La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


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      —Diga.

      —¿Hablo con el señor Phillips?

      —Así es.

      —Soy Simon Burbage, director de la Academia Ridgerock. ¿Podría pasar por aquí esta tarde? Necesito su ayuda. —Yo sabía la dirección, pero me la dictó de todas maneras. Nuestra reunión tendría lugar después del horario de las clases, una vez que los alumnos se hubieran ido a sus casas, pero él quería que yo llegase un poco más temprano—. Si es posible, venga a las dos y media. Hay una presentación que podría interesarle.

      Acordé ir a la hora indicada y la línea quedó en silencio. El viento volvió a golpearme el rostro. Esta vez permití que el aire frío me entrara en los pulmones, y me sirvió para expulsar la noche. Los párpados se abrieron con aspereza. La sangre comenzó a descongelarse. Me froté la cara con una mano, y la noté rugosa y seca como un trozo de carne salada.

      Un cliente. Un caso. Uno que finalmente pudiera tener algún sentido. Cogí mi dinero, mi encendedor, mi puño de acero y mi cuchillo, y cerré la segunda puerta de una patada.

      Después de una semana de lluvias se hizo un hueco entre las nubes y, para variar un poco, las calles parecían estar limpias. Tenía la esperanza de que yo también. Se trataba de mi primera oferta laboral en más de dos semanas y necesitaba lograr que se concretara. Llevaba puesto un traje gris remendado, camisa blanca, corbata negra, mi mejor par de botas y el chaquetón azul marino forrado con piel que ya prácticamente formaba parte de mí.

      La Academia Ridgerock estaba formada por tres bloques de hormigón de una sola planta protegidos por una alambrada. El edificio más grande estaba decorado con un mural dolorosamente colorido de rostros sonrientes, rayos de sol y estrellas.

      Una vigilante de seguridad esperaba con una taza de café y una sonrisa débil como un papel. Tenía ojos listos para mirar al techo con ironía y un amor sin tapujos por el poquito poder que tenía. Cuando me preguntó mi nombre, se lo dije.

      —Fetch Phillips. Vengo a ver al director.

      Intercambié mi identificación por un gruñido para nada impresionado.

      —Salón de actos. Derecho por el camino, puertas rojas a la izquierda.

      No era donde había estudiado yo y nunca había estado allí, pero todo el recinto estaba untado con una gruesa capa de nostalgia; el aroma inolvidable a manchas de hierba, mangas sucias de mocos, miedo, confusión y emparedados de mantequilla de cacahuete de la semana anterior.

      Las puertas rojas estaban salpicadas de grafitis accidentales causados por pintura para manos rebelde. Las abrí, aguardé unos momentos para acostumbrarme a la oscuridad y entré tan silenciosamente como pude.

      El enorme gimnasio hacía las veces de auditorio. Había sillas perfectamente apiladas a un lado, equipo deportivo esparcido en el otro. En el medio, la luz cálida de un proyector atravesaba la oscuridad y hacía resaltar una pantalla blanca y lisa. Las partículas de polvo se arremolinaban sobre un centenar de niños sentados en el suelo a quienes se intentaba mantener en silencio, pero que no dejaban de murmurar entre sí. Me escabullí hacia el fondo, me apoyé contra la pared y me dispuse a esperar lo que fuera que viniese.

      Una niña chilló. Algunos niños se rieron. Luego, un hombre de aspecto tímido, con el pelo canoso y gafas grandes se colocó frente a la luz.

      —Calmaos, por favor. La presentación está a punto de comenzar. —Reconocí la voz de la llamada telefónica.

      —Sí, señor Burbage —recitaron los niños al unísono.

      El director se acercó al reflector y la luz le dibujó líneas gruesas en el rostro. Los alumnos se removieron, emocionados, mientras él extraía un carrete de película de una caja y colocaba la cinta en la rueda dentada del aparato. Los altavoces crepitaron y comenzó a oírse una voz exageradamente articulada.

