Hedy. Jenny Lecoat

Hedy - Jenny Lecoat


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asistente, una mujer de unos cuarenta años, con un rodete alto, inclinó la cabeza mientras se preparaba para darle las malas noticias a su clienta.

      —Lo siento, señora, pero no tenemos nada.

      Hedy miró hacia abajo a los cajones de exhibición debajo del vidrio pulido del mostrador, y vio que estaban casi vacíos.

      —¿No tiene nada atrás, quizá? —esbozó una sonrisa forzada, temerosa de que este abordaje obvio pudiera volverse en su contra, pero la mujer sacudió la cabeza.

      —Lo siento, no puedo ayudarla. —Se inclinó hacia delante de un modo conspirador, envolviendo a Hedy con su penetrante perfume floral, y susurró—: Son ellos. Vienen aquí tan amistosos, pero ¡mire! Pasaron como una manga de langostas, para enviarles todo a sus familias, porque no han tenido nada en sus tiendas durante meses. Abrigos de invierno, utensilios de cocina, telas, lo que se le ocurra. ¿Trató de comprar queso esta semana? No se conseguía por nada del mundo.

      Hedy adoptó el mismo volumen.

      —¿No pueden negarse a servirlos?

      —Vino este oficial alemán, este Jerry, y dijo que, si lo hacíamos, nuestros gerentes iban a parar a la cárcel. Pero ¿de dónde va a venir el nuevo stock? Eso es lo que quiero sa­ber. ¿Usted los vio por el puerto esta semana, enviando todas nuestras papas a Francia? ¿Qué se supone que vamos a comer? Le digo qué… —La cara de la mujer se le iluminó cuando se le ocurrió una idea, y su voz bajó aún más—. Puede quedarse con las medias que estoy usando ahora si puede conse­guirnos un par de costillas de cerdo para esta noche. Es el cumpleaños de mi esposo y no he conseguido nada para él excepto un poco de tripa sobrante.

      Hedy la miró mientras consideraba la propuesta. La idea de ponerse las medias usadas de una extraña le resultaba desagradable, pero más desalentador era comprender que, aunque quisiera, no estaba en posición de hacer ese tipo de trato. Esa misma mañana se había dado cuenta de que el carnicero del final de su calle había puesto un cartel que decía: “Solo clientes habituales”. Sin dudas, había tratos especia­les disponibles para los amigos y los favorecidos en este pequeño lugar insular, pero Hedy no tenía ese estatus.

      —Gracias, le agradezco la idea, pero intentaré en otra parte.

      La asistente se encogió de hombros para indicarle que estaba perdiendo el tiempo. Y así fue. Las tiendas vecinas, las mercerías en el extremo alto de la ciudad, incluso los pequeños negocios detrás del mercado, donde las mujeres mayores iban en busca de batones sin estilo y camisones de franela, todos le contaron la misma historia. A las diez menos diez, Hedy se dio por vencida y se dirigió hacia su cita con las piernas desnudas, oyendo la voz de desaprobación de su madre, que decía que las muchachas honestas nunca salían de ese modo.

      No bien dobló en la Plaza Royal, todavía con la enorme cruz blanca de la rendición pintada en el pavimento de granito rosado, vio la multitud. Una fila caótica de hombres, serpenteando alrededor de la cuadra y metiéndose en la calle Church, amontonados de a dos o de a tres, todos arrastrando los pies y murmurando groserías furtivas a los demás, mientras esperaban para entrar a la oficina de registros improvisada en la biblioteca. Hedy se dio cuenta de que era la línea de registro para los hombres locales entre dieciocho y treinta cinco años, una manifestación del deseo de los nazis de enlistar, clasificar y numerar, y una preparación para futuras identificaciones. A partir de ahora, la búsqueda, el pedido de explicaciones y la exoneración de las personas de Jersey serían tan fáciles como tomar un memo de un casillero. ¿Cuál era la expresión en inglés? Como dispararle a un pez en un barril. El viento sopló de nuevo, y ella sintió un escalofrío.

      De algún lugar en el centro de la multitud surgieron gritos de enojo. Hedy estiró el cuello y vio a un joven con una gorra de lana gesticulando a dos soldados alemanes y gri­tándoles que no tenían derecho a tratar de este modo a ciudadanos respetuosos de la ley. Hedy vio que los soldados se llevaban al hombre: el corazón le galopaba en el pecho y cerró los ojos por un momento. Luego se acomodó el vestido, se apartó de la multitud y emprendió el camino sin mirar hacia atrás. En el extremo más alejado de la plaza, dobló hacia la calle Hill y, con la cabeza en alto, entró resuelta a la Oficina de Extranjeros.

