El siglo de los dictadores. Olivier Guez
a su juicio, de la epopeya carolingia de los Hohenstaufen. Al comenzar el año escolar de 1904, una nueva ruptura: Klara Hitler envió a su hijo a Steyr, a 40 kilómetros de Linz, para preparar su Abitur (bachillerato). El joven no se presentó y abandonó definitivamente la escuela a los dieciséis años. Desde ese momento, pasó la mayor parte de su tiempo leyendo, dibujando y tocando el piano, un media cola que ocupaba el lugar de honor en el centro del minúsculo tres ambientes que Klara acababa de comprar en Linz. Sin poder hacer nada ante el fracaso escolar, Klara terminó por apoyar las pasiones de su hijo: sería el artista de la familia. Para él, nada era demasiado. En 1905, lo mandó a pasar el verano a Viena para visitar los museos y asistir a la Ópera. En 1906, decidieron que se presentaría al examen de ingreso de la Academia de Bellas Artes. Pero solo lo preparó en forma esporádica y en 1907 lo reprobaron por “trabajo insuficiente”. Klara estaba enferma desde principios de año y nunca se enteró de ese fracaso, que el postulante, herido en lo más profundo, se cuidó muy bien de confesarle. Cuando ella murió, unos días antes de Navidad, su hijo decidió irse de Linz para instalarse en la capital e intentar por segunda vez ingresar a la Academia.
Nuevo fracaso, nueva razón para detestar a esa Viena “gangrenada” por el cosmopolitismo y las primicias del arte abstracto, que prefería sobre su clasicismo pomposo teñido de romanticismo. Nutrido por la literatura antisemita que florecía en la metrópoli austríaca, el odio a los judíos avanzó a grandes pasos en el espíritu del joven. Comenzaron entonces siete años de una vida errante, en la que pasó del estatus de semidandy que gastaba sin trabajar la magra herencia de su madre al de un casi vagabundo, obligado a vender sus obras por la calle y a dormir en un refugio después de trabajar cargando maletas en la estación de Viena.
Pero en 1913, tuvo un breve golpe de suerte: recibió una parte de la herencia paterna, que le permitió instalarse en Múnich para preparar allí el concurso de la Academia de Bellas Artes. Pero no tuvo tiempo de presentarse. El 2 de agosto de 1914, Alemania entró en guerra contra Francia: Hitler, que se hacía pasar por apátrida para no servir a los Habsburgo, fue incorporado como voluntario en el 2º regimiento de infantería del ejército bávaro. El 28 de octubre, tuvo su bautismo de fuego en Ypres (Bélgica). Tres días más tarde, el regimiento, que contaba con 3600 hombres, solo tenía 600 en estado de combatir. Sano y salvo a pesar de su exposición al fuego, Hitler fue designado Gefreiter19 y luego recompensado con la Cruz de Hierro de segunda clase. Recibió la de primera clase en 1918: había sido herido en 1916 y luego se intoxicó gravemente con gas mostaza pocos días antes del armisticio. Cuando llegó la noticia, empezaba a recobrar la vista que había perdido. Ante el anuncio de la “Traición de Noviembre”, volvió a quedar ciego. Luego recuperó la visión. ¿Obtuvo definitivamente su psiquis, aquel día, el control de su logos? Quince años más tarde, le explicó a la periodista norteamericana de The New York Times: “Había dejado de ver, y de pronto, vi. Esa visión recobrada fue también mi inspiración”.
El despertar del demonio
No cabe ninguna duda de que en ese momento se produjo una metamorfosis. Para desgracia del pueblo alemán, Hitler se convirtió en Wotan. El guerrero taciturno que, entre dos combates, prefería aislarse en la campiña belga o francesa, con una libreta de croquis en el bolsillo, empezó a buscar frenéticamente el contacto y la aprobación de otras personas, a las que les ofrecía encendidos discursos nacionalistas. Mientras se encontraba en el hospital militar de Pasewalk, en Pomerania, sus arengas eran una verdadera atracción: ya subyugaba a todos los que no se asustaban por su vehemencia. Había salido de allí con una obsesión, contraria a la de la mayoría de sus camaradas, que se sentían felices por volver a casa: permanecer en el ejército.
