El amor es una cosa extraña. Hebe Uhart

El amor es una cosa extraña - Hebe Uhart


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notas sobre psitacosis. ¡Qué interesante! Allá donde yo voy hay un...

      El muchacho abría los ojos. No, no tomaba vino, agua tampoco, no tomaba nada. Alicia tomó un sorbo de vino y dijo, con prescindencia:

      –Es rico.

      Como si el vino fuera rico para otra ocasión, otro planeta, otra galaxia. Dejó el vaso a medio terminar; el muchacho estaba sentado al lado de la puerta de salida. Alicia Z fue al baño y apretándole el brazo a Luisa como si la sacudieran pesares extraños, que no tenían que ver con su acompañante ni con nada fácilmente expresable ni que Luisa supiera, le dijo:

      –Flaca, me voy. Ya te voy a contar. Guardame el papel.

      Cuando se fueron, Beni estaba furioso como ella nunca lo había visto en su vida. Caminaba de acá para allá y dijo:

      –No tiene reglamento.

      –¿Qué es lo que no tiene reglamento?

      –¿Cómo qué? Esa mujer. Trae un inocente, deja unos papeles, siéntese en una silla y coma, como la gente buena.

      –¿Quién es la gente buena? –dijo Luisa.

      –La que tiene reglamento –dijo él muy seguro–. Me extraña que no te des cuenta.

      Se puso a hacer una cosa que nunca hizo y Luisa le había pedido muchas veces, porque ella no sabía: se puso a limpiar la aspiradora. Lo hacía con la pericia del que sabe hacerlo aunque no hubiera practicado esa tarea en cien años y con una prescindencia de lo que estaba haciendo como si no fuera a hacer ese trabajo por cien años más. Luisa seguía pensando en las personas y en el reglamento; ella sabía, porque lo había estudiado, que no había personas totalmente buenas o totalmente malas, pero a lo mejor él tenía alguna teoría sobre el significado del reglamento. Él estaba callado, torvo, ella no se atrevía a preguntarle nada. Ella había estudiado el sumo bien en Platón, el pragmatismo en Nietzsche y la moral del compromiso en Sartre; ahora todas esas teorías daban vueltas en su cabeza; quería explicarle alguna, para ampliar el concepto de ley, digamos. Pero no era oportuno el momento; él salió a tirar la basura de la aspiradora y dio un portazo fuerte. Cuando volvió, Luisa le preguntó:

      –¿Y yo, tengo reglamento?

      –Vos sí –dijo él–. Estás siempre sentada, desculatando algún problema, vas a la escuela. Ahora, ojo –agregó y la miró con severidad–, tener reglamento y no saber si se lo tiene o no, puede llevar a una falta de reglamento.

      Sí, pensó Luisa, posiblemente fuera algo grave no saber si se tiene reglamento o no. Su mamá siempre le decía, cuando era chica: “Vos tenés que ocupar tu lugar” y Luisa pensaba ¿Cuál será? O si no decía: “Hay cosas que no es necesario explicar ni ordenar, surgen espontáneamente”.

      Ahora Luisa por ejemplo espontáneamente tenía muchas ganas de levantarse para comer una pera, pero tal vez no fuera reglamentario; eran las dos de la mañana. Él no hablaba. Ella le dijo:

      –¿Estás enojado?

      –No –dijo con voz de enojo.

      Cada uno se dio vuelta para su lado, con sus propias leyes.

