Hedy. Jenny Lecoat
muchos heridos? ¿O…? —Hedy echó un vistazo hacia el niño, sin querer terminar la pregunta.
—Algunos, sí. —La voz del hombre tembló un poco y Hedy sintió un golpe de angustia. Presionó su puño contra los labios y tragó, antes de que el hombre continuara—: Bombardearon una fila de camiones de papas que esperaban para descargar en el muelle. No sé, por el amor de Dios, ¿cuál es el sentido de eso? —Sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia su destino—. Apúrense.
El hombre se alejó rápidamente. Hedy arrastró su cuerpo tembloroso y se puso de pie, le deseó buena suerte a la mujer y se largó por el paseo hacia la ciudad, preguntándose cómo diablos haría para volver a lo de los Mitchell, suponiendo que la casa todavía estuviera en pie. Trató de apurarse, pero sus piernas delgadas se sentían débiles. Imaginó a Hemingway escondido debajo del sofá en la sala vacía, con su felino pelaje gris erizado de terror. Ya estaba lamentando a medias haber desobedecido la instrucción del señor Mitchell de haberlo puesto a dormir. Los ojos confiados del animal habían derretido su corazón en la puerta del veterinario. Ahora no estaba siquiera segura de que pudiera alimentarse ella, mucho menos un gato.
Para cuando llegó a las afueras de la ciudad de St. Helier, pudo oír las sirenas de las ambulancias y los gritos aislados de hombres desesperados que trataban de trabajar en equipo. El humo salía en columnas perfectas de los botes y los edificios en la tarde de verano sin viento; algunos automóviles estaban abandonados en los caminos en ángulos extraños. Había poca gente alrededor: algunos buscaban a los desaparecidos, otros caminaban sin rumbo; una vieja pareja sollozaba en un banco. Hedy siguió caminando, forzándose a poner un pie delante de otro, dirigiendo deliberadamente sus pensamientos hacia la realidad. El mar que rodeaba la isla probablemente ya estuviese lleno de submarinos. Pronto estaría una vez más rodeada por esos uniformes de color gris verdoso y oiría el ladrido de las órdenes. Imaginaba el golpe en la puerta, manos de la Wehrmacht tomándola del codo, la casa abandonada con platos sucios todavía sobre la mesa. Todo era posible ahora. Recordaba demasiado bien la forma en que los alemanes se habían comportado en Viena. En especial con los judíos.
Apretó el paso, empujando el peso del cuerpo hacia adelante, deseosa de llegar a casa. Tenía que encontrar a Hemingway y darle un abrazo.
—Tengo esto. Pero podría ponernos en problemas.
Anton estaba de pie en la puerta de su habitación, sosteniendo un par de calzoncillos de algodón acanalado, que en un tiempo habían sido blancos y ahora eran grises. Incluso desde su asiento junto a la ventana, Hedy podía ver que no estaban lavados. Sintió que una pequeña sonrisa se apoderaba de sus labios al escuchar la palabra “problemas”; Anton podía ser cauto a veces, del mismo modo que podía ser absurdamente optimista en otros momentos. La cara de él, como la de ella cuando se veía en el espejo, estaba pálida por la ansiedad y el agotamiento. Anton vivía solo y Hedy sospechaba que las últimas cuatro noches, como ella, se había quedado sentado vigilando sin dormir las calles desiertas, contando las horas del toque de queda con una temerosa expectativa.
—Demasiado tarde para preocuparse por eso —replicó Hedy—. Y dijeron una bandera blanca. No especificaron de qué debía estar hecha. Mira, todos lo están haciendo.
Sacaron la cabeza por la ventana del primer piso a la luz del sol. Debajo, se veía una ordenada calle de la ciudad, rodeada por apartamentos construidos sobre tiendas y negocios, cuyas puertas abrían directamente al pavimento. Fuera de cada ventana, colgaba algún tipo de género casero: un delantal, el pañal de un bebé, ropa interior vieja. Desafío frente a la derrota. Anton asintió y Hedy, con cuidado de solo usar la punta de los dedos, tomó los calzoncillos y los ató al palo de la escoba; luego los sacó por la ventana, apoyando el extremo de la escoba en una silla y sujetándolo con una toalla. Mientras lo hacía, el sonido de los motores de un vehículo llenó sus oídos.
