Barcelona - Buenos Aires. Matias Nespolo

Barcelona - Buenos Aires - Matias  Nespolo


Скачать книгу
hasta que me hables. Entonces escuché, desde una voz gruesa, cavernosa: Oixagalanga, oixa. No era la voz de Elena. Me mantuve en silencio, acobardado. Oixagalanga, dijo de nuevo la voz. Era un rumor gutural, como la laboriosa exhalación de un cautivo entre paredes carnosas. Sentí pánico. Me vi convertido en una masa amorfa de fofas membranas, las cuerdas vocales atiborradas de sebo de parálisis parlante, y hasta me pareció escuchar una voz, áspera y adolorida, que desde mis entrañas repetía: Oixagalanga, oixa.

      CRÓNICA NEGRA

      Juan Vico

      Entré en el McDonald’s y me puse a hacer cola tras un par de gigantes nórdicos cuyo color de piel era idéntico al Pantone 485 del famoso logo. Luego me dirigí al piso superior con mi bandeja de plástico rayado y mi café con leche en vaso de cartón, me senté a una mesa junto a un ventanal para no perder de vista el trajín de las Ramblas y procedí a limpiar las salpicaduras de kétchup de su superficie, sin imaginar que no desentonarían como atrezo barato en la conversación que iba a mantener en unos minutos.

      Lo vi subir las escaleras: un niñato con una gabardina negra, pantalones demasiado estrechos, botas militares y una bolsa al hombro. Se presentó, me tendió su mano sudorosa, sacó una carpeta abultada, la depositó sobre la mesa. Por teléfono me había insistido en la necesidad de encontrarnos para proporcionarme una información de vital importancia, y había añadido que yo sabría apreciar su trascendencia mejor que nadie. Eso, por desgracia, me intrigó. Esperaba que se tratase de alguien de más edad, sin embargo. Le pregunté cómo había conseguido mi teléfono particular. Con indisimulada prepotencia aseguró que no había necesitado ni tres segundos para localizarlo en la red. A continuación me explicó que era un gran aficionado a la crónica negra y que desde hacía tiempo mantenía un blog en el que se ocupaba de diferentes casos de la historia criminal de Barcelona que espigaba en las hemerotecas virtuales. Extrajo de la carpeta un fajo de páginas impresas. Todas eran noticias de sucesos. Todas pertenecían al mismo diario. Todas estaban firmadas por su escamado interlocutor. Escogió una de fecha reciente, llena de subrayados.

      Es el primero de sus artículos que me llamó la atención, dijo. Tras la lectura, me quedó la extraña sensación de que había algo que se me escapaba. Me pasé días releyéndolo, rompiéndome la cabeza, hasta que por fin descubrí el juego.

      Chico, no tengo la más mínima idea de a qué te refieres, repliqué.

      Por favor, no disimule conmigo, dijo; le aseguro que soy de confianza.

      Levanté los brazos.

      OK, explícate.

      Esta primera vez fue muy sencillo, dijo: solo había que leer el texto saltándose una de cada tres líneas. De ese modo se obtiene un relato paralelo en el que los culpables se convierten en inocentes y viceversa. Es decir, que fue la propia policía la que se quitó a tres de sus agentes de en medio, probablemente para que no pusieran al descubierto algún asunto turbio.

      Tomé la hoja. Aquello era un galimatías narrativamente absurdo del que uno podía extraer el mensaje que le viniera en gana. Echó mano del resto de los recortes mientras me explicaba que, tras el deslumbrante descubrimiento, había rastreado anteriores textos míos en busca de más mensajes ocultos.

      Aquí traigo una selección de ellos, añadió con una terrorífica sonrisa. Por ejemplo este otro, uno de mis favoritos.

      Me ofreció una nueva página que acepté con resignación. Se trataba de una investigación sobre una demente que años atrás había raptado y asesinado a un par de niñas.

      Su mecanismo era más sofisticado, pontificó. Había que recopilar todas las mayúsculas, eliminar una de cada cinco y disponerlas en orden inverso al de su aparición. Solo así se obtenía el mensaje en clave.

      ¿Y qué mensaje es ese?, pregunté, entornando los ojos.

