El verano que inventamos la nieve. Ana Draghía

El verano que inventamos la nieve - Ana Draghía


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de lo que creía, pero nadar me relaja. Una vez más, el frescor pone fin al calor que siento por todo el cuerpo. ¿Por qué me hace sentir así? Le basta una mirada para desestabilizarme.

      Me sumerjo y aguanto la respiración.

      Debajo del agua solo se oye el burbujeo del oxígeno que va hacia la superficie. También se escuchan unas risas amortiguadas, gritos de cosquillas, el viento. Es una calma maravillosa en la que desearía quedarme hasta que me olvidara de lo que hay fuera. Aquí todo es más sencillo, menos angustioso.

      Dejo de resistirme y floto hacia ninguna parte. Las ramas de los árboles no se mueven, cubren el lago y camuflan el agua de verde. Sé que esto no durará mucho, sin embargo, hay una belleza extraña en los colores, en los olores, en la música que resuena en mi cabeza.

      Nado hacia el otro lado del lago, hasta la otra orilla, lejos de mis nuevos amigos. No quiero que piensen que soy una borde, como ha insinuado Timothée, solo soy una egoísta borracha del sol de la Toscana. Y quiero retener el sabor del agua en el paladar un poco más, que no me lo quiten las palabras vacías, ni las sonrisas forzadas, ni las preguntas innecesarias.

      Camino entre los árboles, descalza. Me molestan un poco la tierra y las piedras, aunque pronto dejo de prestar atención. Solo se escuchan los pájaros, una pequeña rama que quiebra algún animal, el murmullo de un riachuelo que no sé dónde está.

      Me siento sobre el tronco partido de un árbol. La corteza es áspera. Mi piel se acostumbra enseguida a la sensación. Acaricio la superficie y sé que nunca, dan igual los años que pasen, podré olvidar el hormigueo que se me instala en las yemas de los dedos.

      —Aquí estás.

      Me asusta cuando aparece entre los árboles.

      —¿Es que no puedes dejarme sola ni un momento? ¿Te ha dicho tu padre que no me quites los ojos de encima o está entre tus aficiones ser mi sombra?

      Niega con la cabeza y siento alivio. Lo último que le hace falta a este castigo es añadirle un canguro. Bastante tengo ya con ordenar todas mis emociones e intentar no convertir este viaje en la peor experiencia de mi vida. A lo mejor, si me concedieran un poco de espacio, como hace un momento, podría apreciar las cosas buenas que esconde este lugar.

      —Me ha parecido raro que estés aquí sola. Además, no conoces bien la zona, si te internas demasiado en el bosque, podrías perderte.

      Mi acto reflejo es poner los ojos en blanco y bufar.

      —¿Bosque? Si hay cuarenta árboles a lo sumo, Timothée.

      —¿Y qué haces entre estos cuarenta árboles, Lucile?

      —Intentar encontrar un motivo para no tirarte este palo a la cabeza —espeto con una sonrisa tirante mientras le muestro el arma con la que lo acabo de amenazar.

      —¿Y has encontrado alguno?

      —Para lanzártelo, más de cien; para no hacerlo, ninguno.

      Pierdo el segundo asalto cuando se me escapa una sonrisa tras su primera carcajada. Estamos empate ahora mismo y mi parte más competitiva no puede soportar que un engreído como Timothée la derrote.

      —Tregua —pide—. Solo he venido a enseñarte un sitio.

      —¿Qué sitio? ¿Un barranco desde el que empujarme?

      —Todo lo contrario, te voy a llevar al prado de los amantes. —Enarca las cejas con la intención de provocar alguna reacción nerviosa en mí.

      Maldito Timothée.

      —¿De los amantes? —pregunto después de aclararme la voz—. ¿Por qué no se lo enseñas a Martina? Seguro que descubre nuevas partes de tu cuerpo a las que agarrarse. Si te sigue tirando del pelo igual que antes, a los treinta estarás calvo.

      «Punto para mí».

