El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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que tiene. Le han crecido las patillas desde la última vez y un bigote canoso que no le sienta demasiado bien, pero, como a mamá le gusta, mi opinión no cuenta. Se ha echado el pelo hacia atrás con algún tipo de gomina, porque reluce desde aquí, y sonríe como si tuviera trece años.

      —¡Lu!

      Estoy esperando a que me reprenda por mi actitud de la última semana con respecto a las vacaciones. No lo hace. Sale al porche. Tiende la mano para cogerme la mochila que llevo colgada al hombro. Se lo permito porque pesa demasiado y estoy agotada tras un pateo de horas. Se la coloca sobre el hombro y da otro paso más. Es arriesgado, los dos lo sabemos, pero Domenico está presente y es consciente de que, pese a todos mis arrebatos, suelo guardar las apariencias delante de los extraños; así que me da medio abrazo y susurra:

      —Justo a tiempo. Bienvenida.

      —No tan bienvenida como esperaba —le digo yo a mi vez, lejos del alcance de los oídos de Domenico, que en realidad no sé quién es todavía.

      —Has llegado perfectamente, no te quejes.

      —No gracias a ti, que me has dejado tirada en la estación.

      Le dedico una sonrisa llena de rencor. Él suspira y vuelve a alejarse.

      Al final, consigo que todo aquel que me rodea retroceda un paso. Me quedo sola. Ya debería haberme acostumbrado a estas alturas; ya no tendría que producirme esta sensación de ahogo en la boca del estómago.

      —Veo que ya conoces a Domenico. Cuida de la Villa dei Cardellini cuando no estamos aquí. Él y su familia.

      El señor asiente muy satisfecho por su labor. El Novio también parece complacido. Y yo comprendo, sin más, que sí que había alguien mirándonos desde la ventana y que debía de ser alguno de esos familiares de Domenico.

      —¿De quién es este sitio?

      —Era de mis padres. Fallecieron hace años. Venga, entra. Estarás cansada.

      —Signore Pierre, voy al pueblo —le informa Domenico.

      Él le encarga comprar un par de cosas a las que no presto atención y aprovecho el momento para volver a centrarme en lo que me rodea. A los pocos segundos, entro. El Novio no me sigue, aunque sé que me mira. La puerta también es bajita, por lo que me agacho de nuevo. Las baldosas del suelo son de un color verdoso que hace juego con la naturaleza y lo campestre de la villa. La pintura de las paredes es de un blanco desgastado, como las cáscaras de los huevos. Tras subir las escaleras, compruebo que algunos dormitorios tienen papel pintado, algo viejo, algo roto.

      El suelo del piso superior es de madera. Cruje a mi paso. Cruje mientras por las ventanas entra una luz cegadora en la que flotan millares de motas de polvo. También se oyen las chicharras, el agua de la fuente, un silencio quebrado que se esconde debajo de las alfombras, en los antiguos armarios, entre las páginas amarillentas de los libros. Cada habitación es diferente, cada una de ellas tiene su propio silencio, que se escapa por las puertas abiertas cada vez que yo entro y salgo.

      Lo inspecciono todo. Cada detalle. Como este póster a medio colgar de France Gall. Tarareo una de sus canciones cuando me cuelo entre esas cuatro paredes que son de otra persona. La cama está sin hacer. Sobre ella veo unos pantalones cortos tirados en una esquina. También hay dos ejemplares de la revista Le Monde de la musique. Me siento un segundo y las ojeo por encima. A continuación, me distraigo con las espirales negras del papel pintado, las hojas de un cuaderno abierto sobre la mesa, que se mueven debido al aire, el walkman con los auriculares, la pila de cassettes.

      Me pesan los ojos y la canción de mi cabeza se apaga.

      Me apoyo sobre los almohadones. Subo los pies a la cama.

