Semáforos rotos. Santiago Infante

Semáforos rotos - Santiago Infante


Скачать книгу
banda elástica forrada de terciopelo negro.

      Pescó las llaves de la mesa, unos billetes arrugados, la cajetilla y el encendedor. Fue hasta la cocina, prendió la luz, sacó algo haciendo ruido y salió sin apagarla. Giró la cerradura y dijo que iba a comprar una cosa.

      Una oleada de aire helado sobrevino desde el fondo negro de la escalera. Me lanzó un beso errático con la palma de la zurda, bien abierta, y cerró dando un portazo. Oí sus pies de dedos alineados alejarse, escalón por escalón. Retumbó la puerta principal y se estremecieron los cuatro pisos del edificio. Volví a la ventana. Aún quedaba algo de su vaho y me lo bebí a besos mientras la veía cruzar la sesentaidós, en diagonal, a paso rápido.

      Bamboleaba el culo como una diosa, sin proponérselo, metro sesenta y siete de huesos con buen trasero. Saludó de lejos al cuidandero y enfiló por la décima como quien va hacia Lourdes, no alcancé a verla más.

      Fui hasta la cocina, tomé de su caja una Fritzulipsis y le arranqué el celofán, solté. El celofán planeó chasqueando, gentil, tornasolado, y aterrizó sobre la baldosa. Mastiqué la Fritzulipsis. Apagué la luz que Amanda dejó encendida y regresé junto a la costa del colchón. Respiré hondo y me zambullí, tras dar un triple salto mortal.

      Estiré el brazo y halé el cordón de cobre que enciende la lámpara auxiliar: se iluminó la mitad del lecho. Agarré del lomo De pelos y señales que se abrió en la página 103 y me puse a leer.

      12

      —Veinte mil el polvo y diez mil la habitación.

      —Eso está muy caro, mona.

      —Ahí está: veinticinco y yo pago el cuarto, incluye los tres servicios.

      —Vale, pero me demoro lo que quiera. Agua, luz y teléfono por veinticinco mil, una ganga. Es rubia, delgada, casi translúcida, trae el pelo mojado y huele a jabón de manzanas. Camina pegadita a mí:

      —Te llamas Cindy o te llamas Claudia, ¿cómo te llamas hoy?

      —Me llamo Julieta, ¿y tú?

      —Yo me llamo Esse todos los días, pero dime Romeo.

      —Ah, bueno, Esse, vamos a tirar.

      Bajamos por la sesenta. Un par de atracadores con cachuchas nos miran fijo pero Julieta levanta las cejas y ablandan. La bombilla del poste zumba, se apaga, se enciende, anunciando que pronto se va a fundir.

      Julieta: minifalda ceñida y camiseta con letras doradas en escarcha que dicen New York. Llegamos a una esquina, torcemos media cuadra a la izquierda y aparece un motel de dos plantas sin letrero y con piso de baldosín. Antes de hundir el índice en el pezón del timbre, se abre una puerta metálica que rechina.

      —¿Y a qué te dedicas?

      —También soy puto, somos colegas.

      Julieta sonríe y le doy un billete nuevo de veinte mil.

      —Faltan cinco.

      —No tengo más.

      —Vamos.

      13

      UNA MOSCA REVOLOTEA ALREDEDOR de una jarra con agua grasosa dispuesta sobre la mesa de noche, junto a medio rollo de papel higiénico de hoja sencilla. Alguien esculpió con navaja en la cabecera «Gina y yo».

      —Nada de besos en la boca, ni en las tetas.

      —Te besaré en la frente, como a mi abuela.

      Sube su minifalda y veo, en su extensión, la cicatriz de un parto, celulitis en las nalgas, el pubis mal rasurado.

      —Mi marido es camionero y tenemos una hija.

      —Me alegra, es un tipo práctico, de mente libre.

      Sonríe y manosea mi entrepierna, con ahínco, sabe lo que es frotar. Baja la bragueta y trajina con la chapa plateada del cinturón. La ayudo a desapuntar, soy todo un caballero. Desenfunda mi vergo y lo forra con un condón suministrado por la Secretaría de Salud. Se tiende sobre el camastro abriendo las patas y me apura para que se lo meta.

