¿Somos todos peronistas?. Sergio Berensztein

¿Somos todos peronistas? - Sergio Berensztein


Скачать книгу
no legítimos en su origen se vean expuestos a crisis de gobernabilidad, pero los que fueron elegidos por el voto popular también están sujetos al mismo riesgo. La historia argentina está repleta de casos de mandatarios que entran en dinámicas autodestructivas, que terminan erosionando su capacidad de acción y afectando su legitimidad de ejercicio.

      Abundan los ejemplos de gobiernos débiles en nuestra historia, como los de Arturo Frondizi y Arturo Illia, cuya llegada al poder estuvo determinada principalmente por el hecho de que el peronismo se encontraba proscripto, más que por sus atributos como candidatos, lo que derivó en presidencias que carecieron tanto de legitimidad de origen, como de legitimidad de ejercicio.

      Frondizi llegó a la presidencia en mayo de 1958 tras los comicios convocados por el mandatario de facto Pedro Eugenio Aramburu. Su triunfo fue posible gracias a un pacto secreto con el exiliado líder del Partido Justicialista que, a pesar de estar proscripto, conservaba un gran poder electoral. Presionado por los militares y con un contexto internacional volátil, su mandato estuvo signado por la inestabilidad política. Fue derrocado por un nuevo golpe cívico-militar en marzo de 1962.

      Una suerte similar corrió Arturo Illia, que fue elegido presidente un año después, en 1963, en elecciones organizadas por el gobierno de facto de José María Guido, que mantenía la prohibición sobre el peronismo y a Frondizi detenido en la isla Martín García. Como resultado, el voto en blanco alcanzó el 19% en esa oportunidad. Tres años después, en junio de 1966, otro golpe de Estado lo sacó del poder.

      El gobierno de Fernando de la Rúa, por su parte, es el ejemplo de una gestión que llegó al poder con legitimidad de origen, pero no logró legitimarse en su ejercicio. Tras ganar las elecciones de 1999, la Alianza conformada por la UCR y el FrePaSo (Frente País Solidario) comenzó a mostrar las primeras señales de descalabro durante el primer año de mandato con la renuncia de su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez. Ese hecho sumergió al gobierno en una crisis política que, sumada a la crisis económica, erosionó su poder y derivó en la renuncia de De la Rúa y posterior escape en helicóptero en diciembre de 2001, en medio de huelgas, saqueos y un clima de inestabilidad generalizado.

      El caso de Néstor Kirchner, en tanto, sirve para graficar lo contrario. Si bien su legitimidad de ejercicio fue ganando efectivamente peso específico, comenzó con una legitimidad de origen débil, ya que perdió en primera vuelta con el 22% de los votos en las elecciones de 2003, y llegó a la presidencia sin poder competir en el balotaje, al bajarse Carlos Menem.

      Tuvimos, también, gobiernos que llegaron fuertes, pero que se debilitaron gradualmente, como el de Raúl Alfonsín, que tuvo mucho poder al comienzo de la transición democrática, pero que, a raíz de los problemas económicos, las sublevaciones militares y los trece paros generales de la CGT, terminó con hiperinflación, situación que lo empujó, como a De la Rúa, a su retiro anticipado.

      “No pude, no supe, no quise”, es quizá la frase que más sigue impactando de todas las que pronunció Alfonsín, porque expresa con sencillez la frustración de alguien que estaba convencido de que con la democracia bastaba para resolver los principales problemas de la sociedad. Su compleja y turbulenta presidencia, que dio fin a más de cinco décadas de oscilaciones entre gobiernos democráticos y militares, nos enseñó que, además de contar con legitimidad de origen, es igual de importante –o más– tener legitimidad de ejercicio.

      Nos demostró que el mero hecho de votar no produce automáticamente el capital político necesario para brindar los bienes públicos esenciales –educación, salud, justicia, seguridad, infraestructura básica y cuidado del medio ambiente–, sino que gobernar implica, en la práctica, una enorme capacidad por parte del Estado, tanto nacional como provincial e incluso municipal, para gestionar y crear los acuerdos necesarios para dar respuestas reales a las demandas de la ciudadanía.