—Aquí vienen —murmuró Hedy.
El primer automóvil apareció al final de la calle en subida, bien visible desde su punto de observación: un elegante Bentley convertible, lleno de oficiales de rango superior. El segundo era un Daimler reluciente con varios más. Detrás de ellos, había una docena, o algo así, de marca Ford y Morris menos impresionantes, con soldados de más bajo rango, y un par de motocicletas con sidecar al final, todo robado, supuso Hedy, de los garajes de residentes locales, ya que los militares que llegaron apenas pudieron haber tenido tiempo de transportar sus vehículos desde Francia. Incluso desde arriba se veía con claridad el placer en las caras de los alemanes. Probablemente, después de meses en los fríos campos lodosos de Europa, las playas blancas y los caminos arbolados de esta pintoresca isla les habían resultado una grata sorpresa, del mismo modo que una vez le había ocurrido a Hedy.
—Míralos.—La voz de Anton estaba oscurecida por la furia—. Cualquiera pensaría que conquistaron toda Inglaterra, no unas pocas islas británicas cerca de St. Malo.
—Para ellos es el primer paso —murmuró Hedy—. No esperan que los saludemos, ¿no?
Hedy miró las ventanas de enfrente. Detrás de cada una, los residentes miraban con un odio impotente a sus nuevos señores. No había habido más bombas desde el viernes por la noche, y el daño cerca del puerto y el Weighbridge, en parte, ya había sido reparado, pero todos sabían que ese día marcaba el verdadero comienzo del sometimiento. Al observar la llegada de sus captores, la gente deseaba que su furia les acribillara el corazón, su hosquedad era su única defensa.
Hedy sacudió la cabeza.
—No van a obligarnos a saludarlos. Querrán convencernos de lo civilizados que son…, mostrar al mundo cómo pretenden dirigir Gran Bretaña. ¿Qué fue lo que dijeron? —Tomó el panfleto que estaba en la pequeña mesa de Anton, y le sacudió la tierra del cantero de flores donde había caído. —Aquí está: “La libertad de los habitantes pacíficos está solemnemente garantizada”. —Resopló—. Veremos cuánto dura.
Anton le apretó el hombro para transmitirle seguridad. Hedy sintió la calidez de su mano, el primer contacto físico con alguien desde que se despidió de la menor de los Mitchell y tuvo que morderse la parte interior del labio para contener las lágrimas. Se quedaron así un largo rato, hasta que las filas de automóviles desaparecieron y las ventanas que daban a la calle comenzaron a cerrarse. Habría más soldados, por supuesto, y, en los días siguientes, muchos más, pero los isleños habían tenido su primera impresión del enemigo, suficiente por un día. Anton volvió a su habitual poltrona junto a la chimenea, ubicada con cuidado para esconder el linóleo roto que había debajo. Era un apartamento pequeño, destartalado, pero tenía una calidez acogedora, mucho más confortable que la gran casa desierta de sus ex empleadores, y el olor de la panadería que estaba debajo lo hacía hogareño. Era un lugar donde siempre se había sentido segura.
—No tiene sentido pensar lo peor —dijo Anton, leyéndole la mente.
—Todo bien para ti. —Se desplomó en la única otra silla y acomodó una pierna debajo de su cuerpo, como hacía siempre. Sus dedos jugueteaban con la cinta de su vestido—. ¡Soy tan estúpida! ¿Por qué no me fui a los Estados Unidos cuando tuve la posibilidad?
—Sabes por qué.
—¡Podría haber conseguido el dinero de algún modo! No tendría que haberme dado por vencida tan fácilmente.
Anton se inclinó hacia adelante en su silla.
—Mira, quedaron tan pocos judíos en la isla, ¿una docena, tal vez?, que es probable que, para los alemanes, no valga la pena perseguirlos. —Debe de haber visto el escepticismo en los ojos de su amiga, porque continuó:—De verdad, no creo que sea tan malo como fue en Viena.
Hedy sacudió la cabeza.
—¿No? Aunque tengas razón, aunque no vayan contra mi pueblo, ¿te das cuenta de lo vulnerables que somos ahora? Somos extranjeros aquí, ¡extranjeros que hablamos alemán! Quedaremos atrapados en el fuego cruzado.
—La