La Princesa del Palacio de Hierro. [Gustavo Sainz

La Princesa del Palacio de Hierro - [Gustavo Sainz


Скачать книгу
no sé cómo lo hacía: rechinaba los dientes, sí, rechinaba los dientes…

      Bueno, no, mi mamá, cada cosa que le pasaba… Porque aparte fíjate que acababa de descubrir que teníamos un cuarto oscuro ¿no? Había un cuarto en la casa que nadie usaba. Entonces, como mi mamá nunca pelaba nada, porque es toda discreción, digo, distracción, nosotros tomamos un cuarto y lo pintamos de negro y cambiamos todos los focos por focos rojos. Y cerrábamos con llave ese cuarto. Entonces les habíamos dicho a mis papás y a todos que era nuestro cuarto literario. Éramos La Vestida de Hombre, mi hermano y yo. Vivíamos en la casa y cada día a uno de nosotros le tocaba limpiar los sillones, tirar las colillas y ventilar aquello. Porque en las noches, como mis papás estaban en su cuarto, recibíamos allí a los amigos. Entonces mis papás no sabían dónde estábamos, si abajo o arriba, en realidad no les importaba. Habíamos puesto unos sofás, un tocadiscos, unas cosas así. Entonces encendíamos los focos rojos y allí llegaban todos nuestros cuates… En las mañanas abríamos las ventanas para que se oreara el cuarto, para renovar el aire ¿no? Pero lo dejábamos siempre con llave… Entonces, un día, no sé cómo estuvo, La Vestida de Hombre había hecho el quehacer y había dejado la puerta abierta. Sí, la dejé sin llave, dijo. Entonces de casualidad que a mi mamá se le ocurre abrir y abre la puerta y se va encontrando con un cuarto negro, con el piso pintado de negro y los muebles negros, con los focos rojos y todo. Y como ella nunca se había dado color del cuarto, que empieza a dar de gritos desquiciada, ¡un burdel!, ¡un burdel! ¡Tienen un burdel!

      Entonces que nos traen el café. ¡Un burdel! ¡Un burdel! Que nos sirven el café ¿no? ¡Tienen un burdel! Primero a Las Tapatías, luego a mí, después a La Vestida de Hombre y por último a nuestro anfitrión, el capitán con una risita condescendiente. Estábamos tomándolo ¿no? Bueno, estaba muy caliente y yo esperé a que se enfriara un poco, o tenía risa, no sé. Tienes que conocer el cuarto literario, decía La Tapatía Chica. Ah, no, les estaba explicando las canciones del Abacosobatá. Y de repente me estaba llevando la taza a la boca y que viene el capitán y me detiene la mano. Su mano prieta llena de pelos, brrr… No, no, no, no, no, permítame, por favor. Y que me quita la taza, tú, y que se la lleva, como había pasado con la sopa. Y yo digo por qué me la quita. Y me dice señorita, perdóneme, pero el café se toma caliente. El Monje me miraba con ojos desorbitados y nariz pinochesca. Mis amigas se botaban de risa ¿no? Es que estoy esperando que se enfríe, dije con suavidad. Perdóneme, pero se lo voy a calentar. Y El Monje con las manos en su taza, como si las tuviera amarradas. ¡Pero yo estoy esperando que se enfríe! No, nada de eso, el café se toma bien calientito. Diablos castrados, para no hacer mucho escándalo, o para no llamar la atención del muchacho guapo que había llegado y me miraba de vez en cuando, pues me quedé callada ¿no? Ya qué dices. Al pinche Monje le hubiera tocado protestar ¿verdad?

      Al ratito, tú, que viene y vuelve a servir. Entonces, fíjate que le digo oiga. Pero en vez de escucharme propone ¿van a tomar un coñac? No, fíjese que no, muchas / Es que una cena sin coñac no es cena. Soy abstemio dijo El Monje, vivaz, soy Abstemio de Valle Arizpe… Y espérenme tantito dijo el capitán, nosotras con la bocota abierta como el foro del Palacio de Bellas Artes. Y que se va y trae el coñac. Cortesía de un servidor, dice melifluo y cumbanchero. ¡Tortugas ninfómanas! Y El Camello más serio que fraile en cuaresma ¿no? Ni levantaba la vista.

      Estábamos otra vez tomándonos el café y que viene con otra jarrotota de café y nos vuelve a llenar las tazas ¿no? Oiga, no, de verdad, ya no queremos, ya no queremos, muchísimas gracias… Los abusos se renovaban. Estábamos reteserias y no sabíamos qué hacer. Algo pegosteoso se derramaba sobre todas las cosas. Desde los aperitivos a los que habíamos renunciado no había ninguna esperanza. La situación se nos resbalaba de las manos. Y el capitán sí, sí, otro poquito, sí, los ojos centelleantes, les va a caer retebien su café… Y bebíamos tantito y volvía a llenar las tazas. Óyeme, parecía un restorán respetable y estaba lleno de gente. Y por si fuera poco, en el líquido ese nos podían poner cualquier cosa. Y las golfas aquellas seguían allí, unas encima de la mesa, manoseando y dejándose manosear, pero haciendo un escándalo de cuatro orquestas… Total, otra vez nos empezó a llenar las tazas y El Monje no protestaba, no pedía la cuenta ni nada. El guapo guapo y la mitad de su pandilla desaparecieron en uno de los baños y la conversación decayó definitivamente. Porque habíamos estado hablando ¿no? Como disimulando que estábamos en una situación fuera de lo común, como fingiendo que eso nos podía pasar a nosotros como si nada, que habíamos vivido más de la cuenta, pero mucho más ¿no? Mucho más… el maldito café no se acababa nunca y mi respiración era aceleradísima…

