El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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Después lo peinó con los dedos. Era una táctica de distracción, porque sabía que eso me relajaba—. Prométeme que le darás una oportunidad.

      Gruñí un poco con el fin de que entendiera que pondría de mi parte, pero no tenía ninguna intención de darle un voto de confianza a Pierre. Creo que fue en ese momento cuando su nombre se me hizo cuesta arriba y decidí ponerle un apodo, porque así parecía mucho menos real. Por eso y porque pensaba que mamá dejaría de verlo como el ser bondadoso que era para ella y acabaría por poner fin a la relación.

      No hace falta decir que todas mis esperanzas cayeron en saco roto, porque siguen juntos, más felices que al principio y dispuestos a hacer de nosotros una especie de familia feliz. Y esto en mi cabeza no tiene cabida.

      El calor y la sed me obligan a regresar un par de horas después del ridículo episodio que he protagonizado, al irme como una desquiciada. Pese a todo, este tiempo me ha servido para recuperar algo de calma, aunque no sé cuánto podré mantenerla a raya. Eso sí, llego a una conclusión inequívoca: nunca me llevaré bien ni con el Novio ni con su hijo.

      Regreso a la Villa dei Cardellini mucho más despacio de lo que he llegado hasta este prado. Las cuestas son eternas. Se me salen los pulmones por la boca. Estoy en una condición física malísima. Antes no era así, antes mis pies y mi cuerpo flotaban. Ahora ya no sé cómo dar vueltas en el aire.

      Deposito la poca energía que me resta en llegar hasta la villa.

      La bicicleta se queda otra vez en su sitio. Aparcada bajo la escasa sombra de la parte superior del muro de hormigón.

      Domenico ya no está cuando atravieso el portón. Debe de haberse ido hace rato. Cae la tarde y no he comido, pero tampoco me apetece. Entro en la casa, no hay rastro de nadie, solo se escuchan los típicos sonidos del verano: el correr del agua y las chicharras.

      Subo las escaleras y voy directa a mi habitación. Al pasar por la de Timothée, lo veo durmiendo en la cama, bocabajo y con un brazo colgando. La mano toca el suelo. Un mechón de su pelo ondulado le cae sobre un ojo, la nariz y parte de la mejilla izquierda.

      Sigo andando cuando, por un segundo, me doy cuenta de que me he quedado embobada observándolo. Me convenzo de que ha sido la tranquilidad que lo rodea la que ha captado mi atención y no otra cosa.

      Entro en mi dormitorio y cierro automáticamente la puerta. Encima de la cama encuentro mi bloc y el estuche abollado. Ni siquiera me acordaba de que los había lanzado en un arrebato de ira. Supongo que la pintura ya no es importante para mí. O sí, y solo quiero esconderlo bajo llave para que no me lo quiten también, para que la vida no me arranque esta otra forma de respirar.

      Sobre el bloc hay un trozo de papel doblado. Lo cojo. Es una nota, no quiero leerla al principio. Opto por arrugarla y tirarla a la papelera. Lo hago, de hecho, aunque un minuto después me levanto de la cama y la recupero.

      Bella.

      Al instante, sé que es de Timothée. Me cabrean dos cosas: una, que tiene una letra bonita y dos, que no entiendo por qué me escribe una chorrada como esta. Arrugo el papel de nuevo y esta vez sí que se va al fondo del cubo.

      —Imbécil.

      Sin embargo, por muy idiota que me parezca y pese a todos mis esfuerzos, esta noche sueño con él, con un candelabro viejo, una vela que se apaga, unas risas lejanas, profundas, que llegan a través de un amplificador.

      Estoy en medio de un corro de personas sin rostro, aunque tengo la impresión, por lo poco que distingo de sus cuerpos, que son hombres. Les pido que dejen de mirarme, que se aparten. No lo hacen. Me choco con ellos al intentar escabullirme, incluso gateo entre sus piernas. Todo es en vano. Al final, cuando la habitación empieza a girar a mi alrededor tan rápido que pierdo la noción del espacio y todo se emborrona, me adueño del candelabro para iluminarles los rostros. El de Timothée no está en ninguna parte, ha desaparecido entre la multitud y en la estancia solo quedamos los desconocidos, yo y la risa, que se vuelve aguda.