      El teniente Kurt Neumann dejó caer su bolso marinero sobre el piso encerado de su nuevo alojamiento, y se dirigió directamente hacia las ventanas francesas que estaban al fondo de la soleada habitación. Podía ya sentir una sonrisa que se le extendía por la cara, como un niño que asistía a su primera feria. ¡Qué vista! Si solo tuviera una cámara... El jardín era hermoso. Los pimpollos blancos de rosas Alamy y exóticos arbustos costeros rodeaban una prolija extensión de césped. Al fondo, había una puerta de hierro adornada y, más allá… el mar. O, para usar una palabra más precisa extraída de su nuevo diccionario, la costa. Este no era el océano al que Kurt estaba acostumbrado, esa planicie aterradora, agitada, que amenazaba con tragarse los barcos y a los soldados. Esta era una superficie de brillante zafiro, que lamía una playa de arena rubia y espumosas algas negras. Hacía señas para que uno entrara, para que se atreviera a sacarse las botas y correr descalzo por su suave costa hospitalaria. Si no tuviera una sesión informativa de implementación en diez minutos, Kurt habría hecho exactamente eso, en ese mismo momento. Sacudió la cabeza maravillado y agradecido de obtener un puesto allí.

      El Unterfeldwebel que los había recogido del puer­to po­co después del amanecer había sugerido una visita guiada por la isla antes de dejar a cada oficial en el lugar asignado. En el asiento trasero del brillante Morris Ocho convertible, el vecino inmediato de Kurt, un teniente Fischer que, orgulloso, mencionó tres veces que era de Múnich, extendió un mapa sobre sus rodillas y bombardeó al conductor con pregun­tas sobre posiciones geográficas y planes para defensas fortificadas. Pero Kurt, aparte de un raro movimiento de ca­beza para fingir interés, solo se apoyó en el respaldo del asiento de cuero y miró alrededor, feliz de dejar que la información se deslizara sobre él. Habría mucho tiempo para trabajar después. En ese momento, quería absorber cada detalle.

      La isla parecía un rectángulo. Primero manejaron por la bahía de St. Aubin en el lado sur, pasaron por el puerto de pintoresco granito con sus botes de pesca que se balanceaban, y sobre la colina de St. Brelade, donde una exuberante vegetación verde caía a la bahía de arena blanca. El camino los llevó hacia el lado oeste con su vasta playa y sus dunas ondulantes, luego diez kilómetros por la costa norte, con acantilados majestuosos y bahías de agua azul-verdosa, dignas de una postal. Del lado este, se revelaba el paisaje lunar de terracota de una costa rocosa estéril, y se elevaba hacia el cielo el glorioso castillo centenario de Mont Orgueil. En cada vuelta de los caminos sinuosos, en cada pendiente y bajo cada arco de espe­so follaje esmeralda, Kurt sentía un ataque de entusiasmo. Pero, para ese momento, Fischer y los otros oficiales consultaban sus relojes y murmuraban sobre la necesidad de dirigirse a sus alojamientos y presentarse en su puesto. Kurt asintió, mientras pensaba cómo le gustaría regresar aquí con su viejo amigo Helmut después de la guerra; aparentemente había planes de convertir todas las Islas del Canal en un centro turístico de clase alta para los militares cuando todo terminara. Podrían hospedarse en uno de esos grandes hoteles en el paseo marítimo, ir a bares, conocer algunas chicas. La pasarían genial.

      Su alojamiento resultó ser una casa bonita en el lado este, en un área llamada Pontac Common. El interior olía a cera y lavanda, y había sido decorado con gusto en patrones florales discretos por sus antiguos dueños de Jersey. Parado en el jardín y mirando hacia el mar, Kurt se preguntó dónde estaba viviendo ahora. El sol del verano tardío le calentaba la cara a pesar del viento frío, y las abejas zumbaban entre las flores. Fischer, que estaba marcado en la lista como compañero de cuarto de Kurt, apareció sonriendo, como aprobando la vista.

      —¿Qué lugar, no?

      —Hermoso —replicó Kurt.

      —Hay muchas cosas que poner en línea, sin embargo. Me refiero a toda la guarnición.

      —¿De verdad? —Kurt notó que estaba usando una insignia de Ataque de Infantería y un broche de bronce


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