Barcelona - Buenos Aires. Matias Nespolo

Barcelona - Buenos Aires - Matias  Nespolo


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y me prometiera que volvería a sonreír, franca y fresca, llena de promesas, para mí.

      Así que esa tarde, sin dudarlo, entré a la cocina tratando de hacer todo el ruido posible para que su cuerpo se diera vuelta y sus ojos se posaran sobre los míos y me interrogaran. Así irrumpí, en la cocina, esa tarde: a puro deseo de Elena. Y aunque estoy seguro de haber entrado estruendosamente, para que ella se azorara, y dejara de comer, y se diera vuelta, y me mirara, lo cierto es que Elena no se dio vuelta ni me habló ni me miró. Acabé sintiéndome como la otra noche, en la obligación de refrendar que ando profiriendo mis frases en voz alta, que genero sonidos al caminar, o al abrir una puerta, y aceptando que su silencio me viene desgarrando. Decidí dar un portazo, desde adentro de la cocina, con todas mis fuerzas, de pie, parado al lado de la puerta, solo para que mis propios oídos certificaran el estruendo. El portazo no la inmutó. No produjo la menor inflexión en su cuerpo: ni siquiera un involuntario meneo de su cabeza, acaso molesta por el estrépito. Solo siguió comiendo sus sándwiches, desde el sillón, frente a la heladera abierta de par en par, como si yo no existiera. Como si no le importara. Sentí rabia. Sentí que ya no había Elena. Y decidí que no la invitaría al río. No, no la invitaría. Había otra urgencia: comprar una cama más grande. Le dije: compraremos otra cama. Lo dije con miedo, todavía sin querer herirla, pero decidido, sofocado. Pensé que acaso la noticia podría importarle. Elena no me contestó. No dejó de comer. No se dio vuelta. No me miró. Le dije: necesitamos otra cama: una cama más grande. Escuché su deglutir invariable, su bufido regular, puro ruido manso, de espaldas a mí, pura masa grande muda sorda, delante de mí. Insistí: no puedo así, no descanso; necesitamos otra cama. Y ella sin emitir palabra, solo provocando el sonido de su glotis injuriante, de espaldas a mí, pura parálisis parlante, puro gloteo de garganta y gorgoteo y más gloteo. Quise sacudirla, abrazarla, insultarla, decirle que la amaba, pero me di vuelta y salí de casa. Fui directo a la tienda de colchones y pedí un colchón de soltero, para mí. Un colchón bueno, el mejor que tuvieran, pedí. La vendedora repasaba las bondades de los resortes, de los espesores, de los géneros, mientras yo me daba cuenta de que mis ojos eran capaces de descansar en cualquier parte. Creo que miré con hambre el más simple de todos. Al final, elegí el único que podían entregarme enseguida. Se veía lindo. Y cómodo. Y ya no tendría que dormir con Elena. Sentí pena. Y algo parecido al alivio. Un alivio raro, como esas resignaciones que nacen de lo que no tiene remedio. También sentí un poco de culpa. Como si la estuviera abandonando, ahora que tanto me necesitaba. Traté de calmarme, de pensar que acaso mi mudanza pudiera provocarle una ausencia, una nostalgia que la despertara, al fin, de ese viaje voraz, y me la devolviera.

      Llegué a casa agotado. Me asomé a la cocina, Elena no estaba. Había salido: tampoco estaba en el cuarto. Volví al living y me puse a trabajar. Ubiqué los dos sillones contra la misma pared, el de dos cuerpos y el de un cuerpo, uno al lado del otro, y puse la mesita de café contra la pared de enfrente. Quedó un pasillo entre los muebles, un pasillo para mi colchón. La mesita de café me serviría de mesa de luz. Fui a buscar mi velador al cuarto y lo instalé en la mesita. También traje el libro que estaba leyendo y lo apoyé junto al velador. Quedaba espacio para mi vaso de agua y mis medicamentos. No podía quejarme. Miré satisfecho mi obra y advertí que no teníamos sábanas de una plaza. Volví corriendo a la tienda y llegué justo antes de que cerraran: compré dos juegos de sábanas, azules, de una plaza.

      5

      Las primeras noches en mi living-dormitorio resultaron bastante apacibles. Apenas apoyaba mi cabeza en la almohada sentía una pesadez que se aprestaba a cerrar mis párpados y a mantenerlos amarrados con la sola promesa de que ella no llegaría a hundir ese sueño en aquella gimnasia de músculos tensándose, retorciéndose, en ese parco equilibrio que apenas me permitía descansar. Entonces, una sonrisa ladeada se escapaba de mis labios y mi brazo indolente se extendía hasta el interruptor. Cuando apagaba la luz, mis músculos se relajaban y agradecían ese remanso de dormir hasta el otro día, sin tregua.

