La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold
Ranamak había venido a Sunder como asesor de construcción y nunca se decidió a marcharse. Tenía todas las habilidades que los sunderianos valoraban: fuerza, experiencia y afabilidad. Era un tipo simple y con grandes conocimientos de minería, por lo que la mayoría de los lugareños estuvieron de acuerdo en que era el líder perfecto.
Al cabo de veinte años, la mayor parte de Sunder City seguía satisfecha con los servicios de Ranamak. El negocio estaba en auge. Las rutas mercantiles estaban muy activas y todos se estaban llenando los bolsillos. El propio gobernador era el único que creía que su liderazgo era insuficiente.
Ranamak había viajado por el mundo y sabía que Sunder corría el riesgo de obsesionarse con la producción y las ganancias, y de hacer caso omiso a otras áreas de la vida. Tenía miedo de que se estuviera descuidando la cultura, y quería encontrar la manera de que Sunder City tuviera un alma. En medio de sus conflictos internos, conoció a alguien que existía completamente fuera del plano de la productividad.
En esa época, sir William Kingsley era un personaje controvertido; William era el hijo caído en desgracia de una orgullosa familia humana, se había alejado de sus obligaciones en pos de llevar una vida nómada. Leía, comía, escribía y practicaba el arte frecuentemente denostado de la filosofía.
Kingsley vino a Sunder desparramando poemas e ideas, y, sin saber cómo, acabó sentado a la mesa de Ranamak. Según la leyenda, en algún momento entre la cuarta y la quinta botella de vino, sir William Kingsley fue nombrado ministro de Teatro y Arte, el primero de Sunder City.
Durante los siguientes tres años, se aumentaron los impuestos para cubrir el coste de las obras de Kingsley: un anfiteatro, un salón de danza y una galería de arte. Creó el Ministerio de Educación e Historia, que procedió a construir el museo. En unos pocos años, Ranamak y Kingsley transformaron el lugar de trabajo que era Sunder City en una ciudad metropolitana y vibrante. Entonces, una turba de contribuyentes enfurecidos los asesinó brutalmente a causa de ello.
Hoy en día, todos los sunderianos parecen opinar lo mismo sobre aquel evento: tenía que suceder, se habían pasado de la raya, pero el período de Kingsley convirtió Sunder en lo que es hoy, y todos están orgullosos de lo que ellos lograron.
En el aniversario del asesinato, para honrar sus servicios, la gente de Sunder construyó la biblioteca Sir William Kingsley, un imponente edificio de madera de secuoya ubicado sobre una colina de la zona este de la ciudad. Después de una pequeña caminata cuesta arriba, me encontré con una estatua de bronce del mismísimo sir William. Era un sujeto de cara redonda y aspecto jovial, y no tenía pelo. En una mano sostenía un libro, en la otra una botella de vino. Debajo de la estatua había una placa con los icónicos versos de su poema más famoso, Los viajeros:
De la chispa nace el fuego
que al sendero ha de caer.
Por el lodo avanzaremos
sin jamás poder volver
La biblioteca era uno de los pocos edificios de madera que habían sobrevivido al hábito de Sunder de sufrir combustiones inesperadas. Antes de la Coda, mientras los fuegos aún manaban, las hogueras garantizaban calefacción y energía gratuitas para cada miembro de la población, siempre y cuando a uno no lo molestase que de vez en cuando se esfumara una porción de la ciudad.
En el caso de la biblioteca, su ubicación aislada la había mantenido a salvo. Casi. Las llamas cercanas habían combado la fachada con tanto calor que al tono dorado de la madera le habían quedado vetas negras de carbón. Había un encanto anticuado en las vidrieras, los marcos arqueados y la aguja puntiaguda; era un lugar extrañamente espiritual a pesar de haber sido diseñado para albergar libros viejos.
Me gustan los libros. Son silenciosos, decorosos y absolutos. Un hombre puede vacilar, pero sus palabras, una vez escritas, se mantendrán firmes.
