La Princesa del Palacio de Hierro. [Gustavo Sainz

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resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.”)

      2. Atrapamiento y desazones consiguientes

      Un día centrado, tú, quiero decir un martes que era como jamón en medio de un lunes y un miércoles, bueno, fuimos al centro una amiga y yo. Íbamos por la avenida Juárez y le contaba del guapo guapo: porque allí había quedado toda la conocencia, en habernos visto en un lugar oscuro. Porque si de algo estaba segura es de que me había visto. Y del capitán de meseros, tú. Bueno, de eso y de estar viendo al muchacho que besaron entre todos y las golfas que volvían el estómago ¿no? Dónde que el día anterior me había enterado que el capitán peludo recogía todas las noches a las golfononas y las llevaba a quién sabe dónde. Creo que tenían varios departamentos y se citaban allí con otros tipos, una cosa rarísima ¿no? De manera que galanes y golfas, golfos y galanas, todos eran una. ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, que salí con una amiga que iba al sicoanalista ¿no? La acompañé al sicoanalista… Las mujeres que van al sicoanalista como que no tienen mucho que hacer ¿verdad? Y esta amiga era igual que yo de tarada, igual. ¿Sabes quién? Mercedes, la que había sido novia de mi hermano. Y como su sicoanalista no sabía telepatía, pues tenía que ir a verlo, y el cabrón no hacía más que incitarla a hablar de su vida sexual. Claro que estaba casado ¿no? Y sigue casado con la tipa que conoció en la escuela y lo obligó a terminar la carrera, que hasta lo acompañó a doctorarse en París ¿no? Pero eso no importaba. Le interesaban a madres las técnicas masturbatorias, las caricias de los pretendientes y las inquietudes, en fin, y mi amiga soltaba siempre toda la sopa, toda, y como no tenía otro amigo que la invitara a hablar de su vida sexual, pues se entregó después de veinticuatro sesiones de confidencias. Y ahora tenía sentimientos de culpabilidad y no sabía si culpar al sicoanalista de ser un abusivo profesional, o si cambiarse a otro consultorio ¿no? Total, decíamos que una siempre tenía la absoluta seguridad de que el cabrón sicoanalista nunca iba a decir nada, por temor a desprestigiarse ¿verdad?

      Íbamos caminando y de repente, tú, que nos empiezan a seguir dos muchachos. Cuando nos dimos cuenta y me voltié que descubro que uno de ellos era el guapo guapo. ¡Me muero del susto! Así, me muero del susto. Y entonces lo primero que advierto es que estamos muy cerca del cine Variedades, es decir, muy cerca de la oficina de una amiga mía. Entonces subimos corriendo a la oficina y la vemos luego luego, pues es recepcionista, y le digo qué crees. Le dije qué crees, nos viene siguiendo el Loco Valdiosera, porque para ese día ya todo mundo sabía quién era el Loco Valdiosera. Imagínate: yo no hacía otra cosa más que hablar por teléfono ¿verdad? Y me subí a esconder porque me dio un susto mayúsculo ¿no? Entonces subimos a escondernos.

      Pasamos como cuatro horas en esa oficina: que un café, que los nuevos chismes, en fin, hasta se nos olvidó el Loco Valdiosera. Juntando nombres y hechos de cualquier manera, Mercedes habló del verdadero amor de su vida, conmovidísima, llegando a puntuar su relato con algunas lágrimas y terminando con una sonadita de nariz. Entonces bajamos y nos estaban esperando en la puerta. Eran como las seis de la tarde, tú, y habíamos subido a la oficina de mi amiga a eso de las tres y media. Y créemelo o no, estaban esperándonos en la puerta… Creo que no teníamos más que un peso en la bolsa ¿no? Pero paramos un taxi. Señor, señor, le dijimos al chofer, llévenos por favor. Y nos subimos sin saber cómo íbamos a pagar. Tomamos un libre ¿no? Y nos alejamos rápidamente del Loco Valdiosera, sorprendido pero sonriente, como si al perder esta batalla no perdiera nada importante. Despreciativo quizás. Y ya no hicimos ninguna de las cosas que teníamos que hacer. Creo que íbamos a buscar algún vestido o alguna cosa así. Y nos fuimos para la casa, ¿no?, para la casa…

      Cuando llegamos les hablé a Las Tapatías para contarles el chisme y nos invitaron a una fiesta. Ya sabes que eran mis vecinas, así que nos cambiamos (yo le presté una combinación a Mercedes) y fuimos. Era una fiesta convencional, tú, con la clásica gente bien que visitaba nuestras casas. Es decir, una reunión normal, sin nada extraordinario. Una fiestecita para beber, bailar y platicar, exactamente igual a la docena de fiestecitas que Las Tapatías, mi hermano y yo acostumbrábamos organizar a cada rato ¿no? Que un amigo, que un ponche, que una cubita, que mucho gusto, que un baile…

