El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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natural, su expresión se vuelve incluso más altanera. Recuerdo la figura oscura que he visto antes de dormirme y empiezo a creer que ha estado aquí conmigo desde entonces. Lo estrangularía si pudiera.

      —Es que no puede molestarte porque no he rebuscado entre tus cosas —aclaro de nuevo.

      Echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

      Me fijo en su nariz recta y en cómo se le cierran los ojos. Tengo que apartar la mirada para no retener más detalles, no quiero que ninguno de los miembros de esta villa se vuelvan familiares para mí, ni sus expresiones, ni nada que tenga que ver con ellos. Quiero recordar solo las ventanas, no su perfil, ni su cuerpo relajado con una pierna colgando y la otra doblada, ni cómo juguetea con sus dedos.

      «Pues parece que no te está saliendo muy bien eso de ignorarlo».

      «Cállate».

      «Como tú quieras».

      Las típicas conversaciones que cualquier persona normal tendría consigo misma.

      —Lucile.

      Dice mi nombre y recuerdo la canción que he escuchado mientras dormía. ¿De dónde habrá salido? ¿Por qué sigo en esta habitación después de que este engreído me haya hablado como lo ha hecho?

      —Es Lu.

      —Timmy.

      Nos miramos. Sonreiría si él hubiese sido más amable.

      —Bueno, Lu —me doy cuenta de que pronuncia el diminutivo con recochineo, enarcando las cejas—, no te quiero rondando por mi habitación.

      Pongo los ojos en blanco. Lo que me faltaba por escuchar. ¿Para qué voy a regresar yo a su dormitorio sabiendo que él estará aquí?

      —Entenderás que todos necesitamos nuestra intimidad, ¿no? —dice con tono condescendiente—. Que, oye, no es que me importe que vengas, pero no siempre estaré solo. Entiendes lo que te digo, ¿verdad?

      —¿Traes chicas aquí?

      No me contesta. Eso evidencia que sí.

      —¿Y tu padre te deja?

      Recuerdo a mi madre la vez que me encontró con un amigo en el sofá de casa. Por poco nos echa a los dos, escoba en mano. Se ve que Pierre es mucho más moderno y tolerante con ciertos temas.

      Se encoge de hombros como única respuesta. Creo que me quiere decir que su padre no lo sabe. Pienso en chantajearlo, aunque luego me digo que no tengo ninguna necesidad. Que le vayan dando a Timothée. Que les vayan dando a todos.

      —¿Tengo una habitación? —pregunto ignorando lo que me ha dicho.

      —Al final del pasillo. Espero que la pintura de 1952 esté a tu gusto. Ah, y compartimos el baño. Mi padre tiene su dormitorio abajo y su propio aseo —me cuenta.

      —¿Tenemos que compartir el baño?

      —Sí. Bueno, espero que te duches, la verdad. Para eso hay agua corriente. A no ser que lo de la higiene no sea lo tuyo. En ese caso, tendremos un problema, porque también compartimos pasillo.

      Quisiera matarlo. Y sería fácil. Solo tendría que acercarme hasta la ventana y darle un empujoncito. Uno pequeño que lo hiciera tambalearse y caer de culo en la hierba. Seguro que se le borraría esa mueca estúpida de la cara.

      «Calma, Lu, no le permitas ganar».

      —Pues claro que me ducho.

      La sonrisa siguiente es una declaración de intenciones.

      Me doy la vuelta para irme, no quiero regalarle ni un segundo más.

      —Ah, Lucile.

      Me detengo junto al quicio de la puerta. Acaricio la pared casi de manera instintiva. Siempre me han gustado las texturas y las sensaciones que se quedan en la piel. Para mi desgracia, creo que él se da cuenta de esta pequeña distracción. Mira mis dedos, que resbalan por el papel. Espero a que se burle o me haga alguna pregunta. Ya sé que soy rara. No sería el primero en recordármelo. No dice nada.

