El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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que ir con él a ninguna parte. No lo hago porque no quiero parecer borde, por eso y porque me da la sensación de que, por ahora, Domenico es mi único amigo aquí. No puede peligrar el poco contacto humano del que voy a disfrutar durante estos dos meses.

      —Mi sobrina también suele ir. Puede acompañarla.

      Siento una sacudida de alegría. Asiento con vehemencia. Debería decirle que, en realidad, estoy castigada y que tengo que estudiar para recuperar las asignaturas pendientes, pero sería dar demasiadas explicaciones, y algo me dice que esto tampoco lo disuadiría de que me fuera a vivir la vida loca y a disfrutar de mi juventud.

      —Voy a volver.

      Señalo hacia la piscina.

      —Claro, dai, dai!

      Se despide con la mano.

      Cuando llego al borde de la piscina, el estuche está justo donde lo he dejado, pero no hay ni rastro del bloc.

      —¿Qué?

      Me asomo incluso a la piscina, no vaya a ser que se haya caído dentro, aunque hoy no sopla el viento, ha amanecido un día sereno y muy soleado, demasiado para mi gusto.

      Giro sobre mí misma hasta que, a lo lejos, a unos treinta metros, veo la misma silla de ayer, contra otro ciprés. Timothée está sentado y sostiene el enorme bloc entre las manos. Pasa las hojas como si le pertenecieran.

      Me apresuro y voy en su dirección como una fiera que acabara de ser liberada.

      —¡Eh! —le grito.

      Sé que me oye, a pesar de que no se digna a mirarme hasta que no estoy frente a él. Se baja un poco las gafas sobre el tabique nasal y me observa por encima de sus pestañas con tanta calma que hace que me hierva la sangre a causa de la impotencia que siento.

      —Eso es mío. —Señalo con el dedo lo que tiene entre las manos—. ¿Me lo das?

      —No están mal. Nada mal, en realidad. Va a resultar que tienes algo bueno y todo.

      Se pone de pie y se aleja con el bloc de dibujo entre las manos.

      —Dámelo —le exijo.

      —¿Quién es?

      Me enseña un rostro que no quiero recordar. Alguien a quien quise y que también me quiso antes de que nuestra relación se estropeara. Mi padre. Por aquella época, siempre estaba a mi lado, orgulloso de mis logros, dispuesto a protegerme de cualquier cosa que pudiera hacerme daño. Ahora parece que eso forma parte de una película que vi hace lustros y que soy incapaz de recordar con claridad.

      Estoy apretando la mandíbula y los puños cuando doy un salto hacia él y se lo arranco de entre las manos. Una hoja se rasga al tirar. Él se quita las gafas. Parece sentirse culpable por el estropicio, no tanto por las lágrimas que me queman en los ojos.

      —Perdona, no quería que se rompiera.

      —¡Vete a la mierda!

      Me alejo dando grandes zancadas. Me sigue. No parece comprender que lo último que me apetece en este momento es tener su sombra acechándome, igual que su molesta voz y esa expresión de pena que le ha aparecido de pronto en el rostro. Incluso sus ojos verdes se resienten y se apagan. Me tiene lástima, y la sensación que eso deja en mí es insoportable.

      —Lucile, venga. —Me coge del brazo. No sirve de nada, porque logro apartarme—. Ha sido sin querer, te lo prometo. Estaba ahí tirado, en el césped, y he sentido curiosidad. Tú también cotilleaste ayer.

      —No es lo mismo.

      —¿No?

      —Solo había dos revistas sobre la cama. No cogí nada más. Esto es algo personal.

      —Vale —asiente—. Pensaba que solo eran dibujos. Lo siento.

      No son solo dibujos, son parte de mi historia, y no quiero compartirla con nadie. No estoy preparada para hacerlo, para explicar cómo me siento, que me asusta haber perdido a muchas de las personas que un día dibujé. No quiero. No puedo. Soy incapaz.