      Total, estábamos en la fiesta y de repente que llega un amigo que se llama Tito Caruso al frente de una horda grandísima, como de quince amigos entre hombres y mujeres. La fiesta era en una casa tipo Pedregal, con muchos cristales, al ladito de donde vivíamos entonces ¿nunca fuiste? Yo estaba bailando no me acuerdo con quién. Entonces tocaron a la puerta y abrieron. Entonces entró Tito Caruso con sus quince amigos, y entre esa bola, tú, no lo vas a creer, venía el guapo guapo, deslumbrante y medio acelerado, pero muy guapo, eso sí, muy guapo, con gabardina y sombrero, como un artista de cine ¿cómo se llama? El de esa película de gángsters, tú. Bueno, pues venía igual, de gabardina londinense con el cuello subido y todo… Había muchas moscas. Debe haber sido primavera o verano, ya sabes que en México nunca se nota, pero hacía un calor del carajo y el guapo guapo irrumpió allí con su gabardina y su sombrero, muy castigador. Abrieron la puerta y entró, sí. Yo ya estaba tan impresionada que dejé de bailar y me quedé mirándolo porque me impresionaba muchísimo. Como una gota de aceite hirviendo sobre una barra de mantequilla, la gente se apartó para dejarlo pasar; como la vagina de una puta deseosa de terminar aprisa. Entonces se acercó y me dijo ¿bailamos? ¡Ay, cómo me gusta recordar esto! Su sonrisa inundaba mi vida entera. Su presencia cobraba unas dimensiones gigantescas y llenaba la casa de una especie de sábanas tibias, de seda, por las que resbalaban todas las tonterías de mi vida. Y entonces me puse a bailar con él. Cabizbaja, trataba de hundirme muy despacio en su olor, de adherirme a sus músculos tensos y amorosos…

      Pero en eso, no sé cómo estuvo, dos de los muchachos que estaban allí comenzaron a pelear ¿no? Se empezaron a pelear y entonces todo se puso requetepeligroso, porque peleaban y se arrojaban contra los vidrios. Fracaso terrible de los vidrios con todo y lo que reflejaban, tú. Derrumbe absoluto de los vidrios. Rompieron miles de vidrios y cosas, miles de cosas. Se arrojaban las sillas y pronto unos empezaron a ayudar al que iba perdiendo y un oleaje tremendo de caras agrias, espaldas, bocazas hinchadas de groserías y escupitajos, trompadas, nalgadas, cuerpos que se deshacían en nudos increíbles, cabezas hundidas, no sé cómo describirte ese infierno. Todos se le fueron encima al que ganaba, un animalazo de uno noventa de estatura, recto como un semáforo en alto y pelirrojo. Hasta con las patas de una mesa que se rompió le estaban pegando. ¿Y yo? Pregúntame dónde estaba… Pregúntame, ándale…

      En la confusión que el guapo guapo me agarra disparado del brazo y entonces me dice ven, escóndete, escóndete. Entonces que me mete en una recámara, bajo un Cristo prieto, de madera sanguinolenta. Y dice déjame ir a ver lo que está sucediendo, ahoritita regreso y te platico ¿eh? Y fíjate que se va. Y entonces yo asustadísima, yo rezando, tú. No sabía quién era su amigo, si el que ganaba o el que perdía. Claro que por su tipo, por la imagen que yo me había creado de él, suponía que iba a ayudar al que fuera perdiendo, lo conociera o no. Para esto yo le gritaba no vayas, no vayas, no. Horrorizada, diciéndome ahoritita lo acabo de conocer y ya me lo van a desgraciar… Entonces volvía el guapo guapo muy agitado, y decía no vayas a salir porque se está poniendo tremendísimo, qué bruto, están acabando con todo, quédate aquí. Y se iba. Yo oía el escándalo de cristales, las groserías, los gritos y él volvía a regresar ¿no? Y a decir no salgas, son unos salvajes, qué bárbaros, y salía disparadísimo. Yo rezaba, asustada hasta por el Cristo. Y es que era tan guapo, pero tan guapo.

      El ruido no terminaba nunca y Las Tapatías gritaban como guacamayas. Entonces, al poco rato, quién sabe por qué, me dio por asomar ¿verdad? Me moría por ver si habían desmechado a Mercedes, y además quería checar a las dueñas de la casa, y tenía curiosidad por saber cómo iba quedando todo. Yo estaba allí encerrada ¿no? Y entonces fíjate que estaba asomándome y que veo al guapo guapo asomándose por la puerta de la recámara de junto. Asomándose así, sacando la cabeza, muerto de miedo, para saber cómo iba el pleito. Porque imagínate; salía del cuarto donde yo estaba y se metía corriendo al de junto, para esconderse ¿no? Porque a lo mejor le maltrataban la cara y entonces qué… De vez en cuando salía para visitarme, el muy sacón… Cuando me acuerdo me ataco de risa. ¡Vampiros capados!

      Al otro día me


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