      “El Opus tiene el orgullo de presentar…”.

      Me atraganté a mitad de una inhalación. Los del Opus eran mis antiguos empleadores, y no nos habíamos separado de manera muy amistosa. Si eso era lo que Burbage quería que viera, significaba que él sabía algo de mi historia. Eso no me gustó en absoluto.

      “… Mi cuerpo y yo: Hacerme adulto después de la Coda”.

      Me puse nervioso y comencé a tirar de un hilo suelto de mi manga. La voz en off cambió por la de un locutor masculino que hablaba con ese falso tono amigable que yo suelo asociar con vendedores, estafadores y policías corruptos.

      “¡Hola a todos! Estamos aquí para hablar de vuestro cuerpo. No os sintáis incómodos, vuestro cuerpo es algo verdaderamente especial, y es importante que sepáis por qué”.

      Uno de los niños emitió un quejido con la intención de generar risas, pero sin éxito. Yo no era el único que estaba nervioso.

      “Todos los cuerpos son diferentes, y eso está bien. Ser diferente significa ser especial, y todos somos especiales de un modo que es único para cada uno”.

      En la pantalla aparecieron dos niños en forma de caricatura: un niño y una niña. Saludaron a los alumnos de la audiencia como si fueran viejos amigos.

      “Puedes tener algo en tu cuerpo que tus amigos no tienen. O quizás ellos tienen algo que tú no. Estas diferencias pueden resultar confusas si no entiendes de dónde surgieron”.

      Los pequeños personajes animados le seguían el juego a la voz y se encogían de hombros, confundidos, con signos de interrogación sobre la cabeza. Entonces comenzaron a transformarse.

      “Quizá tu amigo tiene dientes puntiagudos”.

      El personaje de la niña abrió la boca y reveló unos colmillos afilados.

      “Quizá tú tienes muñones en la parte de arriba de la espalda”.

      El niño animado se volvió y enseñó dos bultos que emergían de sus omóplatos.

      “Podrías estar cubierto de un hermoso pelaje marrón o tener más ojos que tus compañeros. ¿Tienes la piel brillante? ¿Piernas grandes y largas? ¿Quizás, incluso, una cola? Seas lo que seas, o quién seas, eres especial. Y eres así por una razón”.

      La imagen cambió a un paisaje: montañas, ríos y llanuras, todos pintados al estilo de un inocente libro de ilustraciones. A pesar de que la película estaba haciendo un gran esfuerzo por ocultarlo, yo sabía muy bien que esa no era una historia feliz.

      “Desde el principio de los tiempos, nuestro mundo ha obtenido su poder de una energía natural que llamamos ‘magia’. La magia formaba parte de casi todas las criaturas que habitaban la tierra. Los hechiceros podían utilizarla para lanzar hechizos. Los dragones y los grifos volaban por el aire. Los elfos se mantenían jóvenes y hermosos durante siglos. Cada criatura estaba en sintonía con el espíritu del mundo, y eso la convertía en algo diferente. Especial. Mágico”.

      “Pero hace seis años, antes de que algunos de vosotros hubierais nacido, hubo un incidente”.

      Tiré tan fuerte del hilo de la manga que terminó saliéndose. Me lo enrollé con fuerza alrededor del dedo.

      “Había una especie que no estaba conectada con la magia del planeta: los humanos. Ellos tenían envidia del poder que veían a su alrededor, y trataron de cambiar las cosas”.

      Un dolor familiar me provocó una punzada en la parte izquierda del pecho, así que hurgué en los bolsillos de mi chaqueta en busca de mi medicina: un paquete de Clayfield Heavies. Los Clayfields son la versión producida en masa de un analgésico que se ha utilizado por estos lares durante siglos. En esencia, son porciones de corteza del árbol de recus recortados al tamaño de un mondadientes. Me metí una ramita fina entre los dientes y la mordí. La proyección continuó.

      “Para remediar su inferioridad natural, los humanos construyeron máquinas. Inventaron una gran


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