Las grandes puertas se abrieron emitiendo el gruñido de un oso bostezando, y el aroma arcilloso a papel viejo me llenó las fosas nasales.
El interior de la biblioteca parecía más una colección privada que un edificio público. Habían diseñado los pasillos con el fin de acentuar la arquitectura del recinto, por lo que el lugar era un laberinto intrincado en el que ningún camino llevaba a donde parecía llevar. Yo me habría pasado el día de lo más feliz buscando la edición rústica perfecta para guardármela en el bolsillo trasero, pero, para variar, tenía un trabajo que hacer.
Estaba claro que el resto de la ciudad no compartía mi pasión por la biblioteca. Después de pasar un buen rato deambulando por entre las sinuosas estanterías encontré a la única ocupante de aquel lugar, acuclillada en uno de los pasillos. La bibliotecaria tenía unos treinta años y llevaba una chaqueta azul marino y pantalones grises. Teníamos aproximadamente la misma edad, pero a ella el tiempo la había tratado como a un vino fino, y a mí como a leche dejada al sol. Una trenza de cabello castaño claro le caía todo a lo largo de la espalda, y tenía la piel de color caramelo y con pecas. Me vio acercarse y me sonrió con unos labios que se le habrían podido arrojar a un marinero en el agua para que no se ahogase.
—Ah, tú debes de ser el chico de los recados del director. —Se puso de pie y nos dimos la mano. Sus dedos eran largos y delgados, y envolvieron los míos en su totalidad. Eran dedos hechos para la brujería.
—Fetch Phillips —dije—. ¿Cómo sabes que no soy un usuario de la biblioteca?
—Reconozco un bebedor cuando lo veo. Si el sol va camino al horizonte y no tienes una copa en la mano, apostaría mucho dinero a que estás trabajando.
La chica era lista por partida doble: libros y calle. Yo pensaba que ya no quedaban flores así en el jardín.
—Este es un edificio impresionante. ¿Hace mucho que trabajas aquí?
—Diez años —dijo, dejando que sus dedos se deslizaran de mi muñeca—. Pasando por fuego, Coda y vampiro.
—¿Cuál ha sido peor?
—¿Realmente quieres saber eso, soldado? —Me clavó una mirada que estaba llena de ironía pero libre de reproches, luego me dejó a un lado y caminó por el pasillo—. No fue Ed, sin lugar a dudas. Al principio, me conformaba con tener algo de compañía, pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta de lo afortunada que era de que nuestros caminos se hubieran cruzado. El profesor es indudablemente la criatura más inteligente que he conocido. Ven, voy a enseñarte su habitación.
Me guio por un estrecho pasadizo de libros hacia una escalera de mano apoyada contra la pared de atrás. Se extendía hacia arriba, más allá del sector de novela, hasta un agujero que había en el techo.
—Adelante.
Apoyé el pie en el primer peldaño, y la escalera se movió sobre las tablas del suelo.
—¿Tú no vienes?
—Por supuesto. Pero tú llevas puesto un chaquetón y yo, pantalones ajustados. Me imagino que un tipo decente se ofrecería a subir él primero.
Asentí con la cabeza, sonreí como un idiota y comencé a subir. La escalera tembló cuando ella hizo lo propio.
—¿El anciano subía por aquí todos los días? —pregunté.
—Lentamente y quejándose, pero siempre decía que el ejercicio le venía bien.
Ayudé a la bibliotecaria a pasar de la escalera a un pequeño descansillo que había al final. Desde allí arriba tuve la oportunidad de admirar la complejidad de la biblioteca. Las estanterías de libros se curvaban y fluían hacia todos los rincones como las raíces de un árbol rebelde. El sistema de registro debía de ser una pesadilla.
Los largos dedos de la bruja abrieron la puerta y revelaron un espacioso loft construido encima del techo. Inclinó la cabeza para pasar por debajo del arco de la entrada y me guio al interior de la habitación, que estaba bañada por la luz solar.
Hicimos una pausa para adaptarnos al sol de la tarde, que lo inundaba todo a nuestro alrededor. Los laterales de la habitación eran más ventana que