El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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no parece que vaya a conseguirlo. Todo el mundo se expone sin temer nada y eso me asusta.

      Salgo de la bañera, me seco con una de las toallas que han colocado sobre mi cama —imagino de quién se trata, pese a que no me haga gracia decirlo—, me pongo la ropa interior, unos vaqueros cortos y anchos y una camisa de manga corta que se anuda a la altura del ombligo. Me peino la melena rubia hacia atrás y colocó los mechones rebeldes detrás de las orejas. Cuando acabo me doy cuenta de que lo más interesante que he hecho en lo que va de mañana ha sido tener un encontronazo con Timothée. Pues sí que están bien las cosas por aquí, ¿no?

      Vuelvo al dormitorio arrastrando los pies con toda mi desgana. No sé dónde tengo que depositar la ropa sucia, así que, por el momento, la coloco sobre una silla que hay junto al armario. Me asomo a la ventana y me quedo así tanto rato que, cuando veo a Timothée llegar corriendo por el camino, se me ocurre mirar la hora. Son casi las siete. Casi las siete y ya he hecho todo lo que había en mi lista. Reconozco que lo de entretenerme sola nunca ha sido mi fuerte. ¿Es contradictorio? Pues sí. Soy incapaz de estar con personas, pero tampoco he aprendido a no necesitarlas. A lo mejor la bipolar de los dos soy yo.

      Me aparto de la ventana antes de que él me vea. No me apetece que piense que lo estoy vigilando, sería capaz de insinuarlo después de acusarme de haber rebuscado entre sus objetos personales. Lo conozco poco, sin embargo, algo me dice que disfruta bastante fastidiando a todo aquel que se ponga en su camino.

      Cierro la puerta del dormitorio, porque pasará por delante cuando vaya a la ducha. Me tumbo en la cama, bocarriba, con las manos cruzadas sobre el pecho. El techo se me queda corto después de recorrerlo de esquina a esquina cuatro veces. Me reincorporo de un salto. Vuelvo a tumbarme. Otra vez, sentada. Cojo impulso y me echo hacia atrás. Elevo las piernas y pego las puntas contra la pared. La postura me relaja mientras intento encontrar otro entretenimiento.

      Cierro los ojos. Hace mucho que no dibujo. Eso podría distraerme.

      Suspiro.

      Saco de la mochila el bloc de dibujo y el estuche metalizado. Mi madre me enviará una maleta grande con mis cosas, aunque dudo que eso me ayude a disfrutar más del verano, va a estar llena de mis libros de texto porque debo estudiar para recuperar todas las asignaturas que he suspendido.

      Cierro al salir de la habitación. Ya en el pasillo, oigo correr el agua en la bañera. Me quedo parada un segundo. Hay una sombra alargada en el suelo que acaba desapareciendo. ¿Qué ha sido eso? Voy hacia una de las ventanas. Está abierta, como todas en esta casa. Me asomo. Qué extraño… No veo ningún árbol frente a ella ni nada que pudiera haberla proyectado. ¿Un pájaro que volaba cerca? No parecía un animal. Aunque ha sido tan rápido que no me ha dado tiempo a contemplar mejor la figura.

      «¡Lucile, por Dios!», la voz de la señora fumadora me amonesta, así que me dejo de conjeturas estúpidas y camino en dirección a las escaleras. Tengo la cabeza demasiado saturada para pensar con claridad. Ya se sabe que, en cuanto una se aburre, la imaginación juega en su contra para mantenerla despierta. Es un instinto de supervivencia que me ayuda a no enloquecer.

      Al pasar por delante, me percato de que la puerta de Timothée está abierta. Otra vez. No puedo dejar de fijarme en ese detalle tan insignificante para los demás y tan importante para mí. No tiene nada que ver con ningún trastorno obsesivo compulsivo, solo es una cuestión de seguridad. Quizá él no tema mostrar sus debilidades, y, si eso es cierto, siento mucha envidia de la facilidad que tiene para no guardar secretos.

      —No lo hagas —susurro.

      Es un consejo para mí misma. Pese a la advertencia, me asomo un segundo. Todo lo que ayer había en el escritorio está perfectamente recogido hoy. La cama sigue deshecha. Sobre ella hay una camiseta roja a rayas y un libro abierto que me muero por curiosear. «Solo sería un segundo, miraría el título y me iría».