      —¿Qué?

      —El baño no tiene pestillo.

      Parpadeo varias veces seguidas después de su comentario.

      —¿Me estás tomando el pelo?

      —No, solo te aviso para que no me espíes. O para que lo hagas, si te apetece. No sé. Lo dejo a tu elección. En la habitación no eres bienvenida, pero en el aseo sí.

      Sí, definitivamente me está vacilando.

      «Y tú estás tolerando que te vacile, idiota. ¿Te has olvidado la personalidad en Lyon?».

      No le contesto nada, simplemente me voy.

      Recorro el pasillo. Veo la puerta entornada del baño. Compruebo lo que acaba de decirme. En efecto, no tiene pestillo. Cojo aire y lo voy soltando poco a poco. He caído en picado, a partir de ahora debería ir hacia arriba, ¿no? Miro al techo, espero una respuesta o una señal divina que me confirme que todo va a ir bien. Por supuesto, nadie se digna a contestarme. En fin.

      Mi habitación está a escasos metros de la de Timothée. Pared con pared, en realidad, por seguir con la estela de mi mala suerte. Lo único que me falta es que ronque o hable en sueños para rematarme.

      Sobre la cama encuentro mi mochila, sábanas, toallas, un pijama que no sé de quién es y una linterna. No hay nada personal en esta estancia; es una habitación de invitados como cualquier otra, donde no se espera a alguien querido ni importante, sino a un visitante, alguien que está de paso. Como yo en esta historia.

      Me quedo embobada mirando el papel amarillo de las paredes. Tomo asiento en el borde del colchón. De pronto, no se escucha nada. El dormitorio se emborrona cuando, unos minutos después, las lágrimas me resbalan por las mejillas. Todo va mal, lo siento, sin embargo, no sé explicar qué es.

      Puede que sea yo.

       bicicleta

      Capítulo 3

      Antes de que salga el sol, ya estoy hambrienta y no hago otra cosa que dar vueltas en la cama y aporrear el duro colchón con los puños. Anoche bajé a cenar, pero las risas del salón me hicieron volver a subir los peldaños de las escaleras. Ahí abajo había demasiada complicidad, en la que no encajaba, además, tampoco me sentía preparada para disimular y hacer ver que no me importaba que ellos dos se tuvieran el uno al otro y yo fuera solo un estorbo, alguien a quien no tenían más remedio que soportar.

      El Novio subió poco después; lo sé porque tocó a la puerta. No le contesté ni siquiera cuando pronunció mi nombre al otro lado. Sabía que no se daría por vencido tan fácilmente, así que apagué las luces y fingí que dormía. Después se marchó y permanecí en la cama hecha un ovillo, mi posición favorita de defensa contra las emociones humanas. Estaba muy enfadada y no podía remediarlo por más que intentaba comprender a qué se debía todo ese resquemor. Di vueltas entre las sábanas, tantas que estas acabaron enredadas entre mis piernas.

      El estómago se queja. Llevo muchas horas sin comer nada y de las galletas del autobús no me queda ni el recuerdo, por eso a las cinco y media de la madrugada me visto y recorro la casa en silencio en busca de comida. Es tan ridículo que reconozco que se me escapa una risita. Siento como si estuviera preparándome para robar. Hay cierta emoción en intentar no ser descubierta, que todos sigan durmiendo.

      Llego hasta la habitación de Timothée en tres grandes zancadas. Ha dejado la puerta entreabierta, cosa que yo nunca hago. No me asomo, aunque una pequeña parte de mí se siente tentada a echar una ojeada. Reprimo este estúpido deseo. «Sí, Lu, porque es estúpido, casi tanto como tú por haber huido a tu habitación sin cenar». Lanzo un manotazo al aire para que la estúpida voz de mi conciencia termine de atacarme de esta manera tan vil.

      Estoy a punto de seguir


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