El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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estar a mi lado. Ahora no estoy preparada para contarles a unos extraños los miedos que me asaltan.

      —Prométeme que los recibirás. Por favor.

      Le sonrío, aunque sé que la angustia debe de irradiar por cada comisura de mi boca. Me conoce demasiado bien como para engañarla con una mueca mal disimulada.

      —¿Tanta prisa tienes por casarme? ¿Temes que no sea capaz de salir adelante sin un hombre? —Su expresión cambia y yo me arrepiento de haber sido tan brusca—. Puede que me cueste asimilar la vida sin Giulio, sí, no obstante, eso no significa que me haga falta otra compañía que no sea la mía propia.

      Tenemos opiniones muy diferentes sobre lo que cuchichea la gente a mis espaldas, quizá por eso no puedo negarme del todo y acabo cediendo. Por ella. Solo por ella hago un esfuerzo y salgo de la burbuja que he creado a mi alrededor, porque, si bien a mí no me importa en absoluto lo que la gente diga de mí, soy consciente del daño que puede ocasionarle a Gianna los comentarios de sus vecinos.

      —Está bien. Los recibiré. No pongas esa cara, por favor.

      Da un par de saltos y se abalanza sobre mí.

      —¡Gracias, Beatrice! Sabes que solo quiero que seas feliz, ¿verdad? No hay otra cosa en esta vida que desee más. Eres lo más preciado que tengo. Mi hermana, mi amiga y mi confidente, y te quiero con toda mi alma. Es que me mata verte así. Quiero que tengas todo lo que te mereces. Ni más ni menos.

      Asiento mientras la rodeo con los brazos y, por un segundo, pienso en lo desgraciado que haría al hombre que tuviera que vivir a mi lado después de Giulio, pero también me doy cuenta de lo egoísta que soy permaneciendo aquí sola, cuando sé lo difícil de sobrellevar que es mi enfermedad. Para mi hermana no es sencillo cargar con una inquietud tan grande.

      —Voy a estar bien. Te lo prometo —susurro entre sus rizos, tan oscuros como los míos. El olor a lavanda me transporta a años luz de este momento. Sigue preparando el mismo jabón que elaboraba nuestra madre, y una nostalgia callada me asalta y el vértigo se arremolina en la boca del estómago.

      Cuando unos días después cedo a los deseos de Gianna y recibo en la villa a los jóvenes que se pelean por mí como una insignia de guerra, algo en mi pecho duele; quema al igual que la mecha de la vela que tengo junto a mi mano y que acerco a las yemas de los dedos una y otra vez. No puedo dejar de hacerlo porque es lo único que logra que me sienta lejos de estos desconocidos que me observan como quien mira a un objeto.

      Me he esforzado durante la velada por complacer sus peticiones, por contestar a sus ruegos con buenos modales, por abandonar mi asiento y bailar en el salón cuando no tenía ganas. Reconozco que ha habido un rato en el que he notado la calidez de sus sonrisas y la estancia se ha llenado de aromas diferentes, donde la soledad no tenía cabida. La melodía que han entonado entre todos me ha arrancado una carcajada, la primera desde el año pasado, y eso también ha sido agradable.

      Pero, sin previo aviso, llegan las sombras, que atraviesan las luces como puñales.

      No sé en qué momento ocurre. Diría que después de la canción, puede que en el transcurso del baile. Hay algo que se quiebra en alguna parte de mí y noto la humedad en los ojos. Me enjugo las lágrimas con la manga del vestido antes de que puedan verme. Para apartar la mirada de ellos, me centro en las velas del candelabro, en la luz débil que desprende y que ilumina recuerdos muy vivos. Rozo el metal hasta que me aferro a él, con los dedos agarrotados. Me pregunto, y juro que es un pensamiento volátil, si podría ver a Giulio una vez más, en el caso de que la luz fuese más intensa. Mucho más que una vela, que dos, que tres. Una hoguera que eliminara la oscuridad de los párpados y lograra que los rasgos de su bello rostro volvieran.

      No sé cuándo sucede. El fuego se extiende, lo primero que veo es una irradiación muy potente; lo siguiente, el humo, pero en ningún momento aparece él. No hay rastro de lo vivido juntos. Solo el pánico que nos invade a todos, porque estamos atrapados en la casa y no podemos escapar de las llamas que empiezan a adueñarse de la madera del suelo y de las vigas.

