¿Somos todos peronistas?. Sergio Berensztein
En este capítulo analizaremos algo bastante singular en los regímenes democráticos: el mero hecho de votar, de concurrir a las urnas, produce un efecto muy particular en los ciudadanos que es renovar la esperanza y construir legitimidad de origen.
Al reproducirse el momento crítico de la democracia, que es la selección del liderazgo mediante el voto popular, crece en los representados la sensación de que sus demandas van a ser escuchadas. Esta idea constituye un principio básico y se sostiene en la confianza de que aquellos a los que se les delegan los recursos van a entender más claramente cuáles son las prioridades y van a utilizar sus capacidades, instrumentos e ideas para responder a ellas.
En general, todo eso no sucede. Sin embargo, a pesar de la experiencia empírica, la democracia conserva esa magia, ese efecto casi único, de mantener la ilusión. Y así, sin importar cuántas veces uno se haya decepcionado, espera concurrir nuevamente a las urnas con la esperanza de que en esta ocasión será escuchado.
Las elecciones de este 2019 ofrecen de nuevo esa oportunidad: que la democracia salga al rescate de la Argentina. Y de esta forma, mediante el voto popular, ungir a un nuevo gobierno con plena legitimidad.
Aquí es necesario referirse a dos conceptos: la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio. La primera es la condición a la que acceden ciertas personas por el solo hecho de haber sido elegidas de acuerdo con un conjunto de reglas. Se llega a través del proceso electoral por el cual el pueblo, que es el soberano, elige a sus representantes y les delega su poder. Ese poder es intangible y le otorga al representante un stock de capital político que se expresa en la confianza y la influencia que el gobernante ostentará durante su mandato.
Para algunos, este capital es estático. Es decir, no merma, ni aumenta a lo largo de la gestión. En cambio, hay quienes lo consideran dinámico, es decir, que puede reproducirse o perderse según el contexto y de acuerdo con cómo sea invertido. Lo que determinará esa variación es la capacidad de los representantes para satisfacer, al menos parcialmente, las demandas de la sociedad.
Cuando esto ocurre, es decir, cuando un gobierno utiliza su capital político y los recursos públicos para responder a las exigencias de la ciudadanía, se da lugar a otro intangible: la legitimidad de ejercicio. Es otra fuerza vital e invisible de la democracia que tiene el efecto de regenerar el capital surgido del voto popular.
Existen, de todas formas, regímenes con legitimidad de ejercicio, pero que carecen de legitimidad de origen. Esto sucede cuando el mandato no es delegado por el resultado de una elección. Sin embargo, la legitimidad de ejercicio, que surge de la capacidad de dar respuestas a los reclamos de la ciudadanía, les permite mantenerse en el poder.
En un país como la Argentina, que arrastra una larga historia de inestabilidad, esta facultad del sistema democrático para generar esperanza y reproducir la sensación de que las demandas serán escuchadas es fundamental.
Pasadas más de tres décadas desde el retorno a la democracia, muchos han sido los logros; por ejemplo, la estabilidad institucional, el establecimiento de los derechos humanos como principio fundamental del orden democrático, la superación de conflictos limítrofes en el marco de la integración regional y la implementación de nuevos programas sociales focalizados en aliviar la extrema pobreza. Sin embargo, las asignaturas pendientes son enormes, pues la política es casi siempre parte del problema y casi nunca parte de la solución.
En efecto, hemos acumulado fracasos muy significativos, materializados en síntomas de problemas profundos y estructurales del sistema político local: dos hiperinflaciones, un megadefault, expropiaciones masivas y controversiales, fragmentación del sistema político, fuerte polarización social, un nivel de desigualdad incompatible con una sociedad moderna y democrática, y una insólita pasividad ante el avance de la amenaza de gobernabilidad más grave que enfrenta la Argentina en muchísimo tiempo: el fenómeno del narcotráfico.