      El chico me miró sorprendido de que aún mantuviera lo que él consideraba una torpe pantomima. Suspiró, escribió en una esquina de la página:

      FONSECA ASESINO SINO ES

      Fonseca era el padre de una de las niñas; supongo que no se habrá olvidado, añadió con sorna antes de proseguir con su demostración magistral. Con este otro rizó usted el rizo en cuanto a ingenio, aunque, para mi sorpresa, no contenía ninguna revelación de importancia. Era una simple broma, pero le reconozco que me descojoné.

      Eché un vistazo a esa tercera fotocopia. Recordaba perfectamente el caso, por supuesto: el Verdugo de Sarriá, uno de los pocos asesinos en serie auténticos que han operado en la ciudad. Sobre el texto habían sido marcados con amarillo fosforescente todos los números: direcciones, fechas, edades… En el reverso de la hoja aparecía impresa la página de pasatiempos correspondiente al periódico del mismo día.

      Si se recopilan las cifras que aparecen en el artículo y se hacen coincidir con las del crucigrama solucionado, alternando verticales y horizontales, uno se topa nada menos que con el estribillo de la canción de moda durante aquel verano en que el Verdugo se cargó a medio barrio. Un impecable ejercicio de ironía, sí señor.

      Ni me molesté en comprobarlo.

      O el artículo sobre Jordi Rius, con el que nos remontamos hasta 1998. Dado que se trataba de un criminal itinerante, usted aprovechó la posibilidad de citar un buen puñado de localidades para, manipulando la enumeración a su antojo, trazar una serie de coordenadas sobre el mapa de la Península. Si se unen esos puntos desde el primero hasta el último, aparece como por arte de magia este dibujo tan sugerente.

      En su mano derecha sostenía el mapa en cuestión, sobre el que había trazado un rudimentario monigote, una especie de estrella amorfa con las puntas redondeadas.

      No creo que sea casualidad que el dibujo recuerde al emblema de la entidad financiera donde el tipo tenía un puesto de ejecutivo que le obligaba a cambiar de domicilio cada cierto tiempo. Entidad que, según los rumores, habría sufragado las costas del juicio.

      A esas alturas, hacía rato que me preguntaba cómo quitarme a aquel pirado de encima. Nada me obligaba a permanecer allí sentado escuchando sus majaderías, pero tampoco tenía la más mínima intención de ponerme en contra a un individuo al que probablemente no le costaría demasiado conseguir mi dirección o cualquier otro dato de mayor relevancia. Lo más aconsejable era seguirle la corriente y despedirse amablemente de él en cuanto fuera posible.

      Pero vayamos al grano, siguió. Quería hablar con usted porque he hecho un descubrimiento sorprendente del que seguro que podrá sacar partido.

      Guardó un instante de silencio para dotar a sus palabras de trascendencia.

      ¿Ha oído hablar en alguna ocasión de la banda del Nelo?

      Jamás, dije, así que dio paso al relato de un remoto episodio criminal.

      Me habló de la Barcelona de principios del siglo XX, de los matones que los cafés de la época contrataban para controlar sus respectivos negocios. El Nelo en cuestión era, al parecer, el más célebre de esos criminales bajo nómina tolerados por las fuerzas del orden público. Ejercía sus malas artes en el popular Edén Concert, y entre sus protectores figuraba un militar de grado gracias a cuyas influencias lograba salir airoso de todas sus fechorías, por las que jamás había sido juzgado. Su declive empezó el día en que se cruzó con un individuo al que todo el mundo conocía como el Aragonés, un obrero alcohólico, habitual de las tabernas del Paralelo, que había convertido a esa caterva de chulos oficiales en el objeto de su resentimiento social. Desafió varias veces al Nelo en el propio Edén Concert, pero el matón, en el fondo un cobarde de manual, escurría siempre el bulto, decidido a tenderle una emboscada. Una noche, sus secuaces siguieron al Aragonés desde su salida del local, en donde un guardia corrupto se había encargado de cachearlo para comprobar que iba desarmado. La víctima atravesó las Ramblas y alcanzó la calle Ferran. Dos de los perseguidores se apostaron en el pasaje Madoz, obstaculizando así la vía de escape más cercana. El Nelo y el Vicentet, su brazo derecho, le salieron al paso. El Aragonés echó a correr, logró llegar a la calle Arolas, donde divisó una luz hacia la que se


Скачать книгу