      En un momento dado, comienzo a ver las cosas borrosas. La luz me acaricia las mejillas. Desaparece el traqueteo del autobús, los problemas se ausentan, como mis miedos, como las ganas de gritar.

      Antes de quedarme dormida, vislumbro los marcos de las ventanas y una silueta que se coloca durante un segundo frente a la luz. Un suave olor a lavanda llena toda la habitación y, cuando caigo en el sueño, llegan ecos de un canto lejano.

       bicicleta

      Capítulo 2

      Me despierta una canción distinta y una voz de mujer que susurra. Es un eco que se escucha justo cuando sueño que tengo siete años y mi padre me lleva subida sobre sus hombros.

      Los dos reímos.

      Es un recuerdo.

      Los párpados se mueven y nosotros desaparecemos. Todo parece surgir en un deseo y no en la memoria.

      Al principio, no sé dónde estoy ni cuántas horas he dormido. El colchón reacciona con un ruido estridente al desperezarme. Miro a mi izquierda. Los marcos de las ventanas me atraen de nuevo. Debe de tratarse del verde botella que los tiñe. Cada cosa que he mirado antes de dormirme sigue en su sitio y, aunque ninguna de ellas me pertenece, sonrío.

      Pero todo se desordena de pronto. Una voz las cambia de lugar.

      —Por fin despiertas.

      Giro la cabeza hacia esa voz grave, que se rompe en la garganta.

      Apoyado contra el armario de madera que hay frente a la cama, me encuentro a un chico alto y delgado. Tiene el pelo castaño oscuro, ondulado y despeinado. Los mechones más cortos le llegan a la altura del mentón y los más largos, por la mitad del cuello. Sus ojos verdes resaltan en contraste con la piel pálida. Me mira con una seriedad que me aturde.

      Me incorporo tan rápido que me mareo. Me pongo en pie y compruebo, aunque él no se mueve del sitio, que es más alto que yo. Ni siquiera pestañea. Deja las manos cruzadas a su espalda y me observa.

      —Creía que ibas a tardar más en meterte en mi cama. —Sonríe con malicia.

      —¿Perdona?

      Se muerde el labio inferior, entrecierra un poco los ojos, frunce el ceño. Después ladea una sonrisa que me produce un escalofrío que no comprendo. Parece que vaya a echarse a reír de un momento a otro.

      —Perdonada.

      «Será imbécil».

      —¿Tú quién eres?

      Yo ya me lo figuro. Solo lo sospecho y no lo sé a ciencia cierta porque nunca he visto una foto suya. Tampoco es que haya mostrado mucho interés en verla, la verdad.

      —Timothée.

      Es él. El hijo de el Novio y el chico que estaba frente a la piscina mirándose los pies. El mismo que no se ha dado cuenta de que había llegado o no ha querido ni molestarse en saludar. Puede que tenga más sentido la segunda opción.

      «Pensando bien de la gente desde 1963».

      —Tú eres Lucile.

      Se pasa la mano por el pelo. Tiene los ojos un poco caídos, lo que, aunque parezca sorprendente, le da más intensidad a su mirada. Todavía no sé a qué se debe, quizá a su parentesco con el Novio o a su actitud arrogante, pero sé, casi al momento, que me cae mal. Bastante mal, siendo honesta.

      —¿Cuánto tiempo llevas mirándome?

      —Mucho menos del que te gustaría —asegura.

      En cuanto lo dice me entran ganas de lanzarle algo a la cabeza. Tengo que hacer un ejercicio de contención para no quitarme las zapatillas y hacerlas volar por los aires.

      Por fin se aparta del armario. Recorre el dormitorio casi en un baile, un poco hipnótico. No puedo dejar de mirarle los pies. Y por dentro… Me siento estúpida porque aún estoy adormilada y no puedo darle una contestación que le baje los humos. ¡Menuda manera de empezar las vacaciones!

      —Veo que has toqueteado todas mis cosas. ¿Te ha gustado lo que has visto?

      —No


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