El amor es una cosa extraña. Hebe Uhart

El amor es una cosa extraña - Hebe Uhart


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entrar. A esa inquilina iba dirigido este discurso: “Su madre ya le dijo: ese muchacho no es para vos, hágale caso a su madre, cásese con el novio de antes, que la está esperando, que es un muchacho serio, pero no”. Luisa le dijo:

      –¿Y la ley no te protege?

      –La ley se vende en Tribunales y la Fija en el hipódromo. Lo que no hay es ninguna revista de la Rula. A vos te gusta escribir. ¡Nos haríamos ricos!

      –Pero yo no sé de juegos.

      –Yo te enseño. Básicamente hay punto y banca, como los tipos. Mirá que yo también fui banca, ¿eh? No creas.

      Cuando dijo “Yo fui punto pero también banca” era como si dijera: “Yo viví una vida anterior, tenelo presente”. El recuerdo de su vida anterior le ensombrecía la expresión, lo encerraba en sí mismo; lo hacía parecer más viejo, como gastado, percudido; sus lindos ojos tomaban momentáneamente la expresión de un animal apaleado. Entonces Luisa no quería hablar de punto y banca ni tampoco de plenos y semiplenos, que es el tema que él empezaba a tratar. Él abandonó la explicación y mientras iba a la cocinita para hacerse un té, decía:

      –¡El camino todo alfombrado de la rula, cuando entre allí! Colorado el 28, sí, pase, señor, cómo no. ¡Venga esa platita para mí!

      A las once de la mañana del día de la madre, Beni llamó por teléfono a una madre que él conocía. Era una madre coetánea de Luisa y de él, con hijos de unos doce años. Como un fiel respetuoso y humilde que desea ser admitido en el culto pero espera un día propicio, Pascua por ejemplo, para integrarse a la grey, dijo:

      –Buen día, Nora, ¡feliz día!

      Nora no sabía a qué se refería, no era su cumpleaños y él le tuvo que explicar lo del día de la madre; ella lo invitó a comer. Luisa, al verlo nervioso, llamando a una posible madre imposible para él con la gravedad humilde y digna de un gesto definitivo, pensó en no ir a la casa de su mamá y en que se quedaran allí. Pero ella debía ir allá; la estaba esperando. Cubriéndose de dureza para salir de la casa de una buena vez, le dijo a Beni:

      –Vamos.

      Cuando llegó a su casa, su mamá le dijo:

      –Para venir con esa cara, mejor te hubieras quedado en tu casa.

      Había sentido un poco de desprecio cuando Beni llamó a esa madre sustituta, pero más que desprecio, vacío. Cuando su mamá la recibió de esa manera, en vez de decir “Hija, ¿qué te pasa?”, también sintió un desprecio que tiraba a vacío. No, no le iba a contar lo que hizo Beni ni adónde había ido. Luisa estaba tensa y no decía nada. Su mamá siguió:

      –Nadie te obligó a venir.

      –Basta, mamá.

      Luisa se dispuso a poner la mesa, a ayudar en algo, pero su mamá dijo:

      –No, dejá.

      Había tirantez y ese lugar oscuro la alimentaba, como si faltara luz para aliviarse. Su mamá había cocinado un pollo de aroma exquisito. Entonces Luisa dijo en tono irónico:

      –¿Sabés lo que hizo Beni hoy por ser día de la madre?

      Mientras servía la salsa ella dijo:

      –Él puede hacer cualquier cosa.

      –Se invitó a lo de Nora y la adoptó como madre.

      –Buena madre se fue a buscar.

      Ya está, ya le había contado; la tensión se había aliviado y el almuerzo parecía fluido; ahora Luisa sentía desprecio por sí misma.