      Al ratito, cuando El Monje estaba distraído viendo cómo La Vestida de Hombre se aplicaba pomada bajo un seno, le hice señas al capitán y le pedí que me trajera la cuenta… Bueno, nada más con la mano, como escribiendo en el aire. Le hice así, que nos trajera la cuenta. Él se había ido a llenar una vez más la jarra de café ¿no? Y Las Tapatías parecían palomas con sueño. Y entonces fíjate que el capitán se voltea y dice muy despacio, muy estudiado, muy cortés, hasta elegante y teatral a un tiempo: no, de ninguna manera, no. Y yo le decía que sí con la cabeza, con las manos, con todo el cuerpo. Y él no. Pensé resistir hasta el último instante y darle luego una patada con todas mis fuerzas, reventarle los huesos. Oye, le digo al Monje de Jalisco, fíjate que no nos quieren traer la cuenta. Y La Vestida de Hombre llena completamente de pomada lloró: ay, pero por qué. Y les digo pues quién sabe… Entonces una de Las Tapatías que se levanta, flaquita flaquita, pero muy brava, y que grita ¿nos van a traer la cuenta o no? De perfil, casi transparente, parecía que no había dicho nada. No, gruñó el capitán, todavía no, acercándose. Las mesas, los meseros y los demás parroquianos oscilaban peligrosamente. Entonces Las Tapatías, como en un destello, dijeron vámonos, aprisa. El Monje hizo a un lado su silla, incorporándose. Yo no traté de moverme. Pese a mi repulsión sentía cierta curiosidad por lo que iba a ocurrir. ¿O me faltaba valor para gritar de miedo y de estupefacción?

      Entonces corrió el capitán y les cerró el paso, inesperado, impidiéndoles cualquier movimiento. Yo me levanté como impulsada por un resorte. La Vestida de Hombre se inclinó como para abrocharse un zapato o ponerse pomada en un tobillo, pero en realidad gateó debajo de la mesa tratando de escapar. Hasta El Monje dio un paso adelante con cara de pendejo ¿no? Cierta inspiración diabólica descendía sobre el capitán peludo y nosotros parados allí, sin atrevernos a hacer nada, y ni modo que yo lo atacara a cachetadas ¿no? Entonces empezamos a sentir el calor… Como de tortillería, no te imaginas… Entonces empezamos a sentir el sudor. Y el capitán estaba más cerca de mí que de nadie más, apestoso a vino, cornudo, con los vellos erizados en las manos amenazadoras, su rabo inverosímil encubierto. La Vestida de Hombre bajo la mesa, toda confusa y paranoica, trataba de pasar entre las piernas de la Tapatía Grande y que ésta se desternilla, aletea, se encoge con un ruido desconocido. Y nosotros con nuestras sonrosadas caras de pendejos…

      Y fíjate que cuando nos subimos al coche, El Monje dijo: oye, tú, pues qué se traería el tipo este ¿eh? Fue el mejor comentario del mundo, ganó el Premio Nobel para Comentarios ¿no? Imagínate a una de Las Tapatías derrumbándose desmadejada, a mí pensando que nos habían puesto algo en el café, a la otra tipa presa entre la silla y la mesa, en fin, al capitán tendiendo la cuenta como si nos amenazara con una pistola, soplándonos en la cara su aliento impuro, con mucho humo todo esto, y mucho calor y ruido, manteles rojos y enormes risotadas de mujeres semidesnudas en las mesas vecinas. ¡Nuestro estupor intentaba retrasar el acontecimiento que se acercaba! Las muchachas y yo, una vez afuera, lo celebrábamos a carcajadas. ¿Lo conjurábamos? Oye, tú, pues qué se traería el tipo este ¿eh? Ya ni la amuelas le gritaban Las Tapatías… Se nos estaba aventando horrible, dije mientras cerraba la portezuela… Él ponía en marcha el motor. ¿Ustedes creen que era eso?, gemía. Y metió la reversa, enderezó el coche. Ahorita mismo me regreso, decía, y arrancó a moderada velocidad, muerto de miedo… La verdad es que nos sentíamos aliviadas, más y más aliviadas a medida que nos alejábamos del restorán. Abrí la ventanilla y total, ya no queríamos saber nada del Monje. Ahoritita mismo me regreso, gritaba…

      Si alguien me hubiera dicho esa noche que iba a terminar acostándome con él, y no sólo eso, enamorada de él, hubiera flotado de incredulidad, me hubiera vuelto azul de incredulidad… Me hablaba


Скачать книгу