El siglo de los dictadores. Olivier Guez
la fuerza de su poder. El jefe del fascismo necesitaba una sede que estuviera al nivel del palacio real del Quirinal. Optó por el Palacio Venezia, una construcción maciza y austera de la Edad Media, ubicada en pleno centro de Roma. Para su oficina, eligió la inmensa sala del Mappamondo, cuyas gigantescas dimensiones le conferían una solemnidad fría que impresionaba a todos los visitantes. Había allí, además, un balcón que podía usar para pronunciar sus discursos, con sus gestos teatrales, jugando con su voz, sus brazos y sus ojos hipnóticos, subyugando a una multitud que deliraba en la plaza Venezia. Sin embargo, aunque había mandado a acondicionar habitaciones privadas en el tercer piso, prefirió instalar a su esposa Rachele y a sus hijos en una villa de las afueras de Roma, la villa Torlonia. Disponía también de una residencia de campo, en Rocca delle Caminate, cerca de Predappio, su aldea natal. Estos diversos lugares le permitían mantenerse lejos de las miradas: una tendencia que se fue acentuando con los años y lo aisló cada vez más del país real.
Su concepción del poder le impedía aceptar la menor rivalidad. Aunque los jerarcas más poderosos recibieron carteras ministeriales, a menudo las perdían por alguna reestructuración, y pasaban a ocupar un puesto honorífico, pero desprovisto de poder real. El Duce se encargaba la mayor parte del tiempo del ministerio en cuestión, acumulando cargos y apoyándose en fieles subsecretarios de Estado. En 1936, en un reflejo de nepotismo, llegó a encargarle las relaciones exteriores a su yerno Galeazzo Ciano. La situación era la misma en la cumbre del PNF, donde solo ubicaba, salvo excepciones, a fieles ejecutantes o figuras sin relieve. Sin embargo, nunca se produjeron purgas sangrientas, ni eliminaciones brutales de potenciales rivales, como las que practicaron con crueldad Stalin o Hitler. Algunos pudieron seguir criticándolo fuertemente, como lo hizo con constancia Roberto Farinacci, en sus artículos incendiarios aparecidos en su diario Regime fascista. Salvo excepciones, el carisma mussoliniano se siguió ejerciendo con el poder de un sortilegio sobre los jefes y los cuadros del fascismo, sobre las masas y los individuos.
Hay también otro elemento a tomar en cuenta: la presencia del rey por encima del Duce, que jamás fue jefe de Estado. Por otra parte, a Víctor Manuel III le gustaba recordárselo, llamándolo presidente y nunca Duce. Todas las semanas, como todo buen primer ministro de un régimen parlamentario, el líder fascista iba al palacio del Quirinal para su entrevista semanal con el rey, de la que nunca trascendía nada. Hasta 1939, la ceremonia del discurso del trono fue escrupulosamente respetada. Los dos hombres establecieron una relación cordial, construida sobre el modus vivendi de 1922. La Corona era, sin duda, un contrapoder muy débil, pero tenía el mérito de existir, por lo menos mientras viviera el viejo soberano, ya que el republicano Mussolini tenía toda la intención de abolir la monarquía a la muerte del rey.
El dictador era un trabajador incansable: estudiaba minuciosamente los expedientes, se interesaba por los números, leía con una atención al mismo tiempo política y malsana las fichas que le entregaba la policía política, la OVRA,7 sobre las personalidades del reino o el estado de la opinión pública. Él alentaba esa reputación, dejando encendida la luz de su oficina de noche, para que los romanos noctámbulos vieran que el Duce trabajaba hasta altas horas por su felicidad… Orgulloso de su corpulencia y de la impresión de fuerza que daba, a pesar de su estatura mediana, consciente de su poder carismático, que emanaba de su mirada penetrante, alimentaba con cuidado esa imagen de vitalidad, como si ella pudiera irrigar a su vez el cuerpo de toda la sociedad italiana. Paul-Otto Schmidt, el intérprete de Hitler, recordaba a un hombre de un “cuerpo siempre muy erguido, que se balanceaba un poco cuando hablaba y evocaba con su cabeza de César la idea de un romano antiguo, de frente poderosa y un mentón enérgico, anguloso”. Como quería ser un atleta, incursionaba en todos los deportes y le gustaba sacarse fotografías en traje de baño en las playas del Adriático, en el campo con una horquilla en la mano o caminando con un paso cadencioso junto a sus hombres. Pero detrás de esa figura se escondía un hombre bastante frágil, víctima frecuente del estrés y de retortijones de estómago, psicológicamente angustiado y de una sexualidad desenfrenada.
