El siglo de los dictadores. Olivier Guez

El siglo de los dictadores - Olivier Guez


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en escuelas, en bibliotecas y museos. Por supuesto, ese culto no tenía nada de espontáneo, pero era evidente que no habría adquirido proporciones tan grandes si hubiera sido simplemente una ficción impuesta desde arriba, si no hubiera encontrado un eco profundo e inesperado en las masas. La celebración de Lenin funcionó, seguramente, porque se enraizó de algún modo en la figura secular del “padrecito”, que había sido el zar para su pueblo apenas una generación atrás.13 Stalin, más que los otros dirigentes, comprendió la importancia de una personificación de la dictadura bolchevique, de esa supuesta “dictadura del proletariado”. Comprendió que el culto a Lenin le permitiría al Partido adquirir lo que más le faltaba: la legitimidad a través de la figura de un fundador idealizado. Extrajo todo la ventaja política que pudo erigiéndose él mismo como primer y único “continuador”, como el mejor discípulo del Maestro convertido en héroe.

      El “mejor discípulo”

      El objetivo de Stalin era monopolizar la herencia leninista ubicándose como el exégeta autorizado de su pensamiento. En abril de 1924, pronunció una serie de conferencias, editadas luego en un libro titulado Las bases del leninismo. Allí planteaba algunas ideas simples, en forma prioritaria, la necesidad de la disciplina y de la unidad del Partido, vanguardia, élite y líder de las masas. Se publicaron centenares de miles de ejemplares: el libro fue la primera –y a menudo la única– lectura “teórica” de los alrededor de 200.000 nuevos adherentes al Partido de la “promoción Lenin”. Apenas diez días después de su muerte, a propuesta de Stalin, el Comité Central había lanzado, en efecto, una gran campaña de reclutamiento de jóvenes comunistas, de preferencia obreros, para darle al Partido una base social conforme a su definición ideológica. En su mayoría, esos nuevos comunistas carecían de educación política y muchos de ellos carecían incluso de toda educación. Algunos serían formados aceleradamente en las escuelas de cuadros del Partido y se convertirían en esos personajes típicos del comunista estalinista de los años 30: los “promovidos”.

      Los nuevos reclutas eran precisamente quienes podían comprender y seguir la teoría planteada por su jefe desde fines de 1924: la “construcción del socialismo en un solo país”. Esa teoría se basaba en un pasaje de un artículo de Lenin aparecido en 1915, en el que escribió: “En razón de las circunstancias excepcionales del momento, la revolución no puede darse en varios países del mundo imperialista a la vez, sino en uno solo”. A partir de este exiguo fundamento (aunque de autoridad, por supuesto), Stalin desarrolló la idea según la cual, des­pués del fracaso del intento de insurrección comunista en 1923 en Alemania y el retroceso general de la revolución en Europa, “la victoria del socialismo en un solo país, aunque esté menos desarrollado desde el punto de vista capitalista, mientras subsiste el capitalismo en los otros países, más desarrollados desde el punto de vista capitalista, es perfectamente posible y probable”. En una palabra: pretendía convertir una derrota en victoria, haciendo de la Unión Soviética la tierra prometida del socialismo, primera etapa del camino que llevaba al comunismo. Además de darles una nueva esperanza y un objetivo concreto a todos los que dudaban de la revolución mundial, la “construcción del socialismo en un solo país” tenía la enorme ventaja de movilizar la fibra nacional, incluso nacionalista: un recurso esencial de la retórica estalinista. La Unión Soviética se erigía en patria mundial del socialismo: el significado universal de la experiencia que se desarrollaba en ese país era muy apasionante, sobre todo porque era única, ejemplar, aunque también aislada en un mundo capitalista hostil. La Unión Soviética era una fortaleza sitiada. La concepción de Stalin implicaba reanudar la marcha hacia la modernidad y el progreso, interrumpida en 1921 cuando Lenin, frente a las insurrecciones campesinas –y la revuelta de Kronstadt–, había tenido que dar marcha atrás y proclamar la “pausa” de la NEP. Esa teoría también tenía la ventaja de impugnar la argumentación del principal adversario de Stalin, Trotski. Este había reformulado, con el nombre de “revolución permanente”, la idea desarrollada por Lenin, según la cual el éxito definitivo de la revolución rusa dependía in fine del desarrollo de la revolución mundial. Criticaba a sus adversarios (a Stalin, pero también a Kámenev y Zinóviev) por su falta de energía revolucionaria. Ahora, Koba y sus partidarios podían responderle que sus quimeras internacionalistas no hacían más que reflejar su falta de confianza en las fuerzas de su país. “Solo le quedaría a nuestra revolución –fustigó Stalin– una sola perspectiva: vegetar en medio de sus propias contradicciones y pudrirse esperando la revolución mundial”. Su habilidad consistía en aplicar a veces la prudencia, contra una acción que consideraba al mismo tiempo irrealista, azarosa e inútilmente arriesgada en un momento en el que las potencias capitalistas lograban su estabilidad política y su crecimiento económico, y la determinación contra una dilación desmoralizante, con un objetivo concreto a cumplir en un marco nacional.