Ese fanatismo naciente se sumaría a otro: el del cuerpo de oficiales de la antigua Deutsches Heer,20 obsesionados por el peligro de que los bolcheviques dominaran al ejército, como había sucedido durante la Revolución rusa del año anterior. Un temor reforzado por el espectáculo de la efímera República Soviética de Múnich, que pronto sería sangrientamente aplastada, pero que en ese momento convenció al capitán Karl Mayr, responsable de la inteligencia militar en Baviera y al mismo tiempo superior de Hitler, de emplearlo como informante, a cargo de las “conspiraciones antinacionales”. Su misión como “soplón” de la nueva Reichswehr era separar la paja del trigo.
Consciente de las condiciones excepcionales de su recluta para expresarse en público, Mayr fue más lejos: lo mandó a tomar clases de Economía y de Historia Política a la Universidad de Múnich. Hitler salió de allí fascinado con los cursos del profesor Gottfried Feder: en 1933, lo convirtió en uno de los economistas oficiales del Tercer Reich. Su tesis era la siguiente: la sociedad capitalista debe deshacerse de los judíos, que al “controlar la finanza mundial”, reducen a los productores nacionales a la esclavitud por medio de la usura.
Cuando oí la primera clase de Gottfried Feder en la que habló de la servidumbre generada por los intereses del capital –escribió Hitler en Mein Kampf– comprendí de inmediato que se trataba de una verdad decisiva para el futuro del pueblo alemán. La separación categórica entre el capital bursátil y la economía nacional presentaba la posibilidad de luchar contra la internacionalización de la economía alemana, sin amenazar empero las bases de una economía nacional independiente con una lucha indiferenciada contra toda forma de capital.
¿Habrá que considerar que en este encuentro se produjo el nacimiento oficial del “nacionalsocialismo”? Pangermanismo, antisemitismo, anticapitalismo globalizado: todo eso estaba vinculado ahora en la mente de Hitler. Le escribió el 16 de septiembre de 1919 a su camarada de regimiento Adolf Gemlich, que le había preguntado sobre los judíos, que estos eran la “tuberculosis de los pueblos”. Contra ellos, dijo, conviene luchar de dos maneras: con un “antisemitismo instintivo” y un “antisemitismo racional”. “El antisemitismo instintivo se expresará en última instancia por medio de los pogromos. El antisemitismo racional, en cambio, debe conducir a una lucha metódica en el plano legal y la eliminación de los privilegios del judío. Su objetivo final debe ser, sin embargo, en cualquier caso, su destierro”.
A este rechazo, le agregó una razón más: los judíos eran los predecesores del bolchevismo y les allanaban el camino al agravar la injusticia social. Solo faltaba el Führerprinzip, que pronto serviría como cimiento del Estado totalitario más completo del siglo XX. Fue proclamado menos de un año después, cuando Hitler, emancipado de la tutela del capitán Mayr, fundó su propio partido.
Un ascenso fulgurante
A fines de 1919, el oficial le había encargado, en efecto, a su informante que se infiltrara en un grupúsculo ultranacionalista que escapaba a su control: el DAP, Deutsche Arbeiterpartei, el Partido de los Trabajadores Alemanes. Su líder, Anton Drexler, tenía opiniones similares a las de Hitler, pero padecía de una evidente falta de carisma. Y, además, al no haber sido soldado, se reducía su audiencia entre ex combatientes impacientes por vengar la humillación del Tratado de Versalles. Subyugado por su asistente, Drexler le dejó las riendas del movimiento. Y en febrero de 1920, bajo la influencia de Hitler, el DAP cambió de nombre para convertirse en el NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei: Partido Nacionalsocialista de Trabajadores Alemanes). La excepcional elocuencia del austríaco hizo el resto y, en abril de 1921, este excluyó a Drexler y se convirtió en Führer (“guía”) de la nueva formación. El nazismo se identificó de inmediato con un culto absoluto a la personalidad. A partir de ese momento, centenares y pronto miles de bávaros acudieron a sus reuniones. Rápidamente, su público se extendió a la burguesía y también a los medios financieros. Entre estos, dos hombres desempeñaron un papel decisivo: el germano-norteamericano Ernst Hanfstaengl, que le entregó los fondos necesarios para imprimir su diario, el Völkischer Beobachter (El Observador del Pueblo), y lo puso en relación con los periodistas más influyentes de la prensa anglosajona, y Hermann Goering, antiguo as de la escuadrilla von Richthofen y vinculado familiarmente con varios representantes de la industria pesada.
El 8 de noviembre de 1923, Hitler se creyó lo bastante fuerte como para intentar un putsch. Solo apuntó al gobierno