¿El fascismo fue un mussolinismo?
¿El movimiento se reducía a su jefe, se parecía a un feudalismo? En lo que concierne a sus comienzos, como vimos, la respuesta es claramente negativa, si vemos cómo los ras defendían con uñas y dientes su autonomía. Mussolini estableció su autoridad sobre el fascismo en forma progresiva. El culto a la personalidad que instituyó en su beneficio hizo que su figura fuera omnipresente: pinturas, esculturas, fotografías, eslóganes y discursos inundaban el espacio público y entraban al hogar de cada italiano. La concentración de los poderes del Estado y del PNF en sus manos era el núcleo de la toma de decisiones. Al marginar a sus rivales, ninguna cabeza sobrepasaba la suya. En ese contexto, el cuerpo de Mussolini y el fascismo terminaron por fusionarse. Esta realidad incontestable planteaba la cuestión más tabú del régimen: la de la sucesión. A partir de 1936, su yerno Ciano, que era bien visto en la Corte y estaba cerca de los medios conservadores anglófilos, aparecía como su delfín, aunque el dictador no había dicho ni una palabra en ese sentido y los otros grandes jerarcas tampoco se habían pronunciado sobre ese asunto que les interesaba sobremanera.
Sin embargo, existió un mussolinismo, curioso sincretismo de ideología sin contacto con la realidad y de pragmatismo político lindante con el cinismo. Es cierto que el Duce nunca se sintió demasiado cómodo con las cuestiones de doctrina: eso favoreció su trayectoria sinuosa y le permitió adaptarse a las circunstancias con una facilidad desconcertante, como lo mostró en 1922 su posicionamiento en una línea de equilibrio entre las diferentes facciones de su movimiento en realidad muy heterogéneo. De hecho, siempre existió una oposición interna muy fuerte en las corrientes más izquierdistas del PNF, que alegaba una traición de los ideales de San Sepolcro,8 erigidos al rango de mitos. Esta ala radical le disputaba incesantemente la madera de la Vera Cruz, lo impulsaba a poner fin a los equívocos y a los compromisos, y a destruir por fin el antiguo mundo burgués. Sin embargo, esta sorda ira nunca se tradujo en una rebelión abierta, prohibida por la naturaleza misma del régimen. La revolución solo podía provenir de él. Ni siquiera Farinacci, con sus posturas de antipapa que lo exasperaban, cruzó nunca el Rubicón.
El Duce sabía manejar con su proverbial habilidad a esos guardias negros de la revolución, halagarlos cuando los necesitaba y sujetarlos cuando iban demasiado lejos. Hay que señalar, sin embargo, que el régimen mostró un aumento de su impronta totalitaria, que demostraba los propósitos antropológicos del dictador. Pero él conocía también el peso y la influencia de los tres contrapoderes que paradójicamente lo apoyaban: la Iglesia, la Corona y los grandes industriales. Un paso en falso y todo podía desmoronarse.
¿Fue admirado por los italianos? Sin ninguna duda. ¿Fue amado? Seguro. “Contemplar ese rostro –escribió una joven de Padua que fue a escucharlo en 1938– es sentirse dispuesto a todo, a todo sacrificio, a todo combate”. Fue en realidad esta convergencia permanente hacia su persona lo que le dio al fascismo las características de un cesarismo totalitario, como lo definió el historiador italiano Emilio Gentile. La fuerza del sistema se basaba en las cualidades políticas de su líder. Pero esto fue también su debilidad, porque cuando arrestaron al Duce el 25 de julio de 1943, cuando desapareció el que era al mismo tiempo el capitán y el timón, la nave se hundió en un día.
El giro fatal
Los años 30 constituyeron una etapa crucial de la radicalización mussoliniana. Al comienzo de la década, la temática antiburguesa y guerrera adquirió un nuevo rigor. Hasta ese momento, el Duce había llevado adelante una política exterior bastante parecida a la de las democracias occidentales, por hostilidad hacia el revanchismo alemán, pero en octubre de 1935 desafió a Europa al lanzarse a la conquista de Etiopía, que terminó en mayo de 1936, al precio de una guerra brutal más difícil de lo previsto. La población italiana lo apoyó con tanta fuerza, que el historiador Renzo de Felice habla de un verdadero consenso. Nunca fue más popular el dictador que en esa época. Pero, aislado en la escena internacional, acudió a la Alemania nacionalsocialista, que solo esperaba eso para formar el Eje Roma-Berlín (octubre de 1936). Fue el primer vals con el diablo. El segundo llegó muy pronto, con el compromiso conjunto en la guerra de España para ayudar a Franco, que desconfiaba