de raza durante el resto de esta guerra. —Levantó la vista para cruzarse con la de él, una última apelación. Orange miró su cara, el legajo y de nuevo la cara antes de cerrar el legajo.

      —Lo siento, señorita Bercu, pero, dada la información que tengo, sería descuidado de mi parte no clasificarla como judía por la ascendencia rumana dentro de las actuales regulaciones. Si pasara por alto las reglas y los alemanes des­cubrieran que he hecho eso, podría poner en riesgo no solo mi posición, sino toda la relación de cooperación entre el gobierno de Jersey y los ocupantes, de la que depende la seguridad de esta isla. Estoy seguro de que comprenderá. —Ella seguía mirándolo e, incómodo de pronto, Orange comenzó a charlar con una falsa animación mientras acomodaba sus papeles—. No tiene de qué preocuparse, sabe. Cualquier irregularidad que pueda haber ocurrido en su país natal, el registro es solo una formalidad aquí, parte del celo alemán por la buena administración. Aquellos de nosotros que estamos en el gobierno hemos visto que la mayoría de ellos son razonables y corteses.


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