La Princesa del Palacio de Hierro. [Gustavo Sainz

La Princesa del Palacio de Hierro - [Gustavo Sainz


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arma y tanteaba con ella fueran las que fueran las palabras que pronunciaba, los cuerpos que le gustaban, toqueteando, abalanzándose y acariciando…

      Entonces al rato ¿no?, El Monje y yo plática y plática, pero yo nerviosísima porque el capitán trajo la sopa y se quedó parado allí, mirándonos fijo fijo, con la mirada muy fija y ándenle, tómense su sopita, como diciendo ¿les gustaría acostarse conmigo?, sí, todos juntos, El Monje inclusive. Su sopita… ¡Una enorme sonrisa ávida! Total, de repente que callan los cancioneros y sólo se oye el escrach de La Vestida de Hombre. Que lleno la cuchara de sopa, ¿no? Y de repente estamos rodeadas de mariachis, doce, trece, quince mariachis. ¿Dije que Las Tapatías comían como gallinas? Fíjate que vivían junto a mi casa y se creían Las Clásicas Muchachas Muy Vividas, tú, las que se las sabían de todas todas ¿no? Bueno, llegan los mariachis y preguntan que si queremos una pieza cerniéndose sobre nosotros. La Tapatía Grande aparta su libro de actas, digo, la carta, se vuelve muy despacio, como escudriñando su pasado, inmediatamente dueña de la situación y dice no, muchas gracias, no, gracias, deveras no… Entonces se van, fajándose las carrilleras, reajustándose los enormísimos sombreros, rayando las espuelas contra el piso de piedra, pero a los dos minutos vuelven a venir, más prietos que antes y sacando las panzas, las grandes panzas de pulqueros… Que si no queríamos que nos tocaran algo… Y volvimos a decir que no, que no queríamos nada, nada, aunque La Vestida de Hombre por lo bajo y con risitas nerviosas empezó a hacer chistes de esos sobadísimos como “tóquenme La Panchita”, y ya sabes. Pero se volvieron a ir. Entonces El Monje precipitó su nariz hacia mi regazo y propuso ¿deveras, deveras no quieren oír nada especial? ¿Deveras?

      Al rato vienen otra vez, pero entonces que se dirigen al capitán, como siempre haciendo guardia al lado de Las Tapatías ¿no? Y éste los escucha y luego se dirige a mí con gran algarabía de mis amigas. Señorita, díganos qué canción le gustaría oír… Tose sobre la ensalada y traga saliva. No, no, ninguna, de verdad no queremos oír ninguna canción… Y oh, así que… Entonces El Monje, inesperado, como cuando abres una llave y el chorro sale muy fuerte, que dice no, no, las señoritas no quieren oír ninguna canción, no. Y que se inclina el capitán, tú, una especie de pieza de ajedrez, un incisivo alfil negro tropezando con un peón que no le corresponde; que se agacha muy suavemente, y con mucha cortesía, con mucha dulzura, con mucho mundo, afirma no, no, no, si usted no la va a pagar, si el que la va a pagar soy yo… Y entonces que se dirige a mí, como si me conociera desde 1954, digo, desde la prehistoria, y que dice bueno, ¿tú quieres oír alguna canción?, lascivo y hasta un poquito molesto… La Vestida de Hombre empezaba a rascarse, y las de Guadalajara Pues fingían mantener una calma increíble… Así que confusa y todo, pero como para componer la situación, complaciente y blanda ¿no?, casi asustada, pregunté con un suspiro, ¿se saben Consentida? Y chíngale, que se sueltan, tracata cata catán catón, a cantarla. Me cantaron como cinco canciones, tú, y el capitán seguía allí, paradito, muy orgulloso y grandotote, libertino y calculador. Se me atragantó un pedazo de lechuga y por un momento adopté una postura llena de desesperación, después de la cual volví a mi cara de ¿este camión pasa por la calzada de Tlalpan? Hasta los adolescentes que habían llegado y las golfononas se volvían a mirarnos ¿no?

      Entonces vino la carne y déjeme aderezarla, dijo, y metió las manos en mi plato. La visión de unas manos parecidas tocándome los senos me llenó de un temor repugnante. El tiempo se arrastraba penosamente. ¡Un desmadre! Y lo peor es que todo parecía decidido ¿cómo te diré?… El capitán, inclinando su odiosa jeta andaluza por encima de mis cabellos. Aspiraba ostensiblemente su olor… Pero entre la ensalada y el postre podían ocurrir muchas cosas ¿no? Por ejemplo, mis vecinas descubrieron, entre los muchachos que alborotaban, al Loco Valdiosera. No te imaginas qué muchacho tan guapo, tan guapo. Increíblemente guapo. Entonces, cuando lo vieron, dijeron mira, es el Loco Valdiosera ¿no? En esa época no tenía ni idea de quién era el Loco Valdiosera. Imagínate: yo cuidadísima, todo el tiempo en la casa. Mis papás tenían que conocer el pedigrí de las familias que tratábamos, porque si no, no me dejaban cruzar palabra con nadie, ni buenos días, ni buenas tardes, ni buenas. No tenía yo ni idea, no. Entonces empezaron a platicar de ese muchacho, que era conseguidor, que era contrabandista, que era drogadicto, que había matado a un tipo, que era corredor, que era karateca, que había filmado una película, que tenía un burdel, que vivía en Los Ángeles, total, que era un galanazo que tenía una vida padrísima… Entonces empezaron a comentar que allí estaba ese muchacho, que no sé qué ¿verdad? Y le preguntaban al capitán y él asentía, medio molesto, pero complacido al mismo tiempo ¿no? Gruñía más bien. Y El Monje no ganaba para sustos, pero se hacía el disimulado con esa habilidad provinciana de esconder la cola entre las piernas tan suya. Entonces yo quedé impresionadísima ¿no? Porque la verdad es que nunca había visto a un muchacho tan guapo.

