El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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pero no deja que la visión de ambos enredados en el agua le achante el ánimo. Saluda a todo el mundo y me presenta a Paul, Francesca, Alizée y Alexander. Me parecen simpáticos, aunque nunca se me han dado demasiado bien las primeras impresiones. Siempre termino equivocándome.

      —Vamos a molestar un poco a esos dos —dice Alizée cuando ya hemos acabado con los besos y los apretones de manos—. Lo hacen a propósito, mientras el resto estamos aquí a dos velas. ¡Se van a enterar!

      Todos la corean. Quieren interrumpir el momento romántico que está teniendo lugar en el agua. Una parte de mí agradece que estén ahí y no en la hierba. No esperaba que Timothée estuviera aquí. De hecho, me pregunto cómo es posible que haya llegado antes que nosotras. Se ha tenido que ir justo después de poner la canción en el tocadiscos.

      Los chicos echan a correr hacia el lago y nadan en dirección a la pareja. Yo también me quito la ropa, no tanto porque me apetezca zambullirme con Timothée cerca, sino porque hace mucho calor y he sudado tanto que la camiseta y los pantalones se me adhieren a la piel.

      Vittoria se sienta debajo de un árbol y bebe agua de una botella de cristal que llevaba en la mochila. Me la pasa y doy varios tragos que me refrescan un poco y me hacen recuperar el aliento.

      —¿No vienes? —le pregunto.

      —No, yo me quedo.

      Tampoco se deshace de los pantalones largos y la blusa. Debe de estar asándose.

      —¿Por qué? Seguro que el agua está fresca. ¿No tienes calor? Nos damos un chapuzón lejos de esos dos empalagosos y volvemos aquí, a la sombra.

      —No, ve tú. Estoy bien.

      Recuerdo un detalle importante. Las gafas.

      —¿No te apetece bucear un poco?

      —Lu, no insistas. Por favor.

      Esta es la primera vez en lo que va de día que Vittoria no sonríe. Se me hace extraño, así que me acerco un poco más y me arrodillo frente a ella, creo que después de lo bien que se está portando conmigo lo menos que puedo hacer es devolverle el favor, si es que me lo permite.

      —¿Qué te pasa?

      Baja la voz cuando me contesta:

      —Es que me da vergüenza.

      Agacha la cabeza. Le rozo el mentón para que me mire a los ojos y no se esconda.

      —¿Qué es lo que te da vergüenza?

      —Desnudarme.

      Tengo que leerle los labios para comprender lo que dice.

      Pongo los ojos en blanco, mi expresión favorita, la cojo de las manos y tiro de ella. No pienso aceptar que se quede aquí pasando un calor infernal solo porque la sociedad le haya metido estúpidas ideas en la cabeza sobre qué cuerpos valen y cuáles no.

      —No voy a consentir que te mueras de una lipotimia —digo teatralmente.

      —No me voy a morir. —Se ríe mientras tiro de ella.

      Creo que necesita que lo haga. Ella lo ha hecho conmigo esta mañana, en el estudio. Ha venido a tenderme una mano que me ha ayudado a no quedarme sola un día más.

      —Levanta —insisto.

      —Para, Lu —se queja.

      Al final, logro que se ponga de pie, tirando e insistiendo. Cuando estamos una frente a la otra, le desabrocho el lazo de la blusa, la cojo por el bajo y se la saco por la cabeza.

      Desde el lago nos silban. Los ignoro. Ella no sabe cómo.

      —Esto es raro —comenta, sonrojada.

      —Pues quítate tú la ropa. —Cruzo los brazos sobre el pecho—. No pienso nadar hasta que no vengas tú también.

      —Es que yo prefiero quedarme aquí.

      —Vale, pues me quedo contigo.

      Me acuesto sobre la hierba un poco disgustada. Me hubiese gustado darme un chapuzón, lo reconozco, pero, si ahora me necesita aquí, voy a quedarme justo donde estoy hasta que se sienta preparada para verse como yo la veo; hasta que se atreva a dejarse llevar sin miedo a lo que los demás puedan opinar sobre ella.

      «No estaría mal que tú también tuvieras la valentía de hacerlo».

      —No tienes por qué quedarte, de verdad.

      Ya no la escucho. Me he tumbado bocarriba. Permanezco así un buen rato, con los ojos cerrados porque los rayos de sol me ciegan. Sin darme cuenta, he empezado a tararear una canción que me encanta.

      —¿Qué cantas?

      Vittoria está a mi lado, apoyada contra el árbol, como unos minutos atrás, antes de que la obligara a levantarse. No la distingo bien, así que cierro los ojos otra vez.

      Canto un poco.

      —Michel Fugain —oigo cuando acabo.

      No es Vittoria, por supuesto.

      Me incorporo sobre los codos. Timothée está delante de mí, vestido solo con un bañador corto con motivos florarles. Es un espanto.

      «Pero solo el bañador, ¿no?».

      «Piérdete un rato, estúpida voz».

      Se agacha y se sacude el pelo, y, como consecuencia de ello, me moja las piernas y el vientre. Tanto él como Vi se ríen ante mi cara enfurruñada.

      —¿Qué haces?

      —Solo es agua. Es que esta chica se enfada por todo. —Esto último se lo dice a Vittoria—. No hay forma de tenerla contenta.

      Me percato enseguida de cómo lo mira. Lo quiere. Aparte de lo romántico, siente cariño por él. Debe de ser bonito que sientan algo así por uno.

      Él se tumba a mi lado, de costado. Demasiado cerca para mi gusto. Lo observo, Timothée hace lo mismo conmigo. Por un momento, me olvido de que no estamos solos y me siento igual de vulnerable que en el baño. Tengo la sensación de que sabe exactamente en qué pienso.

      Pienso en el suicidio de su madre, por eso soy incapaz de decirle nada.

      Roza con un dedo mi mejilla y luego se relame, divertido.

      Me ruborizo.

      «¡Tendrá poca vergüenza! Esto me pasa por tonta y por dejarme convencer por Vi, que lo ha puesto en un pedestal como si se tratara de un ser celestial».

      —¿Por qué no os bañáis? —pregunta entonces.

      Por un instante, soy el príncipe que salva a la doncella en apuros.

      —Vittoria no se encuentra demasiado bien y me he quedado a hacerle compañía —le digo—. He preferido entretenerla un rato.

      —¿Y has pensado que amenizarle el malestar con tu voz desafinada era buena idea? —se burla él recordando que me ha sorprendido cantando.

      —Mejor quedarse sorda por mi culpa que provocarle arcadas mientras vosotros os dais el lote —contraataco. No pienso dejarme ganar esta vez.

      —Chicos, venga —interviene Vi.

      Cuando nos miramos, ambos sabemos que acabo de ganar el primer asalto.

      Timothée se arrastra por la hierba hasta llegar junto a Vittoria. Le pone una mano en la frente y mira hacia las copas de los árboles, de un verde tan intenso como el de sus ojos.

      —No te habrá dado un golpe de calor, ¿no?

      Ahora que la ha tocado sí que se lo va a dar. Intento no sonreír ante este pensamiento. Me doy cuenta de que a ella quizá le apetezca que me vaya. No tengo claro lo que quiero yo, así que opto por regalarle un momento de intimidad con el chico que le gusta.

      —Ahora que estás tú aquí voy a… —Señalo el lago.

      —Claro —asiente


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