      Capital político, balance de poder, acuerdos y gobernabilidad

      La democracia permite darles poder a los gobernantes a través del voto. No es ni más ni menos que el capital político que viene de la mano de la legitimidad que otorgan las elecciones. Está representado, por un lado, a través de la masa de recursos que son delegados al ganador de la contienda para que pueda gobernar e intentar responder a las demandas de la sociedad. Pero también ese stock de capital político dependerá de la capacidad de los representantes para hacer política, es decir, para construir acuerdos y alianzas con el objetivo de garantizar la gobernabilidad. El desafío es invertirlo con inteligencia.

      Si eso no sucede, los gobiernos corren el riesgo de reducir su poder o, incluso, desperdiciarlo. ¿Por qué hay presidentes que llegan débiles, sin aire, a la mitad de sus mandatos? Porque no logran generar los acuerdos que les permitan trabajar para satisfacer las demandas de la sociedad. Cuando esto ocurre, las elecciones de mitad de término funcionan como termómetro. Cuando la ciudadanía le quita su voto al oficialismo de turno, es probable que surjan problemas de gobernabilidad.

      En cambio, si ese stock de capital político se invierte con inteligencia y se hace buena política, no solo se mantendrá en el tiempo, sino que también podrá incrementarse. Esto ocurrirá en función de los resultados obtenidos en la gestión, pero también dependerá de los acuerdos, coaliciones o mecanismos de cooperación con actores domésticos o internacionales que se generen en pos de garantizar la gobernabilidad.

      Esto, a su vez, requerirá una organización racional del aparato del Estado, con recursos humanos, tecnología de la información e infraestructura adecuada.

      De esto último carecía la Argentina cuando gobernó Alfonsín y, lo que es aún muchísimo peor, llegamos hasta nuestros días sin haber construido ese requisito básico para lograr un mínimo umbral de gobernabilidad democrática. Por eso en la Argentina fracasan todos los gobiernos. Peor aún, muchos creen que con un salvador (un “Riquelme” o un “Cavallo”), las cosas se podrían arreglar casi mágicamente. O suponen que hacen falta más aguante, sacrificios personales, sufrir una larga travesía en el desierto para alguna vez, no se sabe bien por qué, estar mejor. De lo que se trata es de hacer Política con mayúsculas. De pensar y actuar estratégicamente. De armar en serio –en vez de declamar– equipos profesionales, plurales y competentes de política y de gestión.

      En la Argentina fracasan todos los gobiernos en parte porque los presidentes, al margen de su identificación partidaria o inclinación ideológica, creen casi siempre que no tienen que compartir el poder con nadie, que tienen que “cargarse el país al hombro” y terminan aislados y debilitados, imaginando conspiraciones –que a veces existen– y mascullando bronca y frustración.

      Es habitual la referencia a la necesidad de tener políticas de Estado, acuerdos de gobernabilidad, comunes denominadores que permitan evitar los clásicos movimientos pendulares que nos caracterizan como sociedad. Pero por diferentes motivos seguimos postergando ese debate: nunca es “el momento apropiado”, no hay “con quién pactar”, “todo el mundo pide, pero no está dispuesto a ceder nada”.

      Sin embargo, no está claro qué se debe pactar, ni quiénes deben estar involucrados. Para no ir hacia un nuevo fracaso, es imprescindible que comprendamos qué es un pacto, sus alcances y beneficios.

      Desde el Pacto Roca-Runciman hasta el Pacto de Olivos, pasando por el memorándum de entendimiento con Irán, el término “pacto” es, para los argentinos, sinónimo de contubernio, una suerte de mala palabra.

      Esta peculiar concepción contradice la moderna teoría democrática y hasta la aplicación de modelos matemáticos a los estudios estratégicos. En particular, desde comienzos de la década de 1960, proliferaron una enorme cantidad de investigaciones que demostraron que los acuerdos entre elites para solucionar conflictos políticos, económicos, sociales y culturales pueden ser exitosos, sustentables en el tiempo y hasta capaces de modificar conductas confrontativas.

      La clave de estos acuerdos es el horizonte temporal de los actores involucrados. Pactar significa ceder algo de forma inmediata para obtener un beneficio mucho mayor a mediano y largo plazo. La gran duda consiste en si las reglas del juego, que son la base de cualquier acuerdo, habrán de mantenerse. Por lo general,


Скачать книгу