Los feminismos en la encrucijada del punitivismo. Deborah Daich

Los feminismos en la encrucijada del punitivismo - Deborah Daich


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precisamente, entre otras, las demandas promovidas por los movimientos feministas. Ha sucedido también en Italia, a principios de los años 90, con el proyecto città sicure (“ciudades seguras”, al cual yo también he contribuido), que habría debido quitarle a la derecha la cuestión de la seguridad. Un error, y peligroso, como luego se ha demostrado (el último resultado, por ahora, es el escalofriante paquete de seguridad hace poco emitido por decreto del ministro del Interior de la anterior legislatura, de centro-izquierda). En este caso no ha habido demandas punitivas por parte de los movimientos, pero el énfasis puesto en la cuestión de la violencia y, consiguientemente, la virtual utilización de cada protesta y reivindicación en tal cuestión ha facilitado notablemente la legitimación del viraje punitivo.

      La centralidad de la cuestión de la seguridad (entendida como disminución de la probabilidad de victimización individual) en el discurso público, en la retórica política, en los medios, a partir de fines de la década de 1970, ha sido documentada y analizada por una amplia literatura –histórica, sociológica, politológica, filosófica–. Yo misma he escrito sobre esto muchas veces. Es una centralidad que se verifica tanto en el plano local (la seguridad urbana y, más recientemente, la defensa del “decoro”, ver Pitch, 2015) como en los planos nacional y europeo. Precede a la caída del Muro de Berlín y a la desaparición del “imperio del mal”, precede al 11 de septiembre y a la emergencia del llamado terrorismo islámico. Es incluso curioso notar cómo nuestros “años de plomo” (así se denomina en Italia el período que transcurre entre 1972 y 1983 circa, en el que organizaciones terroristas de izquierda y de derecha ensangrentaron el país), los cuales ciertamente han producido un diluvio de legislación excepcional y de “emergencia”, no hayan sido acompañados por una retórica de ese estilo. Tampoco la centralidad de la seguridad puede ser adjudicada a la expansión de la criminalidad común: al leer las estadísticas, se ve cómo la marcha de los delitos que más alarma social suscitan (atracos, robos en departamentos, arrebatos, robos de carteras) ha sido fluctuante en todos estos años, sin picos tales que puedan justificar el aumento de la inseguridad personal. En cuanto a la criminalidad organizada, nacional y transnacional –que ha tenido un desarrollo espantoso gracias a la guerra contra las drogas, al comercio de armas y al tráfico de seres humanos, y ha contribuido a desestabilizar a países de América Latina–, en Italia y Europa no ha sido percibida ni utilizada como motivo de inseguridad (es tal vez una excepción, entre nosotros, la situación de Nápoles). En lo tocante a Italia, tenemos una tasa de homicidios muy baja: ha decrecido incluso la tasa total de homicidios, pero –y aquí el discurso se vuelve más complejo– ha aumentado, dentro de la tasa total, la cuota de homicidios de mujeres.

      Si ni la criminalidad común ni la criminalidad organizada ni el terrorismo local e internacional pueden dar cuenta de algún modo de la centralidad de la cuestión de la seguridad en estos últimos treinta o cuarenta años, al menos en nuestra parte del mundo, ¿dónde debemos buscar las razones? La literatura sobre el argumento, a esta altura vastísima, señala varias: la declinación del Estado social, con la consabida disminución de muchas de las políticas de protección social conquistadas en los llamados Treinta Gloriosos (1945-1975), la creciente debilidad de muchos Estados nacionales (¡no todos!), el aumento de la desocupación y la precarización laboral, las migraciones, consecuencia a su vez de guerras y miseria producidas por una globalización intencionalmente no regulada, la financiarización de la economía, el crecimiento de las desigualdades, la pérdida de fuerza y consenso de los sindicatos y la desaparición de los grandes partidos de masas: así sería caracterizada la hegemonía política, económica y cultural neoliberal (entre otros, por Dardot y Laval, 2009). Esta promueve la privatización y la individualización, suscita la competencia de todos contra todos y una libertad personal entendida como libertad de escoger en el mercado, de comprar –pero también de vender– en primer lugar, a uno mismo y/o a partes de nuestro cuerpo. Es una inseguridad, por lo tanto, que no se combate con el sistema penal: más bien, puede fácilmente demostrarse cómo el uso –aunque simbólico– de lo penal no hace más que acrecentarla. La apelación a lo penal, y a su lenguaje, por el contrario, es el recurso preferido de lo que queda en pie de la política, en clave de búsqueda de consenso y de legitimidad. De toda la política, tanto en Italia como en otros lugares.

