La Princesa del Palacio de Hierro. [Gustavo Sainz

La Princesa del Palacio de Hierro - [Gustavo Sainz


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imitar, recrear el efecto producido por un personaje hablando frente a una grabadora. Es decir, como el uso y abuso de la grabadora han convertido en una realidad más las transcripciones de esta índole, a la literatura corresponde ahora imitar, retrabajar esa realidad y mantenerse así a la vanguardia del ingenio narrativo. El fenómeno equivalente en pintura es quizá más claro: la fotografía mata al arte naturalista, pero de inmediato un nuevo arte “naturalista” surge para recrear —para superar— los hallazgos fotográficos.

      Toma de distancia

      Como gran remedo de una grabadora transmitiendo lo que un personaje habla, está planteado el largo monólogo de La princesa del Palacio de Hierro. Las frecuentes muletillas características de cualquier conversación, los comentarios laterales, los tropezones, las bifurcaciones y extravíos que llevan a abandonar un tema, seguir largamente con otro y retomar al fin el inicial… hacen sentir el contacto con una transcripción magnetofónica, pero siempre sobre la base de que se trata de una invención literaria. Basta con analizar detenidamente la sintaxis y la variedad de enfoques secundarios que adopta el relato para confirmar que Sainz no ha realizado un trabajo antropológico similar al de Lewis, sino que remeda a este género con una necesaria dosis de ironía.

      Desde el punto de vista formal, tal ironía estilística es condimento importante de la novela, porque contribuye a establecer el distanciamiento entre el novelista y su personaje-narrador. Como a cualquiera que escribe una novela “en monólogo”, a Sainz le importa sobremanera separarse del ser que habla en primera persona, para impedir toda sospecha de identificación mental e ideológica y comunicar el mundo de su protagonista con absoluta objetividad.

      En su expresión más inmediata, la toma de distancia del novelista está dada en la antítesis sexual. Aunque no es un hecho insólito en la narrativa, sí es contrario a la costumbre y a los impulsos psicológicos primarios que un escritor varón haga monologar a lo largo de toda una novela a un personaje femenino. Esto, desde luego, no representa por sí solo una evidencia del distanciamiento —ni un deseo manifiesto del escritor de que así se deduzca—, pero Sainz agrega otras pruebas que no por eventuales dejan de tener importancia en ese intento separador. Una de ellas es la división en capítulos de la obra, que delata la presencia de un novelista armando y titulando los gajos de un monólogo ajeno, y otra es la inclusión de párrafos literarios de Oliverio Girondo que operan como comentarios o epílogos de cada capítulo y que forzosamente tuvieron que ser seleccionados por un organizador capaz de observar desde fuera a su protagonista mujer y, en consecuencia, desligado de ella.

      La prueba definitiva del distanciamiento, sin embargo, es ajena a estos recursos laterales y no se descubre mediante un rastreo simplista. Para encontrarla hay que analizar a fondo la identidad de la protagonista, desentrañar su armazón literaria y concluir que más que un personaje de carne y hueso —como tal vez la considere el lector ingenuo—, la princesa de Sainz es un personaje de ficción. Aunque esta afirmación parece una perogrullada, el suscribirla exige relegar a un segundo plano todo esfuerzo crítico que pretenda —a favor o en contra de la novela— centrar el análisis en sus valores sociológicos y juzgar en función de ellos la postura del novelista. Absurdo cuestionar si Sainz aplaude o se burla del mundo frívolo de su princesa; si lo denuncia o lo encomia. Sainz está fuera de él, expresamente, intencionalmente. La protagonista no es un desdoblamiento del autor, es sólo su títere.

      El intento por desenmascarar, de manera organizada, a esa muñeca de cuerda que monologa, conduce a tratar de responder a seis preguntas básicas: ¿quién habla?, ¿cuándo habla?, ¿cómo habla?, ¿a quién habla?, ¿por qué habla? y ¿qué es lo que habla?

      ¿Quién, cuándo, cómo?