      —Ya no me provoca, perdona, es que mi mujer me acaba de dejar.

      —Entonces te lo chupo, Esse.

      —Vale.

      14

      LO AGARRA COMO UN BEJUCO, se impulsa y cae sentada en el borde de la cama. Domina su oficio. Se engolosina y bizquea la mirada. Vale los veinte mil. Lame bien y chupa mejor. Prende sus ojos amarillos chiquiticos y los apaga como bombillos de navidad. Bocaza especialista en succiones. Frota duro con la derecha y suave con la zurda. Chupa, chupa, chupa y pajea. Lo saca chasqueando, maniobra, sonríe y me mira con pupilas intermitentes que juran pasión. Gime, frota y vuelve a lamer. Dibuja círculos rápidos electrizantes con la lengua y vuelve a engullir. Engulle bien, engulle con ganas.

      Le pido que se lo hunda hasta el fondo de la garganta, hace lo que puede mientras se toquetea con el dedo del corazón. Más rápido. Rapidísimo. Viva Colombia. Rápido. Más rápido y más hondo. Viva el recalentamiento global. Aprieta hasta donde puede y engulle hasta donde le cabe. Sí que sabe lo que hace. Menea la melena rubia anaranjada bien tinturada y solo por veinte mil.

      —¡¡¡Amanditaaa… te lo dedicooo… dondequiera que esteeeés!!! —Mientras me vengo se me ocurre que la Historia de la Humanidad es menos que una fábula, pienso en cosas de ese estilo en los momentos importantes.

      —¿Te gustó? —pregunta relamiéndose.

      —Estuvo bueno, pero muy caro.

      Arranca un tramo largo de papel higiénico, camina hacia el baño arreglándose el pelo y la ropa. Mea sin cerrar la puerta. Escucho al agua correr por el sifón.

      15

      CAMINO LIVIANO, aunque más apesadumbrado, veinte lucas menos. Pero Julieta resultó mejor chupadora que Amanda, casi tan buena como Patrizia, pero nadie como Farra. Habrá que restarle el pedorro amor. Salgo de la ratonera preparado para estrellarme con los de las cachuchas. La sesenta está sola. El foco del poste alumbra sin zumbar.

      Aire puro. Esmog nocturno helado y azul de Bogotá. Respiro bien. Enciendo un cigarro. Voy hacia el oriente, tranquilo, erguido, hombros atrás, manos fuera de los bolsillos y mirada al frente. Lo leí en un estudio antropológico: Proxemia, comunicación no-verbal para evitar ser atracado.

      Corono la Caracas. Entre la bruma una putica me mira con grandes canicas ónix y se acerca. Es más joven que Julieta y que Amanda, pero no tan vieja como Patrizia. Le cuento que vengo de allá y que voy de salida.

      Dice con voz suave que la próxima, que me lo habría dado gratis porque tiene calentura. Regresa a su esquina meneando el culo respingado con resignación. El eco del taconeo pega contra los muros y se refugia bajo el letrero verde manzana de la Panadería Panamericana: cafetería-bizcochería-frutería. Un radio dice en algún lado: «Son las dos de la madrugada con cincuenta y ocho minutos en todo el territorio nacional».

      El semáforo en el cruce de la sesenta con Caracas parpadea bilis metálica detrás del humo que sale por mi nariz. Un carro de placas VHZ 643 pasa veloz y asesino, con la música a tope, raspando el andén. Imagino lo que habría sido de mi carne blanda si hubiera pisado el asfalto por pura inercia.

      Veo en diagonal, en vivo, un atraco: sesentaiuna bis, una calleja estrecha bordeada por cafés internet con cabinas separadas para ver porno; librerías de tomos hurtados; burdelitos de aire detenido. Reconozco a los hijueputas de las cachuchas: atraparon a un borracho descamisado y le esculcan los bolsillos. Quieren sacarle sangre, se nota.

      Un cuchillo plateado se descarga, dos, tres veces. Chasquea la carne y salpica las rejas bajadas de los locales. Suena un tumulto de voces entrecortadas y un arrastrarse de pies. Enviones de puñal caen desde lo alto.

      Siempre he detestado a todo aquel que usa cachucha, así esté


Скачать книгу