Barcelona - Buenos Aires. Matias Nespolo

Barcelona - Buenos Aires - Matias  Nespolo


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vamos. Pero no lo expresaban así, sino que utilizaban el adorno de la cultura, de la clase alta, de su paso por las mejores universidades, y conseguían que su discurso pareciese dócil entre las amistades y algunos familiares. El caso es que ella me dejó por un escritor conocido, que, según declaró en una entrevista que yo misma le hice meses más tarde, había encontrado en mi camarera la musa de su obra poética.

      Era noche cerrada. Llovía y mi vida se derrumbaba. La Voluta nobilis permanecía ajena a mi pena en su viejo pedestal. Me levanté y la acaricié. Busqué el sonido de la voz de Cecilia como había hecho otras veces en que había sentido que el mundo me trataba mal. Me armé de valor y todo sucedió de forma ordenada, como si respondiese a un simulacro de evacuación o al canto de una sirena: abrí el armario, rescaté la maleta del fondo, metí dentro ropa, unos pocos enseres y la caracola. Compré un billete de ida a Buenos Aires con el poco dinero que me quedaba en la cuenta, cerré puertas y ventanas, salí a la calle y me dirigí a casa de mis padres.

      Mi madre había salido con unas amigas. Abrió la puerta mi padre con su eterno jersey gris de cuello de pico, camisa y corbata. Fumaba en pipa, tabaco puro, fuerte y acre. Así era todo. Primero miró mi aspecto desaliñado y el pelo chorreando, después se fijó en la maleta.

      —¿Te marchas de viaje?

      —Sí, por trabajo. Creo que tengo un buen proyecto.

      —Ya sabes lo que dicen de los proyectos, ¿no?

      Hubo una pausa, nos miramos fijamente a los ojos. Del salón llegaba una sinfonía enérgica y trágica de Johannes Brahms. Negué con la cabeza.

      —«Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus proyectos.»

      —No creo en Dios, papá. Creo en mis proyectos.

      Se aflojó un poco el nudo de la corbata y me invitó a entrar. Le dije que solo había ido a despedirme. Dejé la maleta en el suelo y lo abracé levemente. La lluvia de mi pelo le mojó la punta de la nariz.

      —Llamaré o escribiré. Dale un beso a mamá de mi parte.

      —¿Cuándo vuelves?

      Sin dejar de observar la gota de lluvia que le había regalado, me encogí de hombros y me largué.

      El avión despegó puntual. A medida que se elevaba iba dándome cuenta de las dimensiones colosales de lo que acababa de hacer. El corazón me latía muy fuerte; es así como late cuando se rompe con todo y ese todo es la nada. Vi mi rostro reflejado en la ventanilla mientras dejábamos atrás el mar de luces centelleantes en que se había convertido Barcelona y busqué cobijo en el recuerdo de mi abuelo. Siempre me había reconfortado, pero entonces era imprescindible. Ir a un lugar por primera vez tiene esa propiedad: nos predispone para la extrañeza. Él había conocido bien el sobresalto y la conmoción de una partida repentina, aunque en la suya hubo una consternación mucho más ostensible que en la mía: la guerra.

      Se apagaron las luces de cabina e intenté relajarme. Desaparecieron el espacio y el tiempo, y me adormecí con su voz clara contándome cómo huyó durante el exilio republicano y que tras días y noches cruzando fronteras, escondido, muerto de hambre y de frío, con un fardo improvisado y todo el miedo del mundo, logró embarcar en un buque que lo llevaría a Buenos Aires. Abandonaba su hogar, la universidad, la inocencia, las amistades y una madre recién enviudada, desesperada, a la que prometió que volvería. Había huido de la virulenta ira enemiga pero no conseguía apaciguar la sensación de que estaba traicionando a los que, valerosamente, se quedaban. «Volveré muy pronto», se repetía para consolarse.

      Y volvió; a finales de los sesenta, cuando algunos de los exiliados comenzaron a regresar tímidamente a la tierra de origen. Pisó Barcelona convertido en una persona nueva, que voseaba y albergaba en su vocabulario palabras como quilombo, que definían su alma y su destino. La versión oficial era la sonrisa con la que celebraba la vuelta; nadie sospechaba que traía el corazón roto. Esperó a que yo existiera esa tarde de otoño en su despacho. Necesitó la inocencia de mis ocho años y vislumbrar la cercanía de la muerte para revelar lo que podría haber sido su vida si no hubiese pesado más la promesa que le había hecho a su madre.