      —¿Por qué no te vas al lago o a dar una vuelta y me dejas en paz? —le sugiero.

      Levanta las manos en señal de rendición y se va. Se aleja. No discute conmigo. Una parte de mí quiere que lo haga, quizá porque tengo mucho que decir y me estoy mordiendo la lengua para no hacer más daño. Quiero gritarle a alguien, y encuentro mi objetivo cuando cinco minutos después entro en casa hecha una fiera y me topo con el Novio.

      —Lucile, ¿has comido algo? Anoche no llegaste a cenar y…

      —Ya, ya.

      Se queda parado como una estatua y encoge los hombros igual que lo haría alguien a quien le hubieran lanzado, sin previo aviso, un jarro de agua fría en plena cara.

      —¿Qué? Solo quería saber si habías desayunado —se queja él, apesadumbrado.

      —¿Ahora te importa si estoy bien?

      —Siempre me ha importado que estés bien.

      Cuando lo dice, sus ojos bajan la guardia y veo múltiples arrugas nublarle la mirada y también los labios, que no se cierran del todo, como si procurara encontrar las palabras adecuadas para arreglarme, porque es evidente que estoy estropeada.

      —No eres mi padre. ¡No lo eres!

      —No lo pretendo. Dame una tregua, por favor. Estoy preocupado por ti, Lu.

      —¿Es que no lo entiendes? No quiero estar aquí. —Mi voz se vuelve un eco en la amplitud del rellano—. No me apetece que seamos amigos. Solo eres el novio de mi madre. No me importas, no me caes bien. No hay nada que puedas hacer por mí.

      —Lu, lamento mucho que te sientas así y que digas eso. Te prometo que esto no es un castigo. Tu madre y yo creímos que era bueno para ti pasar el verano aquí, apartarte un poco de ciertas personas, cambiar de aires.

      —Cambiar de aires… —murmuro.

      —Sí, dejar atrás lo que no te hace bien.

      —¿Mi ciudad, mis amigos, mi vida no me hacen bien?

      Se le escapa un suspiro profundo y se muerde los labios.

      —Quiero decir de lo que te hace daño. De quien te hace daño, Lu.

      —¡Vosotros me hacéis daño! —grito sin haberlo pretendido—. ¿Es que no os dais cuenta de que no he pedido nada de esto?

      Él intenta decirme algo más, quizá que no alce la voz, que no le hable así. No tiene oportunidad, porque, hecha un basilisco, lanzo el bloc y el estuche contra la pared y salgo corriendo tan rápido como me permiten las piernas.

      —Lucile —oigo que me llama—. ¡Lu, espera! Vuelve. Hablemos.

      Lo ignoro.

      Corro por el camino de grava. Llego a la puerta, la abro, salgo y cojo la bicicleta que ayer dejé apoyada contra la pared. Me subo en ella y pedaleo hasta que me dan calambres en los gemelos y el tobillo se me resiente. Cuando después de una hora no puedo más, paro. Me tumbo debajo de un árbol, a la sombra.

      Respiro y espiro. Lo hago tantas veces que no sé cuánto tiempo pasa. ¿Por qué tuvo que castigarme precisamente así? ¿Por qué no encontró otra forma más amable de hacerme daño? La odio. Odio a mi madre. Ojalá se hubiera sentado a hablar conmigo, me hubiese podido quedar en Lyon, sola, y no tendría que enfrentarme a todo esto, al futuro que les espera juntos y en el que, por desgracia, estoy incluida como una maleta que hay que llevar de un sitio a otro. Y que, además, está rotísima.

      —Lu, Pierre es muy importante para mí —me dijo mamá al poco de que se conocieran, una tarde cualquiera, sentadas en la terraza de casa.

      —¿Cómo puede serlo si no lo conoces de nada? ¿Y si no es tan buena persona como te ha parecido? —insistí yo. No estaba preparada. Dejar entrar a alguien en nuestras vidas era impensable.

      —Cuando


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