      Nos morimos entre el humo denso y las llamas fulgurantes.

      Soy incapaz de recordar cómo empezó el incendio ni por qué no logré salir nunca de aquel invierno gélido. Ya no puedo escuchar los jilgueros ni bañarme en la luz del verano que mi corazón tanto ansiaba. Aquí siempre hace frío y el tiempo pasa lento en la soledad de estas paredes. Tan lento que incluso olvido mi nombre. Vuelvo con una canción que me atrapa, pero me escondo otra vez. Son instantes que desaparecen con la misma rapidez con la que llegan. Sin embargo, cuando he ido quedándome dormida, alguien recorre la villa en un silencio infinito y, en ese paseo de pisadas amortiguadas, llena la casa de una tristeza tan grande que no lo aguanto y salgo de mi escondite para abrazar el invierno que trae consigo, porque, quizá, me recuerda demasiado al mío.

       bicicleta

      Capítulo 1

      Verano de 1981

      La luz se filtra entre los cipreses mientras asciendo por la colina en la bicicleta oxidada. El camino serpenteante acaba frente al muro de piedra. Rodea la villa igual que una falda agarrada a la cintura de sus cimientos. Su baja altura permite divisar a lo lejos las copas de los árboles más grandes, el piso superior de la casa y su tejado de color terracota. Creo escuchar música, una lenta, de la que oprime el pecho. Debe de ser fruto del cansancio, de toda la tensión acumulada en el viaje, de mis temores más callados.

      Cuando ya estoy cerca de la entrada, freno en seco y, al arrastrar los pies, levanto una polvareda que me hace toser. El chirrido de la bicicleta al detenerse va acompañado del rugido de mi estómago, ya que en las últimas horas solo he comido unas galletas rancias que llevaba en la mochila. A lo mejor, con el estómago lleno, tendría pensamientos más optimistas, mantendría la rabia bajo control y desaparecerían mis ganas de gritar como un mono aullador. Pero se trata solo de una fantasía momentánea que desaparece en cuanto recuerdo dónde estoy y qué me ha traído hasta aquí.

      Unos pájaros me distraen al posarse en las columnas laterales del portón de madera, trinan sin apartar la mirada de mí, la intrusa, y echan a volar poco después, dejando tras de sí un puñado de plumas cuando un gato negro, de mirada ambarina, salta sobre la tapia y, de un zarpazo, los espanta. Nos contemplamos uno al otro durante un minuto largo hasta que bosteza, desciende de un salto en la otra parte del vallado y me deja con la misma cara de idiota que tenía un momento antes.

      —Genial… —digo sin ahogar el suspiro que llevo conteniendo todo el viaje. Ya pesaba.

      «Verano de 1981, ojalá desapareciera para no vivirte», pienso.

      Espero a que alguien escuche mis plegarias silenciosas, pero no ocurre nada, como era de esperar, así que me quedo sentada tanto rato sobre el sillín de la bicicleta que pierdo la noción del tiempo.

      Esta situación me supera. Pasar el verano en una villa de la Toscana con el novio de mi madre y su hijo va a ser una pesadilla de la que querré despertar a diario. Más aún cuando ella se va a ausentar durante varias semanas, él me revienta la paciencia y su hijo es un total y absoluto desconocido. Si a esto le sumo que no me hablo con mi padre, he suspendido todas las asignaturas del Liceo y mi novio me ha dejado, ya tengo los ingredientes necesarios para hacer que mi vida entera salte por los aires en cualquier momento. Sobre todo, porque soy una bomba de relojería que ya está activada.

      He llegado hasta la villa pedaleando en esta vieja bicicleta. Pierre —el Novio— la dejó en la estación de autobuses con una nota garabateada con tinta azul, apenas legible: «Te esperamos en casa». Reconozco que descubrir que no había venido a recogerme no ha contribuido para nada a mejorar mi humor. Aunque, según él y mi madre, no me merezco esa clase de atenciones; tal vez tenga algo que ver con el hecho de que dos días atrás lo llamara imbécil por teléfono.

      Sea como sea, después de estar más de diez horas en un autobús nocturno que me ha traído desde Lyon contra mi voluntad, he tenido que pedir indicaciones en mi tosco italiano para encontrar


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