Barcelona - Buenos Aires. Matias Nespolo

Barcelona - Buenos Aires - Matias  Nespolo


Скачать книгу
transportada de regreso y la playa vuelve a ser la misma. Tras grandes tormentas aparecen bellezas como esta. Guárdala. Te esperaré».

      No hubo más cartas.

      Creo que siempre he fracasado en el amor porque crecí con esta historia tatuada en la piel. Nunca ninguna le llegará a la suela de los zapatos. Aprendí a querer a la Argentina mucho antes de pisar sus calles. En mi cabeza de niña, Argentina era una historia de amor; en la de adulta, un auténtico santuario de la nostalgia. La nostalgia de aquello que tuvieron el abuelo y Cecilia me daba la seguridad de la que yo carecía, ya que es mucho más fácil amar lo que jamás se ha vivido. La nostalgia como refugio, como síntoma de mi profunda inseguridad respecto al futuro. Creo que subí a aquel avión para recuperar la capacidad de asombrarme, para encontrar a Cecilia y para encontrarme.

      Tomamos decisiones extremadamente valientes que por otro lado nos convierten en huidizos. No calculamos si en el momento de tomarlas, la Tierra, el Sol y la Luna se alinean, o si ese día se registran movimientos tectónicos de la corteza terrestre, o si sopla el viento hacia o desde la costa; las tomamos solo sopesando lo bueno y lo malo, lo palpable y lo visible, y obviamos el azar y la contingencia; y solo estando en la lejanía opuesta, nuestra historia parece el reflejo invertido de la otra que no fue.

      Contaba con una dirección y la Voluta nobilis. Había despegado en invierno e iba a aterrizar en pleno verano. Las cosas tenían que salir bien a la fuerza. Debemos torcernos, arriesgarnos, dar ese giro de ciento ochenta grados para entender que, al fin y al cabo, no hay más paraísos que los que se inventa la memoria.

      INVERTIDOS

      Matías Néspolo

      Por aquella época, el Metafísico paraba en una guarida de yonquis de la calle Aurora. Una cueva espantosa que olía a pis de gato y semen rancio, en el último piso de una finca del Raval. El olor a guasca tenía su lógica, porque aquello era zona liberada. Un ático lleno de grafitis donde nunca entraba el sol, en el que se hacía cualquiera, cogían todos con todos. Y más por la noche, que se trenzaban sin mirar, palpando lo que fuera como cieguitos. La única luz que funcionaba era la de la cocina, una bombita de 40 watts cagada por las moscas. Y la peña prendía velitas aromáticas, como si fueran hippies.

      Pero por más velitas, inciensos y maconha que quemaran ahí adentro, lo que no había manera de tapar era la baranda a pis de gato, que se imponía sobre el olor a mugre, polvo y humedad. Era insoportable, y lo más delirante era que el gato fantasma no aparecía por ningún lado. «Ah, marica —me decía la anfitriona, una colombiana llena de tatuajes, cada vez que le preguntaba—: gato cojudo marca territorio.» Según ella, era el gato macho de la vieja de abajo. Una noche hasta hice guardia para pescarlo in fraganti, lo quería capar.

      Nunca llegué a ver a ese gato furtivo, aunque el olor persistiera, y me quedó la duda de si en verdad lo hubo o no. En cambio, gatos y gatas de paso los había de todos los colores y pelajes. Me acuerdo de una chilena con las piernas larguísimas y la piel cobriza que parecía una gacela. Julieta, creo que se llamaba, me tenía loco.

      Yo igual intentaba no pasar mucho por el aguantadero de la calle Aurora, porque era un peligro. No porque yo fuera delicado, sino porque la lógica menguante que gobernaba la guarida no te dejaba otra. Menguante en cualquier sentido, menos en el tráfico continuo de gente. Todo salía menguado de ahí adentro en lo físico, neurológico, sexual y hasta existencial. Pero sobre todo en lo material. Daba lo mismo con qué entrabas, dónde te lo escondías o cuánto tiempo te colgabas ahí dentro, si apenas unos minutos, horas o tres días seguidos, porque siempre pisabas la calle con algo de menos. Algo que no volvías a ver nunca más y a llorar a la iglesia.

      Lo ideal era meterse ahí adentro con el uniforme de concierto de los Red Hot Chili Peppers, pero tampoco eso te garantizaba nada. Porque podía pasarte como al Pep Vila, uno de los amigotes del campus del Metafísico que también se creía invulnerable, y perder en batalla algo más que la conciencia. Todavía me acuerdo de cómo rebuscaba entre los despojos de guerra en pelotas y a los gritos:

      —Cabronassos! Fills de puta! ¡Me han robado hasta los gayumbos!