      Y de pronto las muchachas, las golfonas que te dije, que empiezan a eructar y a toser y a gritar y que vuelven el estómago sobre los manteles rojos y los platos de comida de la otra mesa. Y ¿crees que los mariachis callaron?, ¿que el capitán se movió? Así que no acabamos de cenar. De angustia, tú. El Monje fumaba y fumaba y a mí me temblaban las manos, no sé si de la emoción o del miedo. Y entre los aspavientos de Las Taparías y los automasajes de La Vestida de Hombre, los movimientos de meseros que cambiaban todo de lugar en las mesas vecinas y las risotadas de los muchachos, parecía que nos íbamos a pique. Yo quería escapar. Y La Vestida de Hombre dijo es mejor que nos quedemos, hay que tranquilizarnos. Y todos opinaron lo mismo. Entonces pedimos café…

      Yo trataba de distraerlos, ¿no? O hablaba para relajarme, para tranquilizarme, y La Vestida de Hombre me secundaba. Entonces empezamos a hablar del Abacosobatá… Había un chou en esa época ¿te acuerdas? Estaba en Los Globos y había venido de Cubita la Bella, era uno de los principales, de Cuba, sí, de La Habana. Entonces nosotros éramos tan, pero tan enamorados del chou que íbamos diario. Las Tapatías, mi hermano, La Vestida de Hombre y yo. Sobre todo mi hermano y yo íbamos diario diario. Nos teníamos fusiladísimo el chou, fusiladísimo, eso de que en la casa de repente cargábamos a una sirvienta y hacíamos el número ese, porque así le hacían ¿no? Al principio cargaban a una vieja en el chou, la cargaban y entraban bailando y así lo hacíamos ¿no? Y de repente nos entraba el santo a todos y cogíamos el plumero y las cosas con que se hacía la limpieza en la casa y nos revolcábamos en el suelo poseídos, gritando peor que cerdos… Y a todos nos entraba dizque el santo. Todo lo hacíamos. Hasta las cosas que, bueno, sabíamos las canciones que cantaban allí, con coros y todo, teníamos miles de canciones puestas. Llegaba cualquier muchacho y cantábamos y hacíamos como que traíamos el cordón del micrófono y lo hacíamos a un lado, lo aventábamos con el pie y balanceábamos las caderas, lamíamos el micrófono. Teníamos chous puestos, de canciones, de bailes. Llegaba un amigo y lo primero que hacíamos era imitar el chou ¿no? Cuando vayas a la casa te lo hacemos, le dijimos al Monje. Y sí, dijo sí.

      Entonces allí en Las Dos Tortugas, un día, ¡oh maravilla!, van llegando todos los del Abacosobatá. Entonces olvídate, eran nuestros maximazos, para nosotras eran, bueno, y los habían invitado. Entonces nos hicimos muy amigos mi hermano y yo de ellos. Puros negros… Horribles ¿no? Pero sensacionales, padres padres. Con un sentido del ritmo, tú, y de la música, bueno, que para qué te cuento. Entonces un día en una cena de mi hermano, porque era cumpleaños de mi hermano… Bueno, les dijimos a mis papás fíjense que vamos a hacer una cena. Sí, perfecto, qué quieren, para que les compre, qué van a hacer de cenar, para cuánta gente. Vamos a ser más o menos veintitrés y queremos estar sentados a la mesa. Y queremos que nos hagan arroz con pollo o frijoles con puerco, cualquiera de las dos cosas. Entonces mi papá, que deveras olvídate, era esplendidísimo, dice, pero cómo ¿arroz con pollo? Sí, sí, sí, arroz con pollo. Pero por qué. Así queremos comer… Y es que es la comida típica de los negros ¿no?, sobre todo en Cuba, es un platillo así de los principales ¿no? Entonces cuando llegan, estábamos, bueno, nos hicieron nuestra cena con todo lo que dijimos, todo lo que tú quieras. Y entonces ah, pues de repente mi papá bajó para ver quiénes estaban y cómo iba todo. Estábamos uno dos tres veintiún negros del Abacosobatá, todos los negros del Abacosobatá y nada más mi hermano y yo de blancos, los únicos blancos. Entonces, cuando mi papá nos vio, subió y le dijo a mi mamá hay puros negros, hay puros negros en la casa. Imagínate el susto de mi mamá…


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