      Unos meses después de regresar recibió un paquete con la Voluta nobilis dentro. Fue entonces cuando precipitó los acontecimientos que acabaron armando su vida. Solo para levantar un muro y tapiar de algún modo la juventud que dejaba atrás para siempre, decidió que, si aquella felicidad era imposible, no viviría instalado en ella. De nada sirve anclarse en el pasado, así que se apresuró a casarse con la abuela y pronto nacieron mi madre y mis tíos. Trabajaba como periodista y no tardó en ocupar un puesto de directivo. Compró un amplio piso en la zona alta de Barcelona y un buen coche, iban de vacaciones a la playa y en Navidad había regalos para todos. Eran frecuentes las comidas, las cenas, los habanos, la bebida, los amigos ruidosos. Llenó su mundo de excesos para encubrir el vacío y la añoranza. Durante ese tiempo ilusorio en el que yo todavía no era y durante mis primeros ocho años de vida, el abuelo fue un ser cercano a un santo o a un héroe, capaz de triunfar y de alcanzar todo lo que fuera tangible. Alguien que cumplía promesas. El voseo se fue borrando, y linda, laburo, mina, che y rebién quedaron como ecos dentro de un paréntesis en el tiempo. Buenos Aires se convirtió en una pompa de jabón que temía romper si recordaba.

      —¿Sabrás guardar un secreto?

      Asentí de nuevo y me arrellané en la silla.

      —Bien, porque no se lo he contado nunca a nadie.

      Dio unas palmaditas en mi mano pequeña de uñas mordidas. Estaba realmente inquieto. Tosió un poco, dispuesto a desvelar algo delicado e íntimo.

      —Cecilia estudiaba biología marina. Era de las pocas chicas de su promoción. Nos conocimos un verano en la playa cuando yo llevaba unos años en Buenos Aires y enseguida nos hicimos inseparables. Me ayudó a encontrar un buen trabajo a través de sus amigos. Me ayudó a ser feliz de nuevo. Cecilia sabía agarrar cosas diminutas con los dedos de los pies, jugaba al billar y detestaba el tango. Lo sabía todo del fitoplancton y el zooplancton.

      Sonrió nostálgico y yo suspiré aburrida. No sabía qué significaba biología ni tampoco promoción ni tango. Las historias de amor me parecían ridículas, así que mientras él hablaba yo rozaba la caracola con la mejilla. A los ocho años, de los secretos se espera que encierren, por lo menos, dragones voladores.

      —Yo quería a Cecilia. No puedes imaginar cuánto la quise.

      —¿Más que a la abuela?

      —Más que a nadie.

      Me descubrí moviendo los pies, nerviosa.

      —Vivimos juntos todos aquellos años hasta que yo pude volver. Mi madre estaba muy mayor y los médicos no le daban mucho tiempo de vida. Había estado esperándome siempre. Se lo había prometido. Le pedí a Cecilia que viniera conmigo a Barcelona pero le habían dado una plaza en el Instituto de Biología Marina en Playa Grande, primero como alumna becada, y enseguida empezó a trabajar allí. Le había prometido a mi madre que volvería, ¿lo entiendes? ¡Tenía que volver!

      Me zarandeó con tanta fuerza que me asusté. Se pasó la palma de las manos varias veces por los muslos, inquieto. Abrió un cajón del escritorio y sacó una carpeta vieja. Estaba repleta de cartas. No las abrió, solo acarició los sobres. Cuando el abuelo murió, escondí esa carpeta; siempre pensé que me la había mostrado con ese fin. Aquel día no comprendí los detalles de la historia, pero entendí que había amado a Cecilia más que a la abuela y que yo debía seguir escondiendo esa correspondencia.

      Al poco tiempo de regresar el abuelo a Barcelona, dieron en Buenos Aires el golpe de Estado que inició la revolución argentina. En los meses siguientes se destruyeron bibliotecas universitarias y laboratorios, se despidió a cientos de profesores y se persiguió a científicos, entre ellos a Cecilia y a otros colegas del instituto, que abandonaron el país y emigraron a Chile, donde les dieron asilo y pudieron reanudar sus estudios e investigaciones. Cecilia le escribió al abuelo derrotada. La carta estaba dentro de un paquete con la Voluta nobilis debidamente protegida.


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