      —Dale, no te quejés tanto que te dejaron la remera…

      —Aquesta samarreta no és la meva.

      —Hacete un taparrabos con eso y no hinchés las pelotas, Pep.

      La peña era áspera en serio, ahí no había ninguna pose. Al cándido que iba de excursión turística al wild side se lo comían crudo. Para visita guiada, justo en la misma calle, pero en la vereda de enfrente, estaba el bar Aurora, un garito chiquito con muy mala fama, que en comparación era un jardín de infantes. Creo que todavía funciona, con la misma gente careta de siempre con el pelo pintado de verde, que toma bourbon del pico de la botella y se cree Jim Morrison.

      En cambio, la peña chunga de verdad, la gente que iba de reviente en serio, subía al ático de la colombiana cuando los echaban a patadas del Aurora o cuando los mossos daban vueltas por el barrio. Era como un piso okupa, pero sin el buen rollo solidario y alternativo del movimiento, más bien en plan sálvese quien pueda. Sin embargo, el Metafísico me juraba que no, que ahí no okupaban una mierda, que ahí con la colombiana pagaban alquiler y servicios como buenos vecinos. ¿Quiénes pagaban? ¿Cuántos eran los que paraban fijo ahí? ¿A nombre de quién estaba el contrato de alquiler o la factura del agua? Con ese tipo de preguntas, el Metafísico trastabillaba más que con la interpretación del parágrafo 255 de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein que, según él, era insondable: «El filósofo trata una pregunta como una enfermedad».

      —Qué sos, botón… —me decía—. Me enfermás con tanta pregunta, Tanito.

      —Ponete media pila, Gabriel, dale… —le insistía yo, haciéndome el solemne, porque no lo llamaba así, por el nombre, desde hacía una punta de años, de cuando lo había conocido en el ingreso a la carrera en el otro hemisferio.

      En realidad, lo que intentaba era convencerlo para que se viniera conmigo a la Esquerra del Eixample, al piso que compartía por aquella época con Montse, una catalana superagreta pero buena gente y algún erasmus en rotación continua. La nacionalidad de la tercera habitación iba cambiando cada cuatro o cinco meses: ahora un alemán, después una francesa, después un belga y así. La idea era meterlo al Metafísico a la próxima rotación, en cuanto se desocupara la pieza, aunque a Montse no le hiciera «ni puta gracia otro argentino en casa», decía. Se la iba a tener que comer, porque además le convenía. Necesitábamos a alguien fijo, no podíamos darnos el lujo de tener esa pieza vacía ni dos semanas.

      Pero el Metafísico se resistía, y no era por un tema de guita que yo supiera, porque pedíamos por la tercera habitación más o menos lo mismo que, según él, ponía al mes en la guarida de Aurora. Aunque capaz que me mentía, el muy turro, y ahí no pagaba nadie una merda, seguro.

      La cuestión es que yo iba cada tanto al aguantadero de Aurora más que nada por él, porque lo veía cada vez más perjudicado, y se la debía. Era como una deuda de honor que tenía con el Metafísico. Gabriel me había bancado al otro lado, en otra época, cuando era yo el que andaba en cualquiera.

      Cuando había vuelto de Bolivia y me había cagado a trompadas con el Negro Brizuela, hacía poco que se había muerto mi viejo. Mi hermano Genaro no me daba ni pelota, no quería ni verme. Yo estaba sin laburo, todavía seguía tecleando por la misma mina y encima me había quedado en la calle. Entonces Gabriel me puso el hombro como un señor, me habilitó una cama en el departamentito de Flores que alquilaba con Susi, la novia petisita y tetona de toda la vida, que creo que estudiaba Publicidad o Administración o algo así, y me bancó un tiempo en todo. Hasta que de a poco fui levantando cabeza y entonces ellos dos se vinieron para acá.

      Después habían pasado los años, yo también me había rajado y entonces al otro lado del Atlántico se había dado vuelta la tortilla. Yo empezaba más o menos a encarrilar mis cosas, pero ahora era el Metafísico el que estaba jodido. Con Susi alquilaban un piso bastante lindo en el Carmel por muy poca guita, pero no habían renovado el contrato porque iban a mover. A él estaba


Скачать книгу