El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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esperado, y miro espantada hacia todas partes por si alguien tiene el sueño ligero y se ha despertado.

      Cuando me relajo, me doy cuenta de que debe de haber sido la corriente la que ha cerrado la puerta del baño. Vuelvo sobre mis pasos casi de manera instintiva. Camino despacio por el pasillo que lleva al cuarto de baño. Tanteo las paredes para no darme de bruces con alguna cosa, aunque tampoco hay ningún objeto que me entorpezca. Para cuando llego al aseo, la puerta está abierta.

      Palpo la pared interior a ciegas. Busco el interruptor de la luz hasta que lo alcanzo y se enciende una pequeña bombilla titilante en el techo. Me asusta la sombra del albornoz que hay colgado en el perchero y que se muestra oscura sobre la pared que tengo en frente. Otro brinco incontrolado y un grito ahogado.

      —¿Qué demonios…? —digo tras echar una última ojeada. Apago la luz, cierro y retomo mi camino hacia la cocina. Es normal que en una casa tan antigua como esta haya ruidos, sombras y paredes que parezcan que vayan a venirse abajo.

      Mientras desciendo las escaleras, solo se escuchan mis pisadas sudorosas sobre el suelo. El crujido de la madera primero, después, en el piso de abajo, la piel hace ventosa con las baldosas resbaladizas. Ese sonido me tranquiliza. A ratos se ve amortiguado por los grillos, por el ulular de algún ave nocturna, por los primeros piidos de los pájaros en la mañana. En otros momentos, es lo único que se oye: piel y suelo.

      Hay algo en este instante que me pertenece solo a mí, que logra que olvide la rabia. Sé que no será permanente, que bastará una mirada, una palabra, cualquier cosa para alejarme una vez más. Apartarse es sencillo; dejar que se acerquen es lo complicado. Eso me ha dicho siempre mi madre, que tiendo a esconderme incluso estando rodeada de gente. Me encojo hasta desaparecer y, cuando me he quedado fuera del alcance del mundo e intento volver, ya no sé cómo hacerlo.

      Entro en la cocina, que encuentro de casualidad porque ayer no llegué a trastear esta parte de la casa. Abro la nevera. Hay zumo, leche y fruta. En la despensa localizo algo de pan duro. Después de beberme un vaso de leche, cojo una manzana y salgo fuera.

      Aún no ha salido el sol y ya se percibe el calor que va a hacer durante el día. Me siento en el balancín que vi cuando llegué, ese en el que se replegaban las enredaderas. No quiero pensar en nada y no sé cómo voy a lograrlo durante ocho semanas. Este es mi castigo por no ser lo que ellos quieren. «Tú no eras así», suele decirme mamá. A veces me gustaría gritarle que es normal que una persona no sea la misma toda su vida, que se merece cambiar, aunque se deba a razones demasiado dolorosas.

      Me resulta tedioso pensar que voy a estar aquí incomunicada, repitiendo cada día la misma rutina, aguantando a el Novio con su bigote ridículo mientras intenta ser mi amigo. Por no hablar del idiota de su hijo, porque sí, lo es, un imbécil de mucho cuidado con aires de fanfarrón. El único que me cae bien de momento es Domenico, y, creedme, eso no es un alivio, porque un señor de sesenta años no creo que tenga intención alguna de escuchar las luchas internas de una adolescente atolondrada como yo.

      Aquí no hay nadie de mi familia.

      Aquí no tengo nada.

      —Bella —susurra una voz rasgada desde las sombras.

      Casi me atraganto con la manzana cuando lo veo frente a mí.

      Ni siquiera me he dado cuenta de que alguien había salido de la casa. Timothée debe de haberlo hecho por la entrada principal. Lleva puestos unos pantalones cortos, una especie de jersey de manga larga y unas deportivas. Y me ha llamado bella. O eso me ha parecido escuchar. En el caso de que mi oído no me haya fallado, lo primero que pienso es que muy probablemente sea bipolar.

      —¿Qué haces despierta tan temprano?

      Se agacha y se ajusta los cordones de la zapatilla. Coloca un pie sobre uno de los escalones y apoya un codo en la rodilla. Parece cómodo, relajado, como si nos conociéramos desde hace muchísimo tiempo y no le molestara en absoluto la nula confianza que hay entre los dos. Las personas extrovertidas siempre me han parecido de otra especie.

      —Ah, ya veo. —Se fija en la manzana—. No te salió bien la jugada, ¿eh?

