Semáforos rotos. Santiago Infante
a silbar y a chasquear los dedos. ¿Ha leído De pelos y señales?
—¿Se está burlando?
—Ni más faltaba, mi estimada señorona, De pelos y señales es un libro muy bueno, es de profecías, yo lo escribí. Se lo recomiendo. Sobre todo el capítulo trece, el corazón del libro…
—¿Cómo así, don Esse, qué quiere decir?
—Quiero decir que estoy a su servicio y que la estaré esperando, por si me necesita.
—Ay, señor Esse, usted es todo un caballero…
—Y por favor, perdone las incomodidades que le causé a usted y a su marido. También las que no.
—No, no es para tanto. ¿Cómo dice que se llama su libro?
—De pelos y señales…
—Pues le prometo que lo voy a leer.
—Sí, le hace falta. Hasta luego, le deseo lindos sueños.
Oigo expectorar a su marido, allá, en algún rincón del 303. Si supiera que voy a patearles el culo a ella y al viejo. Impregnaré de gasolina las puertas de los cuatro pisos, inundaré la escalera y encenderé un cigarrito. Acuchillaré a sus indios ecuatorianos y les arrancaré los riñones. Vieja pedorra.
Bajo la escalera silbando, buscando colillas para patear. Me siento mejor, casi contento. Sí que era verdad: me hacía falta hablar con alguien. Afuera, la ciudad y su aire puro: pedos de carros subidos sobre el andén.
9
A LA DERECHA, FUNCIÓN EN EL TEATRO LIBRE: una manada de babuinos perfumados y bien peinados se apretuja frente a la taquilla, comentan la crítica de la obra. Frases elaboradas que no dicen nada pero en un tono de gruñido más alto del que se necesita. Sueltan carcajadas elegantes y pedos silenciosos. Se creen bien vestidos. La mayoría lleva gafotas.
En la entrada, dos putitas como de dieciocho y, detrás de ellas, tres imbéciles de seguridad con chaquetas amarillas. Las putitas: uniformadas con tacones altos, minifalda aterciopelada negra, medias veladas grises, camisita satinada y sostén púrpura. Son rubias y lacias. Intercambiaron babas cuando se pintaron con el mismo colorete carmesí incendio. Sonríen a los que entran y les miran con desprecio mientras les arrancan las boletas caras. Están calcadas pero algo indica que la del lunar en la parte baja de la rodilla izquierda es mejor polvo.
Heimlich grita con mayúsculas sostenidas el letrero iluminado de la fachada alta del teatro, de paso ayuda a iluminar un tramo de la sesentaidós. Ojalá encendieran a menudo ese letrero, a ver si espanta a los atracadores que merodean la cuadra como a las tres de la madrugada.
A la izquierda: rodar, rodar hacia la trece. Se prende y zumba el neón anaranjado con rojo del Refugio Alpino e ilumina el pasadizo que va a dar a Lourdes. Ya no me dan ganas de vagar por Lourdes, guarida de maricotas.
—Señor Esse… —me saluda el celador.
—Entonces, Richard, ¿cómo va la vuelta?
—Pinta bien, ojalá no llueva, ¿cómo está la señora Amanda?
—Está muy buena, usted la ha visto.
—¡Ja!, don Esse, pero ¿cómo está ella?
—Ya le dije, loco, está muy buena, hasta la tierra se la quiere comer. Si no es que ya se la comió, la gran puta tierra…
—¡Uy! no diga, don Esse, o sea que se separaron…
—O sea que nada, apreciado, usted, más que portero, debería ser reportero, y le amago una patada que esquiva con una carcajada sin dientes.
—Por ahí me pareció verla, yo venía para acá, a recibir el turno…
—¿En dónde?
—En Lourdes, la saludé, pero no contestó.
—Todo bien, Richard, ella es así, es que está un poco loca.
—Así son las viejas…
—Así son. Nos vemos.
—Ta’ luego don Esse, que le vaya bien.