      La racionalidad neoliberal, según los conocidos análisis de Wendy Brown (2006), se conjuga, al menos en Estados Unidos, con lo que ella llama la racionalidad neoconservadora, que predica las virtudes de la familia y del sexo tradicional, y promueve una heteronormatividad de características no tan diversas a aquella de cierto feminismo: igualdad, no violencia, bondad, etc. (Pitch, 2003). Sin embargo, el neoliberalismo no es solo la ideología de la libertad individual, de la responsabilidad de sí mismo, de la elección, del espíritu emprendedor, porque esta ideología tiene, ella misma, una fuerte impronta moralista.

      Lo que llamo “feminismo punitivo” utiliza el sistema penal en la misma clave, y esto (además) porque la autoasunción del estatus de víctima parece hoy indispensable para ser reconocidas como protagonistas e interlocutoras políticas. Con un agravante respecto de veinte años atrás: que “nuestra” subjetividad política se construye a través de las definiciones de las “otras” como víctimas, con la consecuencia de que “nosotras” hablamos y las “otras”, las “víctimas”, son habladas por “nosotras” y, por lo tanto, reducidas al silencio. Si luego, como sucede, las otras quieren decir algo distinto, por ejemplo, refutando el estatus de víctimas, se puede siempre recurrir, tal vez dándole otro nombre, a la vieja categoría de falsa conciencia (Catharine MacKinnon, 2007, me parece, en este punto, un ejemplo paradigmático).

      Nancy Fraser (2013), en un texto ya famoso, denuncia la cooptación de muchos feminismos (anglosajones) por parte del neoliberalismo, a través de la conversión de cuestiones políticas y sociales “estructurales” en cuestiones identitarias. Por lo tanto, en diferencias declinadas como identidades a valorizar y tutelar, más que desigualdades a combatir. Mucho puede decirse de este diagnóstico (ver, por ejemplo, Dominijanni, 2018) y de su significado en otros contextos sociales, políticos y culturales. Aquí, sin embargo, me importa poner en evidencia cómo la convergencia entre racionalidad neoliberal y cierto feminismo puede captarse no solo en la prevalencia de políticas de identidad por sobre políticas contra la desigualdad, sino también, justamente, en el apoyo de hecho –no importa cuán intencional– al lado punitivo y de seguridad del neoliberalismo, y además a sus vertientes moralizantes y conservadoras.

      Antes de reflexionar brevemente sobre las dos campañas que he mencionado, quisiera decir algunas pocas palabras sobre aquel gran movimiento transnacional, iniciado en Argentina, llamado Ni Una Menos (en Italia, Non Una di Meno). Es un movimiento grande y complejo, compuesto en gran parte de mujeres jóvenes, por cierto no reducible a cómplice del punitivismo. Y, sin embargo, la centralidad del término (si no de la cuestión) “violencia” es discutible. “Violencia” y “femicidio” parecen haber suplantado a cualquier otro término (por ejemplo, “explotación”, “opresión”, “dominación”) en el lenguaje feminista, y esto es un problema, puesto que no pueden más que evocar la intervención de la justicia penal, arriesgándose a contribuir a la reducción de la política, justamente, a la política penal.

      La demanda de una “moratoria universal” de la gestación subrogada no es más que, evidentemente, la demanda de una prohibición, cuya violación debe ser acompañada por algún tipo de sanción a padres y madres intencionales y a los intermediarios. La equiparación de la GPO a la esclavitud es, por decir poco, peculiar y requeriría una reflexión seria, en todo caso, sobre la “esclavitud voluntaria”. En Italia, la prohibición ya existe. Es fácil constatar que se aplica a eventuales madres intencionales, no a los padres, ya que nuestra legislación permite el anonimato a una parturienta, la cual, al no reconocer al neonato, deja abierta la posibilidad al padre biológico de reconocerlo como suyo. Lo que se demanda, al menos en Italia, es que de algún modo sean sancionados los padres y las madres sociales que han usufructuado del GPO en un país que la permite. ¿Cómo se los debería punir? ¿Multándolos? ¿Encarcelándolos? ¿Quitándoles a los niños? No es casualidad, a mi parecer, que quien solicita prohibiciones, por más universales o nacionales que sean, no se exprese sobre las sanciones a imponer a quienes infringen esas prohibiciones. A ellos, evidentemente, les parece que la prohibición es suficiente


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