      Sonríe igual que ayer, provocador. Creo que sabe que lo es. Es más, diría que le gusta esa actitud de prepotencia que le hace sonreírme como si ya hubiese plantado bandera en un territorio por conquistar. No sabe lo equivocado que está, lo lejos que se encuentra de pisar tierra firme, porque conmigo va a ir en un barco a la deriva.

      —¿Qué jugada? —pregunto.

      —La de no bajar a cenar. Me pareció bastante inmaduro por tu parte esconderte en tu habitación. ¿Cuántos años tienes que te comportas como una cría?

      Me mosqueo, lo noto no solo por dentro, sino también en la tirantez de la cara.

      —Estaba durmiendo —le digo—. Y tengo diecisiete, ¿cuántos tienes tú? ¿Tres añitos? —Las dos últimas palabras las pronuncio con voz de bebé, lo que le provoca una carcajada que le sale de lo más profundo de la garganta.

      —Sei l’unica bambina, Lucile6.

      ¿Es que todos saben hablar italiano aquí? ¿Da por hecho que yo también?

      —¿Qué?

      —Me voy a dar un buen paseo. Te dejo que sigas zampando. Ciao!7 —Se despide con la mano igual que en el servicio militar, cuadrándose como un soldado.

      Cumple con lo que dice. En un abrir y cerrar de ojos, se ha esfumado por arte de birlibirloque. Me quedo hecha un manojo de nervios. Ha roto la calma; esa calma de baldosas, pájaros y brisa. De repente, ha parecido que otra puerta se cerraba de golpe en algún lugar de la casa y se rompía el equilibrio. Cuando eso sucede, el caos es atronador. Algunos nos hemos acostumbrado a abrazarlo, pero a veces la quietud es más agradable, a pesar de que estemos menos acostumbrados.

      Mientras veo clarear el cielo, caigo en la cuenta de que sé pocas cosas de el Novio, sí, pero menos aún de su hijo. «¿Y para qué quiero saberlo?». Es mi subconsciente que me regaña por dedicarle tiempo al insolente de Timothée. «Sabes que tengo razón». Mi voz interior suena en estos momentos a señora que ha fumado mucho en su vida. Me percibo áspera conmigo misma y no solo con el resto de la gente, parece que haya dejado de aguantarme, que esté cansada de la nueva Lucile, esa que tanto aborrecen mi madre y el resto del mundo.

      Acabo de comer. Lo hago a desgana porque se me ha cerrado el estómago. Me balanceo un rato en el columpio y tarareo una canción que me gustaba escuchar cuando era pequeña. La bailaba subida a los pies de mi padre. Veo amanecer. Veo cómo se despiertan las nubes y se desperezan con lentitud al tiempo que el maullido de dos gatos se va aproximando a mí. Suenan a bostezo reprimido. Uno aparece sobre el muro. Se sienta y me observa, igual que hizo ayer. No tardo en reconocerlo: su pelaje oscuro, sus ojos brillantes y esa expresión de mal genio que tiene en su cara regordeta. Es al único a quien puedo sonreírle con sinceridad. Él no me juzga, pero también acaba yéndose. Igual que se van las estrellas, la luna, la noche.

      Preparo una lista mental de cosas que podría hacer durante el día. Mi subconsciente también traza otra: la del perdón. Perdonar es mi gran tarea pendiente y el listado, por desgracia, tiene varios nombres escritos. Los aparto a manotazos. Rompo el inventario en pedacitos muy pequeños y le prendo fuego. Mejor centrarme en las cosas cotidianas que sí que puedo llevar a cabo sin echarme a llorar o sin amenazar a alguien con el puño en alto.

      Lo primero es darme una ducha, apesto, lo último que me apetece es que Timothée se pavonee por la casa diciendo que no hago uso del cuarto de baño. Además, considero que ahora es la ocasión perfecta, teniendo en cuenta el contratiempo del pestillo. No sé si llego a ruborizarme al recordar que alguien, en concreto él, podría entrar de repente, lo que sí sé es que me arden ligeramente las mejillas.

      Vuelvo al piso de arriba, cojo una muda limpia, voy al baño. Me deshago del pijama, me meto en la bañera y me ducho tan rápido como puedo. Tengo la sensación constante de que alguien va a tirar del picaporte. Esto en casa no me pasaba. Vivir con mamá tiene sus ventajas, entre otras, que trabaja mucho y que las puertas llevan pestillos incorporados.


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