Es mi búsqueda santa de aire puro: rodar por la sesentaidós hacia la trece. Justo tenía que brincar un sapo para hablar de ella y recordármela. Yo que al fin empezaba a pensar en otra cosa.
Qué tal así, rodando, ir a parar en la sesenta con Caracas. Un piojoso en busca de aire puro. La esquina de la sesenta con Caracas, esa es la esquina brava de las putas, a tan solo siete cuadras. Allá funciona, de día, la Panadería Panamericana: cafetería-bizcochería-frutería, el verde manzana del letrero hace juego con las sillas. Pero de noche es la esquina caliente de las putas. A tan solo siete cuadras de aquí. Tres a la izquierda, cuatro a la derecha, a doce minutos, rodando despacio.
10
AMANDA FRENTE AL VENTANAL, en la madrugada del sábado podrido. Apoyó la cabeza contra el cristal en el punto en que cuatro pisos de contrapicado muestran el pedazo de Bogotá rota que se deja ver desde el apartamento.
Poco a poco, la cercó el aura húmeda de su propio vaho. El reflejo anaranjado y rojo del letrero de neón del Refugio Alpino se pegó a su pelo, a su rostro, a su cuello y a sus tetas. Lo demás, penumbra perfumada más una nube de incienso arrastrándonos hacia ningún lado. Unas cuadras más allá, las cuatro agujas de la catedral de Lourdes encañonando al cielo.
Con la zurda se llevó a los labios el Durnham’s mentolado y aspiró hondo, después exhaló todo el blues que la llenaba y ese blues fue a chocar en oleadas contra la orilla de nuestro colchón de nenúfares fluorescentes. Tirado ahí, debajo de una sábana, la observaba fingiendo gorgoteos y ronquidos.
La cubría un suéter vinotinto hasta el primer tramo de los muslos. Qué bien cortaba la catarata profusa y negra de su cabello con la sangre viva de ese puto suéter. Pies descalzos sobre el tablado y los deditos hundidos en los extremos circulares de los clavos. Piernas flacas un poquito, solo un poquito torcidas, eran las piernas flacas más bonitas del mapamundi: ebúrneas y exentas de várices a pesar de estar paradas en el filo de los veintinueve años. En general, me calientan las venas várices, mas podía aguantar bien que ella no tuviera ni una. Entonces me sentí poeta y dije:
—Te ves más bonita a oscuras.
Volteó sin contener una carcajada repentina, una náusea.Sus ojos color whisky estaban hinchados de llanto, cual globos cargados de alcohol:
—¿Me miras y roncas al tiempo?
—No. Es que tuve una pesadilla de mierda. Soñé que los ladrones escalaban por el tubo del desagüe y se metían por la ventana.
—Quizá, la realidad es la prolongación de una pesadilla. Pesadilla y Universo son lo mismo, menos mal son efímeros —y se entregó a los hipos del llanto.
Me levanté de un brinco. Chasqueó el meñique de mi pie al darme contra la saliente de la pared pero no maldije. La hundí entre mis brazos y me bebí a lengüetazos el whisky de sus lágrimas. Mis ojos también estaban encharcados, puto golpazo que me di.
Lidiábamos, otra vez, con uno de sus éxtasis de melancolía. Periodos aceitosos en los que Amanda se alejaba del lienzo y permitía que se acumularan sobre la guitarra eléctrica sucesivas capas de abandono.
Temporadas pútridas en las que hurgaba en la carne de la realidad hasta desentrañar, según ella, el vacío y el absurdo esencial de los seres y las cosas. Jornadas crudas en los que yo no podía alegrarla con ríos de vodka, ni con un happening, ni con un punteo distorsionado reventando el amplificador y los vasos.
Lidiábamos con La Loba Melancolía y de esas fauces yo no podía arrancarla. Ni siquiera con un buen polvo. Se revolvió entre mi abrazo como una aguamala y se soltó. Así fue.
11
PARÓ DE JADEAR, DE MOQUEAR, tomó el jean