      Cuando salió para irse a su casa, estaba mortificada, se odiaba sin saber por qué y tenía tentación de volver a la casa de su mamá para poner en orden el pensamiento, para preguntarle, por ejemplo, qué había querido decir con “él puede hacer cualquier cosa”, para hablar del mundo y de la vida con tranquilidad, para preguntarle si le gustaba vivir. “En la Polinesia”, pensó Luisa, “la vida es mucho mejor. El padre le va dando al chico un arco y una flecha adecuados a su tamaño y le dice ‘Ahora podés tirar, hijito, sí’. Cuando va a cazar solo por primera vez, el padre lo mira desde el umbral de la selva, lo deja; no obstruye si no lo llaman, pero está ahí, por cualquier cosa; el chico caza un pumita, lo asan debajo de los árboles y el padre cuenta mitos”. Ahora Luisa ya iba llegando a Santa Fe y cuando veía luz, movimientos y coches, ya no tenía ganas de volver atrás. Era una tarde de primavera; se levantaban ráfagas de viento prudente y después, olas cálidas.

      Cuando llegó a su casa, había visita; sentados como para comer estaban Beni, un hombre mayor y dos muchachos. El hombre mayor se llamaba Velazco y los muchachos eran desconocidos. Velazco vivía en un hotel de la Avenida de Mayo, donde todo el tiempo había luz de noche en los pasillos, y arañas de vistosos colores que nadie miraba ni limpiaba, porque era un hotel básicamente para hombres solos. Llevaba el pelo muy bien peinado hacia atrás, un pañuelo en el bolsillo del saco y los zapatos, relucientes; eran zapatos de buena calidad. Ese esmero en su vestimenta no condecía con su expresión: sus ojos parecían decir “qué se le va a hacer”. Era como si alguna misión o amo lo obligase a vestirse así. Uno de los muchachos era boliviano y el otro, santafesino. El santafesino tenía una hermosa campera de colores, limpia y nueva, pero su piel estaba gastada por las comidas de la Avenida de Mayo, por las pizzas y las empanadas. El boliviano, chiquito y con un pulóver que lo mimetizaba, tenía una piel resistente a las comidas y se ve que había soportado con altura el moho, los roperos y las cucarachas del hotel de la Avenida de Mayo. Velazco era como un mentor de ellos; vivían en cuartos vecinos y habían venido a Buenos Aires para estudiar en la facultad; Velazco no había ido a la facultad, pero tenía un mundo que ellos no conocían. Cuando llegó Luisa, Velazco decía:

      –No, el perno viene mucho después. Atila introduce la rueda dentada, pero no prende; desaparece por un tiempo y después se la puede rastrear por la zona de Hungría y los alrededores.

      –¡Qué grande, viejo! ¿No? –dijo Beni–. Luisa, ¿traerías unos platos?

      Luisa escuchaba a Velazco mientras repasaba los platos:

      –Pero retomando lo anterior, poniéndole al avión dos alerones suplementarios más livianos, se aumenta la velocidad de vuelo si se logra vencer el desnivel entre las alas pesadas y las livianas.

      Cuando llegó con los platos, habían descorchado un vino y el boliviano miraba atentamente a Velazco; no podía perder una palabra; desde Bolivia su papá le mandaba todos los meses la mensualidad y a veces una encomienda con factura de cerdo y queso de cabra, para que aprendiera algo, para que fuera alguien de mundo, como Velazco. Cuando Velazco se puso a dibujar el alerón que suprimiría al motor, Luisa lo llamó aparte a Beni, al otro cuartito, y le dijo:

      –¿Por qué trajiste a esos chicos que no conozco, por qué no me avisaste?

      –Qué sé yo –dijo Beni– Velazco llora en el hotel.

      Luisa estaba enojada; estaba por decirle que a ella no le importaba, pero le salió:

      –¿Y por qué llora?

      –Porque su mujer lo echó hace poco, de grande. ¡Un hombre grande, tener que irse de su propia casa! Es muy triste.

      –¿Y por qué lo echó?

      –Porque ella era muy ambiciosa, quería de todo.

      –¿Por qué decís que ella era muy ambiciosa?

      –¡Por qué, por qué, por qué! Porque quería cortinas.

      No le pareció muy ambiciosa esa señora a Luisa, pero tuvieron que volver a la reunión y empezaron a tomar un poco de vino. El boliviano dijo:

      –No, no me apetece.

      Cuando Beni vio la mesa puesta y las copas llenas, se le iluminaron los ojos. Mirando a Velazco, dijo:

      –Somos como una familia. Él es el abuelo, yo soy el tío y Luisa la tía de ustedes.

      Luisa pensó: “A esta familia


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