      Me voy antes de que Timothée pueda oler siquiera mi presencia. No me gustaría que sospechara que he estado rondando su dormitorio, lo usaría en mi contra. Bajo las escaleras de dos en dos, a pequeños saltos. Antes lo hacía a menudo, ahora he perdido agilidad y se nota en las piernas y en los tobillos. Salgo de la casa y voy directa hacia la fuente. Hace demasiado calor y me apetece ponerme un rato a remojo.

      Me siento enfrente de la estatua, en el lado opuesto de la piscina. Justo en el borde. Sumerjo los pies y me coloco el bloc sobre las piernas. El metal del estuche hace un ruido que me resulta familiar cuando lo abro. Antes lo llevaba conmigo a todas partes, sigo haciéndolo, en realidad. Fue lo primero que guardé en mi mochila de viaje, solo que ahora me da más apuro usar el carboncillo y los colores.

      Al principio, no me atrevo a pasar las páginas. Hay decenas de rostros de personas. Mis personas. Abro el bloc por una página que sé que está en blanco. Cojo un carboncillo y trazo líneas rectas, líneas curvas para darles forma a los labios del busto, los ojos, las ondas del pelo. Olvido qué me hacía sentir tan pequeña un segundo atrás. Sobre el papel, cada garabato es un camino que me aleja de lo que me oprime. Me ayuda a respirar.

      Estoy tan lejos de la villa que tardo en darme cuenta de que alguien ha puesto música; no una cualquiera, sino la canción que escuché el día anterior mientras dormía y que ahora reaparece desde alguna parte de la casa. Saco un pie del agua y me giro hacia las ventanas abiertas. Dejo el bloc sobre el césped, junto al estuche. Me levanto y voy de un lado a otro. Cuanto más me acerco a la casa, más la oigo. Y después la voz de la canción, voz de mujer, letra en italiano, se entremezcla con la voz grave de un hombre. Esa sí que descubro de dónde viene.

      Domenico está junto a la viña y yo me acerco sin hacer ningún movimiento brusco. Siempre he pensado que el ser humano se asusta mucho más que los animales cuando alguien invade su espacio vital.

      Canta a pleno pulmón, baila con un racimo de uvas en las manos y eso me hace sonreír.

      —Buongiorno, Domenico8.

      —Buongiorno, signorina Lucile!9

      Pronuncia mi nombre como Luchile. Me gusta.

      —¿De dónde viene la música? —pregunto.

      —Del signorino Timothée —me contesta al tiempo que sigue bailando con una figura imaginaria—. Pone música todas las mañanas desde que era pequeño. Su madre solía hacerlo y ahora él ha heredado esa bonita costumbre.

      —¿Y qué canción es esta?

      —Signorina! —exclama casi ofendido, hace un gesto juntando todos los dedos de la mano derecha y repite el movimiento como si se llevara algo a la boca—. Il cielo in una stanza, de Gino Paoli.

      —Pero si canta una mujer.

      —Sí, Mina. Hay muchas versiones, signorina. Ma questa è la più bella10.

      No sé mucho sobre música italiana, así que me gusta descubrir el entusiasmo con el que sigue cantando estrofas a pleno pulmón.

      —¿Quiere probar las uvas? Están un poco ácidas aún, pero en unas pocas semanas estarán dolce, dolce11.

      Me acerco y arranco un par de uvas del racimo. Sí que están ácidas. Aun así, me gustan. La canción prosigue unos pocos segundos más y, a continuación, empieza a apagarse. Se apaga del todo. No se vuelve a escuchar nada más en los siguientes minutos.

      —Domenico, ¿aquí la gente joven qué hace? —me atrevo a preguntar.

      —Vivir, Lucile.

      Niego con la cabeza al tiempo que me río. Me apoyo en la verja e insisto.

      —¿Hay más gente de mi edad en la zona?

      No es que sea una persona muy social, vaya, pero no sé si seré capaz de estar tantos días sin hablar con nadie y, aunque sé que el Novio se mostraría encantado de que cediera y nos pasáramos el día compartiendo confidencias como dos colegialas, eso no va a pasar.

      —Los jóvenes van al lago, hacen excursiones con las bicicletas, salen a bailar.

      —¿A


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