      Cuando Luisa se despertó, notó que él hacía rato que estaba despierto; estaba quieto y no hablaba. Luisa no se atrevía a dirigirle la palabra. A eso de las nueve lo llamó Velazco y Beni respondió con un “¡Ah!” desilusionado; se ve que no había podido vender ningún bulón ni tuercones ni nada. Beni se puso su traje de ir al Banco y a la Confederación Maderera (allí un viejito que quedaba solo a la noche le aprobó calurosamente el nombre de “Madera Grandis” para el futuro aserradero). Se miró en el espejo con aire circunspecto y se arregló la corbata: al pantalón le hacía falta un planchado, pero dijo que no quería detenerse en nimiedades; había que actuar. Tampoco quería desayuno porque era una costumbre latina: los norteamericanos son justamente una potencia porque empiezan el día a las ocho de la mañana y no desayunan. Dijo que él iba a ir desde ese día en adelante al Banco donde tenía la cuenta, que era en Plaza de Mayo, iba a estar a las nueve en la puerta, el primero; si era necesario iba a amanecer con las palomas en la plaza hasta conseguir un crédito que había pedido. También iba a ir todos los días a la embajada de Inglaterra, para ver si había respuesta a su pedido de beca; él había mandado los papeles explicando a los ingleses sus pretensiones, había pagado una traductora y ahora estos ingleses no estaban resultando tan reglamentarios como parecían; ya debían contestar. Ella era testigo de que en todos esos meses no había ido a la ruleta ni había comprado ropa, salvo esas botas que usaba en invierno y en verano; le habían sacado durezas en los pies. Había comprado el tractor, pero esos paisanos ignorantes lo dejaron a la intemperie y ahora debía viajar para tomar medidas allá; cierto que el tractor no estaba totalmente pagado, sólo la mitad; con tiempo iba a pagar la otra mitad, no con ese crédito que estaba buscando ahora; ese era para comprar madera; con el producto del primer embarque de madera él iba a pagar el tractor, aunque bien mirado, el tractor se lo compró al viejito Larrandart, que era un santo, era una de esas personas que uno las mira y tienen un halo. Esas personas son tan buenas que tienen asegurado el cielo; están por encima de esas nimiedades, que se les pague o no.

      Él se fue y Luisa tenía su cabeza confusa; entonces se puso a estudiar el verbo ser y la imposibilidad de su uso predicativo en Parménides. Cuando ya estaba sumida en otras deliberaciones, sonó el teléfono. Era una voz un poquito cascada, bondadosa, simpática.

      –Hablo de la casa Larrandart. ¿Vive allí el señor Boll?

      –Sí –dijo Luisa– pero no está acá.

      –¿Con quién tengo el gusto de hablar, señorita?

      Decía señorita como si dijera “querida señorita” o “querida sobrina”.

      –... Con la hermana, señor, pero él no vive permanentemente acá.

      –Ah, la hermanita, mucho gusto –dijo el Sr. Larrandart–. Mire, yo la molestaba por un problemita. El Sr. Boll nos compró un tractor hace unos cuatro meses; pagó el anticipo y quedó en pasar para pagar el resto y no ha pasado, señorita.

      Dijo que no había pasado con voz de tristeza.

      –Yo no sé si lo veo, señor, no sé si va a volver, pero en cuanto vuelva, se lo voy a comunicar.

      –Si es tan amable –decía el viejito Larrandart y la palabra amable volvía a su significado primigenio; él terminaba la palabra en un “able” abierto, confiado.

      –Cómo no –dijo Luisa–, yo le voy a decir.

      –Nosotros teníamos mucha confianza en él y ahora ha desaparecido de acá.

      Decía “ha desaparecido” como inquieto, preocupado porque a Beni no le hubiera ocurrido algo malo.

      –Pierda cuidado, Sr. Larrandart.

      –Mucho gusto, señorita.

      Luisa cortó y primero pensó con bronca: “No pagó”. La bronca le duró poco y se transformó en preguntas. Le tendría que decir que no había pagado. ¿Cómo le iba a decir eso sin enjuiciarlo? Se enjuicia el pecado pero no el pecador; bueno, pero eso sería a la tarde, si Beni volvía. Ahora, por ejemplo, sigamos con el uso atributivo del verbo ser, de los verbos copulativos y de aparición. Por ejemplo, es muy distinto decir “el viejo Larrandart es tonto” a “parece tonto” ya que la segunda expresión revelaría una reserva en cuanto a su esencia última. Veamos los verbos de aparición; si se dice “Beni aparece” o “Beni desaparece” estos verbos de aparición son histórica y significativamente anteriores a los de predicación, porque no implican la percepción de la existencia como un continuum.

      A la tarde vino Beni acalorado, con la corbata floja y el traje de ir al Banco todo arrugado, como si hubiese arado la tierra con él. No dijo una palabra: traía leche y cereal; mezcló la leche y el cereal en una hermosa jarra que era para vino o jugo y se puso a comer solo esa enorme cantidad de pasta de cereal. Luisa le dijo:

      –Llamó Larrandart, no le pagaste.

      Demoró


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