El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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      Primera edición.

      El verano que inventamos la nieve.

      © 2021, Ana Draghia.

      © Onyx Literature SL.

      www.onyxeditorial.com

      © Corrección: Arantxa Comes

      © Ilustración cubierta: Carolina Garrido.

      © Maquetación física: Munyx Design.

      © Maquetación digital: Gonnhe.

      © Ilustraciones interior: freepik.

      Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.

      Para los que sueñan en presente

      y piden deseos a las estrellas fugaces.

       Así duele una noche,

       con ese mismo invierno de cuando tú me faltas,

       con esa misma nieve que me ha dejado en blanco,

       pues todo se me olvida

       si tengo que aprender a recordarte.

      La ausencia es una forma de invierno, Luis García Montero

      Nota de la autora

      Antes de perderte en esta historia y descubrir cómo se inventó la nieve en verano, dejo una nota previa sobre la música de la novela. Al estar ambientada en 1981, todas las canciones que aparecen son anteriores a esta fecha —francesas, italianas e inglesas—. Pensé mucho en hacer un listado para que pudierais escucharlas, pero después llegué a la conclusión de que era mejor que las descubrierais —si no las conocéis ya— al mismo tiempo que lo hacen Lucile y Timmy. Sin embargo, aunque yo escuché todas estas canciones mientras escribía, quiero dejaros también algo más de música —posterior a 1981— que me ha ayudado/inspirado en algunas partes muy especiales de la novela.

      Empiezo por el disco de The Lumineers, Cleopatra, en especial: Sleep on the Floor, Cleopatra, Angela, Ophelia y My Eyes. El álbum de Sufjan Stevens, Carrie & Lowell, del que he escuchado en bucle No Shade in the Shadow y Fourth of July. Y casi me olvido de Fine Line, el álbum de Harry Styles. En cuanto a canciones sueltas, Half a man de Dean Lewis, El baile de Izal, Il italiano de Toto Cotugno, Quelqu’un m’a dit de Carla Bruni, Désenchantée de Mylène Farmer —la solía escuchar en el tocadiscos de mi madre cuando era pequeña—, Pour que tu m’aimes encore de Céline Dion, Je vole de Louane.

      Espero que vosotros encontréis los lugares a los que pertenecen o les asignéis otros nuevos, y que les regaléis otras tantas canciones que os recuerden a este verano que para mí ya siempre será eterno.

       gato

      Prólogo

      1921, Villa dei Cardellini, Italia

      En medio del invierno escucho el canto de los jilgueros a través de las paredes huecas. Con la mejilla apoyada sobre el cemento frío, las lágrimas se escapan mientras aprieto fuerte los ojos para que su rostro no se borre de mi memoria, como sí que se está yendo su voz. Es un intento fallido de no olvidar lo que los días se han llevado: parte de los recuerdos y de los anhelos. Sin previo aviso, todo tiene color de añoranza, un ocre desgastado que cubre el mobiliario de la casa, la ropa y las noches en vela.

      Cada parte de él ahora me hiere en la piel. Aparecen cicatrices profundas que se abren desde dentro y florecen en la superficie solo cuando siento el regusto salado en los labios, en el paladar. Estoy llorando de nuevo. Desde que ya no está, la casa tiene un insoportable olor a soledad. Quien se pregunte a qué huele, diré que a polvo acumulado en la repisa de la chimenea, a hogar cerrado, a serrín, a café enmohecido, a pan quemado, a promesas que no se pueden cumplir.

      —Beatrice.

      Mi hermana ha vuelto a visitarme esta mañana. Viene a diario, y yo no puedo pedirle que deje de hacerlo porque sé que eso la heriría y la preocuparía mucho más de lo que ya lo está. Su corazón es de esa clase que se arrodilla ante el dolor ajeno, se postra y espera a ser reclamado en cualquier momento. Siempre he envidiado esa forma tan humana que tiene de comprender los silencios y la aflicción.

      Me alejo de la pared en la que estaba apoyada y me aproximo a ella, que se encuentra en el umbral de la puerta, sosteniendo una bandeja con baci di dama, mis dulces favoritos. Le acaricio la cara y la beso en la frente. Se vislumbra una sonrisa en sus labios finos y algo violáceos a causa del frío hibernal.

      —¿Cómo te sientes hoy? —me pregunta. Acto seguido, los ojos se le ensombrecen.

      —Bien, bien.

      La invito a pasar y tomo la fuente de metal de entre las pequeñas manos de Gianna. El moreno de su tez contrasta con la palidez de mis dedos al rozarse. No sé cuándo fue la última vez que salí a tomar el sol, aunque insiste en que lo haga a diario, incluso ahora que los días son más breves y la luz, menos templada. Quizá con la llegada del verano me anime a abandonar mi reclusión, este luto que nadie me reconoce porque él no era mi esposo. Mientras tanto, el frío me retiene junto a las brasas que se apagan, en esta estancia de la villa donde todo es más nítido que allí fuera.

      Tomo una de las galletas con almendras y le doy un mordisco. Ella aparta las cortinas para que se alumbren todos mis callados demonios. Casi me encojo cuando los rayos de la mañana me ciegan. Incluso a varios metros de distancia, veo que se agarra a la gruesa tela de su vestido azul celeste y acaba repitiendo su súplica constante:

      —Ven conmigo, Beatrice.

      Niego con la cabeza y siento, una vez más, que se me revuelve el estómago solo de pensar en abandonar la villa. No es que yo no quiera marcharme, es que la casa no me lo permite. Tanto mi hermana como yo nos criamos en ella, era el hogar de nuestros padres y se convirtió en el mío cuando ellos fallecieron y Gianna se casó. Aquí íbamos a vivir Giulio y yo; aquí habrían nacido y crecido nuestros hijos. Quizá correrían entre los viñedos y las chicharras llenarían cada espacio con su canto.

      —Prefiero quedarme.

      —¿Hasta cuándo? —Sé que hace un esfuerzo por callar y no recordarme que él no va a volver, que es demasiado tarde para seguir aferrada al pasado que se pierde en la nieve cuajada del jardín delantero—. No me gusta que estés sola —añade.

      —No estoy sola. Tú estás conmigo —le digo para que abandone las ganas de seguir atormentándome con su petición de irme a vivir con ella y su esposo—. Y tengo amigos.

      —¿Qué amigos?

      Me arrepiento de haberlo dicho porque, aparte de ella, nadie ha pisado esta casa en muchísimo tiempo. Las pocas amistades que tenía las fui apartando a medida que vieron que no me iba a convertir en lo que esperaban que fuera. Creo que mis amigas nunca comprendieron que tuviera la necesidad de escoger cómo quería vivir mi vida. Pese al esfuerzo que hice para que se dieran cuenta de que no era peor persona por no hacer lo que la sociedad esperaba de mí, ellas se distanciaron, convencidas de que no era normal pensar así, no estaba bien.

      —Tienes… tienes muchos pretendientes, hermana. Una chica con tu belleza, tu forma de ser, tu herencia…, era de esperar que aprovecharan la oportunidad de cortejarte. —Saca el tema con la misma naturalidad de siempre, quizá porque Gianna también ha seguido los pasos de las otras mujeres de nuestro pueblo.

      Quisiera decirle que no he elegido a ninguno de esos hombres, como sí sucedió con Giulio. Con él no hube


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