      Por un momento, pienso que pondrá cara de perro apaleado, pero, dado que no he respetado la tregua, me devuelve el golpe y volvemos a estar en tablas.

      —Ya se ha agarrado a todo, tú por eso no sufras. Lo de la alopecia me preocupa más. A lo mejor, si me das un beso en la cabeza, evitamos el desastre.

      Se acuclilla frente a mí.

      —¿Y por qué iba a funcionar una cosa tan absurda?

      —Encima que te lo pongo fácil para que me huelas el pelo y desaprovechas una oportunidad como esta. —Se lo está pasando genial a mi costa. No hay más que verlo—. En fin. Vamos, ven conmigo.

      Echa a andar, pasa por encima del tronco y continúa hacia el interior del bosque.

      Lo sigo a regañadientes.

      —¿Adónde vamos?

      —Ya te lo he dicho, al prado de los amantes.

      Teniendo en cuenta que no me queda más alternativa que obedecerlo y seguir sus pasos, acabo viendo el sitio en cuestión: un claro rodeado de abedules, donde la luz se cuela como si lo hiciera a través de una vidriera de colores.

      —¿Aquí traes a las chicas? —pregunto tras recorrer el paraje con los ojos.

      —A veces.

      No esperaba que contestara sin más.

      —El prado de los amantes —repito recordando sus palabras—. He de reconocer que es más bonito de lo que esperaba. Aunque pierde cierto encanto al pensar en cuánta gente debe de haberse metido mano aquí.

      Timothée asiente mientras da una vuelta en silencio. A los pocos minutos, se tumba justo en el centro. No sé si espera que haga lo mismo. Me limito a cambiar el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. A decir verdad, no sé qué narices hacemos aquí cuando deberíamos estar con los demás o, por lo menos, no habernos ido solos. Su novia ya me ha echado una mirada de pocos amigos al llegar, no voy a ser yo quien se enfrente a ella después de irnos los dos adonde ellos se deben de haber quitado la ropa en más de una ocasión.

      —No te quedes ahí, Lucile. Haz el favor de venir a tumbarte. No te voy a morder.

      —¿Y lamer?

      Se ríe a carcajadas ante mi oportuno comentario. Ya no puedo fiarme de que no haga alguna de las suyas. No me preocupa tanto lo que pueda hacer, sino la reacción que puede despertar en mí. Tampoco quiero dejarle un ojo morado.

      —Qué rencorosa eres, solo te estaba dando la bienvenida. En algunas culturas se lamen para mostrar la hospitalidad y las buenas intenciones—me explica.

      —¿En qué culturas?

      Me acerco y me arrodillo sobre la hierba. Él abre un ojo. Primero mira el escote del bañador y, a continuación, vuelve a cerrarlo.

      —En la de los felinos, por ejemplo.

      No sé por qué he creído que hablaba en serio, si viniendo de él tendría que haberme esperado cualquier cosa. Lo que me sigue intrigando es su capacidad de sobreponerse a todo lo que debe de haber sufrido con la pérdida de su madre. Yo no sería capaz de estar tan bien como él parece estarlo.

      —¿También lames a Domenico? —Juego con unas briznas de hierba para no sentir el impulso de contemplar su perfil sereno bajo el sol—. ¿A Vittoria y compañía?

      —Por supuesto que sí, pero ellos no se ponen tan nerviosos. Tú sí lo haces.

      —Yo no me he puesto nerviosa. Ha sido asqueroso y ha estado totalmente fuera de lugar —expongo, enrabietada, aunque no se ha equivocado en absoluto.

      —Va a resultar que sí que eres una señorita después de todo. Intentaré no ofenderte de ahora en adelante con arrebatos de afecto semejantes a ese. Entiendo que no debe de ser fácil resistirte a mis encantos.

      —¿Te das cuenta de que eres un vanidoso?

      —Forma parte de mi encanto, supongo.

      Cuando se pone así me desespera.

      —A Alexander


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