La Princesa del Palacio de Hierro. [Gustavo Sainz

La Princesa del Palacio de Hierro - [Gustavo Sainz


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dedo les decía que no, que más de tres, que más de cuatro. Total, hasta que fui un poco ligando ¿entiendes? Entonces resultaron muchísimas, Se asustaron en serio, porque me parece que la dosis para envenenarte es de diez pastillas. Diez es la dosis suficiente para envenenarte y yo me había tomado ocho. Y entonces me hicieron jurar que cuando ellos se fueran me iba yo a meter a mi recámara, y que de allí no iba a salir sino hasta el otro día. Que debía procurar estar de lo más tranquila y que debía ponerme a leer. Total, les dije que sí ¿verdad? Entonces me metí en la recámara, ya bastante dormida…

      Ya tenía yo dos días encerrada, dos días, y de pronto mi mamá entró en mi cuarto, Ella no se había dado cuenta de que estaba encerrada ni de que habían venido Andrés, Alberto y La Tapatía Grande. Increíble, pero de nada se había dado cuenta. Entonces entró al cuarto. Rarísimo en ella porque es una gente tan dura, tan dura, que imagínate que vio los cadáveres degollados de mi amiga y sus hijos y dijo mira qué inocentes se ven, si hasta están todavía quemaditos, qué bueno que se van juntos al cielo. Y los cadáveres estaban sin cabeza ¿verdad? Era tan dura que te podía ver que estuvieras botada en donde fuera y no te pelaba ¿no? Un carácter muy fuerte, muy horrible, muy frío ¿no? Entonces fíjate que estaba yo en el cuarto y llegó a decirme que tomara un vaso de leche. En esa época era un poco menos dura ¿no? Estaba la luz apagada y entonces le dije no, mamá, fíjate que no, gracias. Entonces me dijo ¿por qué hablas así? Y le digo ¿cómo? Le digo estoy hablando bien… En la oscuridad… Entonces me dijo no. Y entonces prendió la luz y gritó de horror ¡AAAAAAAAAAGGGGGGGGGGGHHHHHHHHH! Más o menos así, y salió despavorida de mi cuarto. Entonces yo me asusté ¿verdad? Me asusté muchísimo…

      ¿No lo estoy haciendo muy largote?

      En lugar de seguir acostada bajé directo a ver televisión, a ver a mi papá y a mi mamá, a hacer sociales. Y yo dije ya me voy a contentar ¿no? Entonces fíjate que me metí al cuarto de la televisión y los dos se quedaron, bueno, se me quedaron viendo así como si vieran a un muerto ¿no? Mi propia madre y mi propio padre. Entonces les dije bueno, está bien, no se alarmen, me voy a ir a acostar, tengo mucho sueño. Y mi mamá caminó detrás de mí y me ayudó a meterme en la cama ¿no? Y volvió a decirme lo del vaso de leche. Entonces yo dije otra vez que no. Y entonces ella se puso a gritar. ¡Ay, por favor, tómate un vaso de leche, por lo que más quieras! Entonces mi mamá hincada en la cama, tú, en medio de los gritos, pidiéndome por favor que tomara algo. ¡Te lo ruego por lo que más quieras! Servilmente, en una recriminación bastante anticuada. ¡Tómate un vaso de leche! ¡Tómatelo! Total, para darle gusto dije sí y en menos de tres minutos regresó con el vaso. Lo apuré muy despacio, hasta que respiró aliviada, pues mientras bebía ella había mantenido la respiración. No sabes cómo te lo agradezco, dijo recuperando el vaso maquinalmente, ahora descansa.

      En cuanto salió me levanté a ver en el espejo. Primero para saber qué tanto los impresionaba. Segundo para refrescarme la cara. Porque me habían visto y pegado el grito en el cielo y eso me preocupaba, de repente cobraba consciencia de eso y me preocupaba ¿no? Y que me voy viendo y eran manchas. Porque estaba envenenada ¿no? Estaba totalmente desfigurada la cara, hinchadísima, y eran manchas moradas con blancas, de todos colores. Era yo toda un arcoiris, como si se me hubiera caído un payaso encima… A lo lejos se oían las voces de la televisión y yo me acosté ¿no? Entonces ya me acosté y no se volvió a tocar el punto.

