El siglo de los dictadores. Olivier Guez

El siglo de los dictadores - Olivier Guez


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una especie de símbolo del Partido, su encarnación. La gente humilde, los obreros y el pueblo creen en él. Es nuestra culpa, seguramente. Y por eso todos entramos en sus fauces muy abiertas, sabiendo perfectamente que nos devorará a todos. Él lo sabe perfectamente y espera el momento propicio para devorarnos a todos”.

      El funcionamiento de la dictadura estalinista:

       una lógica de clan

      El perfeccionamiento de la dictadura personal de Stalin pasó por la eliminación de una gran parte de las élites políticas, económicas y militares provenientes de la primera generación bolchevique, la des­trucción de todos los vínculos políticos, personales, profesionales o administrativos generadores de solidaridades, que no se hubieran ori­ginado en una adhesión incondicional a su política y por la promoción de una nueva generación de dirigentes, que le debían su carrera y le eran absolutamente fieles. Ese proceso se desarrolló, en lo esencial, en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y muy especialmente en 1936-1938, años del Gran Terror. La renovación de los cuadros fue espectacular: varias decenas de miles de responsables políticos, económicos y militares fueron detenidos y ejecutados. Al comienzo de 1939, 293 de los 333 secretarios regionales del Partido y 26.000 de los 33.000 altos funcionarios de la nomenklatura ocupaban sus puestos desde hacía menos de un año. Sin embargo, la eliminación y el reemplazo del 80% de los cuadros y dirigentes comunistas solo representaban uno de los aspectos de ese episodio, el más sangriento del estalinismo. Como lo mostraron los archivos recientemente desclasificados, el Guía, respaldado por Nikolái Yezhov, el comisario del pueblo del Interior, no solo fue quien ordenó los tres grandes procesos de Moscú contra los más importantes dirigentes bolcheviques que se habían opuesto a él en el pasado (Zinóviev, Kámenev, Bujarin, Rykov), sino que planificó los doce “operativos represivos secretos de masa” destinados a “eliminar para siempre a todos los elementos socialmente dañinos que socavan los cimientos del Estado Soviético” (Directiva de la orden Nº 00447 del 30 de julio de 1937).

      En dieciséis meses (agosto 1937-noviembre 1938), más de un millón y medio de ciudadanos soviéticos fueron arrestados y condenados (más de la mitad, 800.000 personas, a la pena de muerte) por una jurisdicción de excepción, en el marco de esos “operativos de masa” programados sobre una base de cuotas regionales que indicaban la cantidad de individuos que se debía “hacer pasar a la 1ra categoría” (pena de muerte) o a la 2da categoría” (diez años de campo de concentración).

      El vencedor de Stalingrado, el hombre fuerte de Yalta

      El recuerdo de este crimen masivo, que se guardó en secreto, fue totalmente eclipsado –tanto en el interior como en el exterior del país– por el papel fundamental desempeñado por la Unión Soviética en la derrota del nazismo. Sin duda, Stalingrado borró el Gran Terror, pero también el pacto germano-soviético del 23 agosto de 1939, que les permitió a dos dictadores, Hitler y Stalin, repartirse una parte de Europa oriental, y a la Unión Soviética recuperar grosso modo las fronteras occidentales del Imperio ruso. Desde el final de los años 30, Stalin alentó e instrumentalizó al nacionalismo gran-ruso, recubriendo con la expresión “patriotismo soviético” un chauvinismo étnico ruso: una política por lo menos inesperada de parte de un dictador proveniente de una minoría nacional, pero que le permitía asegurarse el apoyo del pueblo más importante de la Unión, para combatir los fermentos de desmembramiento que representaban las nacionalidades del nuevo imperio soviético en expansión. Aunque le permitió –temporariamente– a Stalin anexar territorios poblados por 23 millones de habitantes, el pacto germano-soviético no salvó a la Unión Soviética de la agresión hitleriana. El dictador tuvo una responsabilidad decisiva en los desastres militares de 1941-1942. Esa responsabilidad se sitúa en tres niveles: un error general de apreciación de la amenaza nazi en junio de 1941, una política de equipamiento del ejército demasiado tardía e incompleta, a pesar de los innegables progresos realizados durante los años 30, y una profunda desorganización del mando del Ejército Rojo tras la serie de purgas de 1937-1938. Los soviéticos ganaron la guerra no tanto gracias a Stalin, sino más bien a pesar de los errores estratégicos y tácticos que cometió, y a costa de pérdidas (más de 20 millones de muertos) debidas, en primer lugar, a la barbarie nazi, pero también al poco valor que le otorgaba el régimen estalinista a la vida humana. Exacerbado por las atrocidades cometidas por el invasor, el sentimiento patriótico reforzó el consenso social, que fue el arma principal de la supervivencia de la Unión Soviética. Muy hábilmente, gracias a su notable sentido político, Stalin logró identificar a su persona con la causa sagrada, la de la Patria. Los soldados iban al combate cantando: “V boi za rodinu, v boi za Stalina!” (“¡Luchemos por la Patria! ¡Luchemos por Stalin!”). El culto a Stalin, identificado con la Rusia sufriente, combatiente y finalmente victoriosa, se propagó por intermedio de los soldados hasta el campo, donde el odio al sistema koljosiano se había mantenido muy vivo. La guerra y la victoria modificaron profundamente la relación entre Stalin y la sociedad soviética, pero también su aura. La Conferencia de Yalta (4-11 de febrero de 1945) marcó el apogeo del papel internacional del dictador soviético. Jugando hábilmente con las divergencias entre británicos y norteamericanos, y con la confianza que le tenía Roosevelt, explotó su ventaja y obtuvo satisfacción sobre puntos fundamentales que garantizaban el lugar preeminente que ocupaba la Unión Soviética: tres representantes (Rusia, Ucrania, Bielorrusia) en la conferencia constitutiva de la ONU, la confirmación de las fronteras occidentales y orientales de Polonia según los deseos de la Unión Soviética y la legitimación del Comité de Lublin (prosoviético), como núcleo del futuro gobierno polaco, sin olvidar la satisfacción de las demandas de reparaciones formuladas por los soviéticos a Alemania.

      El “Padre de los pueblos”

      En los años de posguerra, Stalin, en la cúspide de su prestigio, acumuló las funciones de secretario general del Partido, presidente del Consejo de Ministros, mariscal, generalísimo y comandante en jefe de las fuerzas armadas. Durante esos años llegó a su apogeo el “culto a la personalidad”, especialmente en ocasión de su 70º cumpleaños, en diciembre de 1949. A pesar de las innumerables manifestaciones de idolatría y los conciertos de elogios a la gloria del “Padre de los pueblos”, el dictador se retraía cada vez más en un aislamiento receloso, eludía ceremonias y recepciones, solo conocía de la vida del país las imágenes embellecidas de los informes oficiales. Sus últimos años en el poder estuvieron marcados por un fuerte endurecimiento ideológico, después de la relativa liberalización y del relajamiento de los controles sobre la sociedad durante la guerra. A partir de 1946, se desarrolló una vasta ofensiva contra toda creación intelectual o artística que denotara presuntas influencias extranjeras, contra el “individualismo pequeñoburgués”, el “formalismo” y el “cosmopolitismo”. Muy pronto, la condena al “cosmopolitismo” tomó un giro cada vez más abiertamente antisemita: miles de judíos fueron arrestados o echados de su trabajo, sobre todo los que se desempeñaban en los medios de prensa, en la universidad o en la medicina. Aunque uno de los más


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