      A lo lejos, veo a un niño correr. Se detiene un segundo junto a la puerta. Me mira. El resto de los presentes no se dan cuenta. Entonces sonríe y se despide con la mano al tiempo que yo comienzo a gritar y las llamas de las velas se hacen tan grandes que me ciegan, me engullen.

      El sueño se vuelve una pesadilla de la que me despierto sudando, con la mano en el pecho y el camisón adherido al cuerpo igual que si se tratase de una segunda piel.

      Una luz tenue se cuela por debajo de la puerta. Alguien debe de haber dejado encendida la bombilla del pasillo. Giro el pomo. Me tiembla la mano, aún no consigo respirar sin dificultad. Estoy tan confundida que incluso me parece oler el humo del fuego que había en mi sueño. Para cuando abro la puerta, me doy cuenta de que todas las luces están apagadas. No hay nada. Todo es oscuridad.

       bicicleta

      Capítulo 4

      El timbre de una bicicleta me distrae de las páginas de Los miserables. De pronto, me olvido de lo que estaba diciendo Cosette, dejo el ejemplar sobre la mesita de noche y voy a echar un vistazo por la ventana. Oigo una risa de mujer que se mezcla con una voz de hombre. La de él me resulta familiar, con todo lo malo que conlleva para mí asociar esa palabra a alguien que considero un desconocido.

      Apoyo los codos en el marco e intento atisbar algo entre los cipreses. Hoy hace más calor que otros días, por eso las chicharras también cantan más fuerte. Las hojas de los árboles no se mueven, no hay brisa, ni nubes. Me inclino un poco más hacia delante. A la derecha veo a una chica con una larga melena castaña y un vestido rosa corto. Timothée está con ella. Le acaricia el hombro y siguen riéndose. La bicicleta está entre los dos, pero eso no les impide besarse. Se besan despacio, sin ninguna prisa.

      Pienso en Jean-Luc. Por un segundo, no recuerdo todo el daño que me ha hecho, solo me atrapan los momentos felices en los que caminábamos por Lyon cogidos de la mano, nos besábamos, nos mirábamos a los ojos durante horas… Echo de menos todas esas sensaciones, pese a que sé que no regresarán nunca, no quiero que lo hagan porque él me ha hecho demasiado daño.

      Paso por alto que sigo asomada a la ventana y que miro a Timothée y a la chica de rosa. Cuando me doy cuenta, él ya me ha visto y se le retuerce una sonrisa complacida en sus labios rosados.

      Se despiden. Él se no se mueve de donde está, con la camisa entreabierta, como la lleva siempre, y las manos en los bolsillos. Ella se monta en la bicicleta y se marcha. Entonces Timothée levanta la cabeza de nuevo. Podría haberme escondido, sin embargo, no lo hago. Le sostengo la mirada. Observo el cielo durante unos segundos y vuelvo a la cama. Cojo la novela de Victor Hugo y recupero la página por la que me he quedado.

      No tarda ni cinco minutos en llamar a la puerta. ¡Oh, sorpresa!

      —Adelante.

      ¿Por qué no podrán dejarme en paz?

      Abre. Entra con toda la tranquilidad del mundo. Lo miro de reojo. Hoy lleva ropa ancha que esconde un poco su cuerpo delgado y hace que su espalda parezca más ancha de lo que en realidad es. Da una vuelta por la habitación sin decir nada.

      —¿No me vas a preguntar qué quiero?

      Enarco una ceja y vuelvo a concentrarme en la lectura. Pienso que, si lo ignoro, se acabará yendo. Me equivoco, porque él sigue aquí. Se toma su tiempo para mirar las pocas cosas personales que he dejado sobre el escritorio o sobre la mesilla de noche.

      Me pone nerviosa, así que al final coloco el libro abierto sobre mi estómago y le pregunto, mientras intento mantener la calma, qué quiere.

      —Saber qué haces.

      —¿No lo ves?

      Se muerde el labio intentando no sonreír. Le nacen, encima de las comisuras de los labios, dos hoyuelos profundos en los que no me había fijado y a los que ahora tampoco tendría que prestar atención.

      —Lo veo —contesta—, pero


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