      Desaparecieron de mi casa todas las navajas de rasurar, todos los cuchillos de cocina, todos los fenobarbitales, todos los frascos de estricnina. Todo. Porque yo creo que pensaron que me había tratado de suicidar, cosa que no era cierta ¿no? Simplemente yo trataba de descansar y de olvidarme de preocupaciones ¿no? Después me lo explicaba el médico. Que desde los dos primeros fenobarbitales que había tomado me emborraché, que estaba como si me hubiera bebido yo sola una botella de güisqui. Entonces lo que me pasó es que perdí la conciencia. Una palmada y cuás, voló. Y entonces yo no sabía lo que me hacía mal y lo que me hacía bien. Dicen que cuando me levanté y tomé los cuatro fenobarbitales, cuando me paré a bañar, cuando te dije que me sentía alegrísima. Bueno, dicen que cuando fui al baño tenía que irme pegando contra las paredes, que debo haber ido arrastrándome casi, porque ya llevaba una dosis tan fuerte que era como para que estuviera ahogada de borracha ¿no? Total, ya pasó. No tardé nada en recuperarme… Dos o tres días estuve pendeja, pero no tuve ningún problema, digo, que me haya quedado algún conflicto, alguna tara sicológica, alguna frustración o malformación porque quise matarme y no lo conseguí, no, nada de eso, nada. Y no quise envenenarme ¿verdad? Yo nada más había querido descansar, dormir un buen rato.

      (“Desde ese instante, las similitudes más remotas sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que bastaba hallarse ante una lata de sardinas —por ejemplo— para recordar el forro de los féretros, o fijarse en las piedras de una vereda, para descubrir su parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio de una enorme consternación, se comprobó que el revoque de las fachadas poseía un color y una composición idéntica a la de los huesos, y que así como resultaba imposible sumergirse en una bañadera sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón, nadie dejaba de sepultarse entre las sabanas, sin estudiar el modelo que adquirirían los repliegues de su mortaja.”)

      4. Lo palpable, lo mórbido

      Mis papás tenían unos amigos judíos. Bueno, él era judío y ella mexicana. Vivían en Acapulco y eran sus mejores amigos. Entre paréntesis ¿sabes de qué murieron? No sé si te acuerdas; en el primer bombazo que pusieron los árabes en un avión judío, en un avión que iba para Israel. Ellos iban a comprar ropa porque tenían el mejor negocio de Acapulco… Y sigue siendo el mejor negocio, tú. Una tienda sensacionalísima que atienden sus hijos… Qué tragedia ¿no? Elevándose el avión en el aeropuerto, chíngale, estalla el avión. Fíjate, es irreal ¿no? Como que no te puedes imaginar que conociste gente a la que llegó a pasarle eso, digo, que viviste junto a ellos toda tu vida y que les haya pasado una cosa así.

      Bueno, ellos tenían muchísimos cabarets en Acapulco, bares, muchos negocios. Y enfrente de su casa vivía Carlos Stamatis, el campeón de esquís. Vivía con un hermano que era casado y que tenía veintisiete años. Imagínate, yo tenía quince y cuando conocí a Alexis él estaba casado con una muchacha de allí. Yo no sabía quién era ni nada, entonces, un día, nos invitaron. Un día, llegando yo y mi mamá a Acapulco, nos llevaron a que los conociera. Vivían enfrentito. Y como Carlos Stamatis era soltero se suponía que era muy buen partido, que bla bla bla, y me lo iban a presentar para que el tiempo que yo estuviera en Acapulco tuviera con quién salir. Y entonces me presentaron a él y a Alexis, pero fíjate que a mí me gustó Alexis, digo, estaba retebien. Bueno, Carlos también estaba guapo, pero no tanto. Su hermano, en cambio, casado y todo, era del tipo, este, ése que me superfascina, tú, de Luis Yurdan, sí, de Luis Yurdan. Eran hijos de griegos. Entonces fíjate que empecé a salir con Carlos, ya te conté, pero Alexis decidió que era muy peligroso y que mejor saliera con su esposa, con Carlos y con él, porque yo era muy joven. Entonces empecé a salir con ellos. Salíamos los cuatro y, cuando Alexis no podía salir con nosotros, siempre nos alcanzaba; adonde estábamos, allí se aparecía. Como Drácula. Y entonces mi mamá, que precisamente no era la más pendeja del mundo, se dio cuenta.

      Fíjate que estábamos en un cabaret. Estábamos sentados en uno de los cabarets de Jacobo. ¿Te había dicho que se llamaba Jacobo? Bueno, se llamaban Jacobo y Sarita, sí, los amigos de mis papás. Estábamos viendo bailar y todo y que se aparece Alexis. Quihúbole, quihúbole, qué paso. Nada, aquí estamos. Y qué crees que fue haciendo… Dijo fíjense que ando dando una vueltecita, acabo de salir de, y salí a tomar una copa, qué bueno que me los encuentro. Entonces me dice vente, vamos a bailar. ¿Le da permiso, señora? Y yo dije sí, vamos a bailar. Como que se quiso apuntar el hombre ¿no? Y empezamos a bailar en una pista de un metro por un metro, porque era de este tamaño la pista, no, no, olvídate de la pista, estábamos bailando encima de la mesa…

      Estábamos bailando y me dice, empezamos a platicar y me dice qué se te antojaría ahorita muchísimo, en este momento, qué se te antojaría. Ay, le dije, me gustaría estar en la playa… Siempre quiero estar en una playa… Estar tirada al sol, en fin, eso era en lo que yo pensaba. Y le


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