      Al cabo de unas cuatro o cinco noches es probable que mi cuerpo ya estuviera ebrio de tanta reparación: empecé a escuchar los ruidos que ella producía cuando se desplazaba desde la cocina hasta el dormitorio, invariablemente, a las tres de la mañana. Lo que se oía eran ruidos sordos, como de algo blando pero compacto chocando contra una superficie dura. Eran sus caderas llevándose por delante la punta de la mesa o sus hombros chocando contra el marco de la puerta. Me desvelaban sus golpes. Pensaba en su piel, antes tan tersa, lastimándose noche a noche, a pura demasía, a puro empeño de vacío, y me daba cuenta de cuánto la extrañaba. Me preguntaba si acaso ella también era capaz de sentir alguna clase de añoranza, por mí o por mi cuerpo. Cada vez que sus ruidos me despertaban, yo trataba de conciliar el sueño entre estos sentimientos alagunados por el agobio y la incertidumbre. Dormitaba hasta las seis o siete de la mañana, pero empezaba a tener pesadillas otra vez. Dos o tres noches consecutivas soñé que hacíamos el amor. Yo me acercaba a la cama grande, la de antes, la que compartimos tantos años; me acercaba miserable, muerto de deseo, rendido, y me acostaba a su lado, despacio, como no queriendo despertarla. Ella se daba cuenta. Yo oía un resoplido excesivo justo antes de que ella se diera vuelta. Apenas me veía, me daba un abrazo que era como de asfixia; yo intentaba alejarme, asustado, pero ya era tarde. Estaba atrapado entre tentáculos que me sorbían: me digerían como si de sus carnes dimanaran néctares poderosos, invencibles. Al rato yo recuperaba mi cuerpo descompuesto. Mis músculos yacían extenuados y yo recobraba mi conciencia, a duras penas, una conciencia indigente que solo buscaba su sexo, puro vicio. Unos brazos endebles procuraban encontrarlo, pero se perdían en interminables pliegues de pieles pendulares. Mis manos se trenzaban en una pelea desigual, se esforzaban y luchaban hasta que yo perdía la batalla anegado en unos jugos que de súbito me disolvían: me deshacían para siempre desde el interior de su sexo pujante y final.

      Decidí hacerme una barricada: ya no permitiría que sus ruidos me invadieran. Bajé a la tienda y compré seis colchonetas baratas. Las usaría para fabricarme una pared, una pared que me alejara de su letanía.

      La estrategia de las colchonetas funcionó las primeras noches. Después, fue como si algo las adelgazara. Ya no amortiguaban los sonidos. O tal vez ya me había acostumbrado a la precaria insonorización que me había fabricado. Lo cierto es que las pesadillas volvían a invadirme sin piedad: vivíamos en un mundo obesado, éramos todos gordos, apenas organismos empujando bandejas de comida; éramos masas sin ojos, gigantescas masas obscenas moviéndose entre pasillos de acero, sin cuerdas vocales, todos mudos, caminando ralentizados entre envases de cartón, o de plástico, deglutiendo lo que se nos daba. Nos empujábamos sin demudarnos, solo movidos por la vocación del alimento que nos hablaba desde las bandejas y por los parlantes que nos ordenaban, con su voz monocorde: Turno B4, en rampa cinco, desayuno; en rampa seis, almuerzo; en rampa siete, cena.

      6

      Después de una de estas pesadillas, una mañana especialmente calurosa, me desperté incordiado y decidí que haría todo lo posible por recuperarla. Ya no soportaba su silencio. No soportaba que me negara su mirada. Necesitaba que sus ojos se posaran sobre los míos. Se me ocurrió que la esperaría vestido, de pie, frente a la puerta del dormitorio. En algún momento ella tendría que mirarme, era imposible que solo se enfocara en el piso, y cuando mis ojos se encontraran con los suyos, yo sabría qué decirle, sabría cómo encontrarla. Eso hice. Me plantifiqué frente a su dormitorio desde las siete, sabiendo que ella salía a las ocho; me puse la camisa verde que tanto le gustaba, y la esperé. Cuando ella abrió la puerta me apartó de su senda como quien espanta un mero insecto impertinente. No puso demasiado empeño, solo extendió su brazo derecho, que ya tenía el tamaño de la mitad mi cuerpo, y me apartó de su camino. Su actitud me resultó inasible: algo se astilló dentro de mí; empecé a temer por mi propia integridad, a pensar que acaso ya no había retorno. Aún así, insistí: me puse la camisa verde, le dije, la que tanto te gustaba. Pero mis palabras se estrellaron contra sus espaldas refractarias. Elena fue directa a la heladera y se sentó en su sillón. Me acerqué con la intención de interponerme entre ella y los estantes: resultaba imposible. No había distancia suficiente entre su cuerpo y las bandejas de sándwiches. Me agaché, a su lado, pretendiendo asomar mis narices por el único resquicio que quedaba entre el sillón y los límites de la heladera. Fue en vano. Mis ojos solo lograron encontrarse con un pie descomunal. Tuve miedo.


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