A pesar de este balance negativo, de ninguna forma el país está condenado a la decadencia, aunque su éxito requerirá múltiples esfuerzos. Los destinos de los pueblos no están predeterminados, sino que son consecuencia de decisiones estratégicas tomadas en el contexto de coyunturas críticas.
Hasta ahora ningún gobierno ha logrado sacar al país de su largo declive, pero quizá por el pasado doloroso de los regímenes de facto, así como por la ausencia de actores autoritarios, la democracia sigue representando ese único camino de salvación. Aquel que genera, a través del voto popular, una nueva ola de esperanza.
En este capítulo vamos a trabajar cuatro puntos que nos permitirán entender el modo en que el sistema democrático se estructura para conservar esa capacidad de renovar periódicamente esta ilusión. El primero intentará responder para qué sirven las elecciones; en segundo lugar, analizaremos las condiciones necesarias para construir legitimidad de origen y de qué modo puede transformarse en legitimidad de ejercicio; luego, profundizaremos el concepto de capital político y la importancia de los acuerdos para la gobernabilidad; finalmente, veremos cómo opera la esperanza de la ciudadanía dentro del proceso democrático.
Las elecciones sirven para construir y distribuir poder
Los procesos electorales sirven para elegir autoridades dentro de un sistema democrático. Sin embargo, esa no es su única función. Mediante el voto popular la sociedad también tiene la posibilidad de expresar sus matices. De esta forma, se plasman las diferencias que la ciudadanía personifica en los distintos actores políticos.
Esto es así porque no existen sociedades con unidad absoluta de criterios. La política implica siempre arbitrar intereses contrapuestos. Esto se expresa más y mejor en los sistemas democráticos, mientras que en las dictaduras las disidencias suelen reprimirse al imperar los criterios y premisas de una clase, facción o actor predominante que no permiten a los demás actores expresar sus preferencias de manera orgánica y libre.
A través de las elecciones, entonces, no solo se construye la autoridad, sino que también se distribuye el poder en consonancia con esas diferencias. Así es como, por medio del voto popular, se decide quién gobierna, quién controla al que gobierna y, sobre todo, cuántos serán los que controlen.
En las urnas, la sociedad informa a la clase política sobre el peso relativo de la confianza que le otorga a cada una de las partes que participan en la contienda. Es un mensaje que no es consciente, pero es un mapa de preferencias, un balance de poder, que debe ser leído con mucha atención por quienes gobiernan y también por quienes votan. La noche de la elección da como resultado una postal acerca de cómo somos los argentinos, que si bien no es una imagen exhaustiva, permite al menos conocer cómo nos expresamos frente a determinada oferta electoral. Allí quedan plasmadas las principales demandas de los votantes.
Que una persona resulte ganadora, sin embargo, no implica que los votantes estén plenamente de acuerdo con sus propuestas. Muchas veces sucede que la oferta de candidatos no alcanza a satisfacer las demandas de la ciudadanía y cuando esto ocurre se dice que los votantes eligen “el mal menor”. Este escenario incluso está contemplado en la estrategia electoral de los postulantes. Por esta razón, es importante que tanto ganadores como perdedores realicen una lectura correcta del mensaje que están dando los votantes en las urnas, dado que allí se concentra una cantidad muy distinta de motivaciones y la interpretación de ese voto deberá ser cuidadosa para respetar al ciudadano en su decisión, que es efectivamente soberana. Una lectura errónea puede derivar en problemas importantes y en fallas a la hora de distribuir el poder.
En la Argentina ha ocurrido muchas veces que quienes resultaron ganadores de una elección minimizaron el peso relativo de ese mensaje y asumieron su mandato con la vocación de ejercer el poder de manera unilateral, como si se tratara de un nombramiento divino. Esto se debe a que la Constitución argentina otorga a nuestra institución presidencial una enorme cantidad de poder y recursos. El Poder Ejecutivo es el epicentro de la política argentina y tiene además de iniciativa parlamentaria, el poder de veto, por ejemplo.
Pero la propia naturaleza del poder hiperpresidencial puede poner en riesgo la gobernabilidad al concentrar demasiadas facultades en