      La propia protagonista parece facilitar, tramposamente, las primeras respuestas. Se trata de una mujer que pertenece a la “clase acomodada” de la ciudad de México, y por datos concretos que ella misma aporta se deduce que nació en el año de 1938. Esto significa que, en la fecha de la publicación del libro, la princesa tiene 36 años. Aunque no es forzoso concluir así, el primer impulso del lector lleva a considerar que la novela está contada a esa edad, es decir: hoy mismo. Podría serlo por la actitud mental de la protagonista, a quien la experiencia adquirida y la lejanía temporal respecto de los hechos le permitirían referirse a ellos con la frialdad y el cinismo que no tendría una jovencita involucrada aún psicológicamente en sus aventuras, pero cualquier aprendiz de lingüista frenaría la suposición. El lenguaje coloquial de la princesa es ajeno, casi por completo, a los modismos del habla citadina de los años setenta, desconoce la terminología de “la onda”. Forzosamente entonces —y de acuerdo con esta pista— el discurso tiene que ubicarse a mediados de los setenta. Si se toma en cuenta un marco de referencia literario, se dirá que es anterior a 1966, fecha en que aparece la novela de José Agustín, De perfil, en la que se da carta de ciudadanía, y se genera, ese lenguaje juvenil de cuyos modismos no podría evadirse un personaje como la princesa. Atendiendo a esto, una fecha lógica para situar el monólogo sería 1965, cuando la protagonista tiene 27 años; edad que incluso casa mejor con su comportamiento psicológico.

      Igual que a otras conclusiones, resulta relativamente sencillo llegar a esta deducción cronológica y pensar que se han encontrado claves importantes del libro. Sin embargo, el esfuerzo es inútil y produce criterios erróneos. A La princesa del Palacio de Hierro no se le puede analizar como un estudio antropológico de Lewis, porque su autor no es un sociólogo, sino un escritor malicioso que deforma a su conveniencia la realidad, que la está inventando con fines exclusivamente literarios y bajo un régimen que se propone ser verosímil, pero no verdadero.

      Sainz podría tolerar que se situara el monólogo en 1965, pero seguramente se mofaría del hallazgo. Lo que ha provocado que la protagonista “ignore” el lenguaje de la onda es una razón más literaria que histórica. El escritor desconfía de la inestabilidad de un léxico que cambia casi a diario y que, por lo tanto, puede resultar inoperante al mes o al año de ser consignado en un libro. A diferencia de José Agustín, quien no sólo fotografía los modismos de cada instante, sino que se anticipa a ellos inventándolos —de acuerdo con la propia lógica de ese lenguaje—, Sainz prefiere apoyarse en un idioma coloquial cuyos giros, contemporáneos o no, ya han sido consagrados por el uso y tiene una categoría gramatical imperecedera.

      Esto no impide que de pronto emplee términos “onderos”, que parecen contrariar la congruencia coloquial de la relatora y que hacen sospechar —para una óptica sociológica— un tropiezo del escritor. Lo que en realidad ocurre es que el punto de vista de la novela no es tan sólo el de la relatora. Ésta adopta sutilmente enfoques y estilos que corresponden a los personajes que en determinado momento se convierten en protagonistas de la historia, y esa nueva perspectiva demanda expresiones “de la chaviza”. Aunque superficialmente lo parezca, el monólogo no se rige, pues, por un punto de vista único, como tampoco, en consecuencia, existe una fecha única que lo ancle en un lapso estrecho de expedición.

      Sainz consigue hacer sentir que se trata de una sola tirada, prácticamente instantánea, pero su hábil juego con el tiempo le permite abarcar —con genial disimulo— todo el panorama coloquial de una década. La protagonista habla en 1965, si se quiere, pero también puede hablar el día de hoy y utilizar entonces —moderadamente y de acuerdo con la perspectiva del personaje enfocado— una terminología actualísima. Otros datos de carácter anecdótico afianzan esta hipótesis de la fecha móvil en que se profiere el monólogo y de la absoluta conciencia que de ello tiene el escritor. Baste consignar las alusiones al boxeador Rubén Olivares, cuya fama pública es posterior a 1969.

      ¿A quién, por qué?

      Es evidente que la narradora tiene un interlocutor y que Sainz —para subrayar su política de distanciamiento— no quiere que éste sea directamente el lector. El monólogo se vuelca sobre el lector, pero existe un intermediario. Gracias a él, el discurso no corre el peligro de convertirse en una confesión, ni en una toma de conciencia, ni siquiera en un recurso catártico capaz de redimir a la protagonista. No hay en el monólogo, ni en la novela toda —para decepción de los solemnes—, intención moralista alguna, ni afán de denuncia. En su temática propiamente dicha la novela es totalmente frívola, y de esa frivolidad derivan sus atributos literarios.


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