      En la lucha política entre los “herederos de Lenin”, la gran fuerza de la posición estalinista residía en su lograda identificación con la “línea general” del Partido que, en su gran simplicidad y su extremo esquematismo, se hacía accesible a una gran mayoría de militantes poco instruidos y poco formados políticamente. Stalin logró reducir el debate político a la lucha entre una “línea general” encarnada, en el centro, por él mismo, y “desviaciones”, de “izquierda” (Trotski) o de “derecha” (Bujarin, Rýkov), que amenazaban la unidad sagrada del Partido. El análisis de las reuniones de célula revelan claramente que entre los militantes de base existía una profunda ignorancia de las tesis rivales de los diferentes ideólogos. Los grandes debates políticos de los círculos dirigentes llegaban a las bases deformados, desmedidamente simplificados y doblemente orientados por los cursos de formación política y por la tutela de los “instructores”, enviados por el Departamento de Organización y Distribución del Comité Central (Orgraspred). En definitiva, el debate entre Stalin y Trotski se reducía a la idea de que el primero quería construir el socialismo en la Unión Soviética, mientras que el segundo lo rechazaba. Cuando se le pidió al secretario de una célula, en 1929, que definiera las características de la “posición derechista” de Bujarin (ese eminente dirigente bolchevique que se oponía con mucha firmeza a la colectivización forzada del campo), ofreció esta respuesta, admirable en su ignorancia y su ingenuidad: “El desviacionismo de derecha es una desviación hacia la derecha, el desviacionismo de izquierda (Trotski) es una desvia­ción hacia la izquierda, pero el Partido, con Stalin a la cabeza, traza su camino entre los dos”. La fuerza de la posición estalinista residía en su identificación con la línea “centrista” y, por lo tanto, justa, del Comité Central y, como ya lo señalé, en su extremo esquematismo, que la hacía accesible a una mayoría de militantes fácilmente influenciables. El debate político se limitaba a una lucha entre una “línea general” encarnada por Stalin y “desviaciones” mortíferas. A los militantes se les recordaba permanentemente la amenaza del asedio capitalista y, en consecuencia, el peligro que entrañaba todo conflicto en los círculos dirigentes del Partido para la existencia misma de la Unión Soviética. La “discusión” era siempre considerada como “impuesta”, “forzada” por una oposición, una desviación. En ese contexto, analizar una cuestión política era en principio ratificar la denuncia a un “opositor” (y muy pronto, en los años 30, a un “enemigo”). Cuando había un debate, debía ser cuidadosamente prepa­rado, orientado, encuadrado. Toda nueva orientación, todo cambio de la “línea del Partido” eran explicados y comentados por “instructores” y “propagandistas”, que indicaban la “elección correcta”.

      Como puede verse, dos últimos elementos jugaban aquí en favor de Stalin: la evolución de la composición del Partido y el dominio de los mecanismos y de las estructuras de control y de autoridad en su interior. Entre 1924 y 1929 –cinco años decisivos para el ascenso de Stalin–, la composición sociológica de los comunistas cambió considerablemente. Diez años después de la Revolución de Octubre, el Partido contaba con aproximadamente 1.300.000 miembros. El número de los bolcheviques de origen, en general provenientes de la intelligentsia “desclasada” o de la pequeña y mediana burguesía, había disminuido notablemente (sobre todo por causa de la hecatombe de la guerra civil) –no eran más de 8000 en 1927–, y se produjo un fenómeno de “plebeyización”, que no significó, empero, una verdadera proletarización. A pesar de las campañas


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