El amor es una cosa extraña. Hebe Uhart

El amor es una cosa extraña - Hebe Uhart


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en el bolsillo superior del saco y los sacaba muy de cuando en cuando, como si robara algo.

      Cuando se fueron, Beni le dijo:

      –Hay que aprender a dar un poco de alegría, tanta lucha, tantas dificultades, tantas amarguras, mirá que nadie tiene la vida comprada, una mujer que sonríe es dos veces mujer.

      Ahora Luisa no quería ser dos veces mujer, y esa reconvención de él estaba dirigida tanto a ella como a las luchas de la historia o a las maldades de la tierra entera. Como Beni no quiso explicar qué era la lucha ni las amarguras (un poco de todo eso explicó en relación de una venta de pernos que hacía con Velazco) y como era Pascua y su mamá le había pedido que la acompañara un poco, le dijo:

      –Mañana es Pascua. Me voy a casa de mi mamá.

      –¿Y yo me puedo quedar acá?

      –No.

      Él sin ofenderse ni afligirse dijo:

      –¿Puedo traer unos palos y dejarlos acá, que me tengo que ir al campo?

      –Sí, claro –dijo Luisa mientras iba para la cocinita.

      A la tarde trajo unos palos que podían servir para alambrado de un cerco, como bastón de ciego o para hacer gimnasia. Eran cuatro o cinco y Luisa le quiso preguntar para qué eran; pero estaba enojada, no importaba para qué eran. Estaba contenta de estar enojada; como no estaba acostumbrada a ese estado, esa irritación, aparentemente molesta, la hacía sentir otra: ahora era poderosa, parca, sentía placer en ser desagradable siempre que ese estado no durara para siempre. Él no se daba por aludido; ella pensó “mejor, un enojo oculto es mejor”. ¿No se daba cuenta de que ella podía producir una catástrofe en cualquier momento? Él se sentó tranquilo en un rincón, a leer su revista de barcos y de vez en cuando decía algo en voz alta: “Cuatro metros de eslora, mirá vos”. ¿Y por qué ahora no hablaba de irse a Inglaterra para perfeccionarse, ni le había dado la dirección donde iba a poner “Madera Grandis” y ahora estaba ahí enfrascado en un enigma?

      –Me voy –dijo Luisa.

      –Esperá un momento, yo también –dijo–. ¡Qué bárbaro, sin motor, sin vela! Pronto va a ser sin viento.

      “Viento, aire quiero yo”, pensó Luisa.

      Por fin salieron. Antes él se sirvió un vaso de agua y se hacía buches. Mientras decía:

      –Cuidar a la madre es una cosa buena. El que la tiene...

      Escupió un montón de agua y dijo, como si se dirigiera a un funcionario inspector de distritos:

      –¿Vas a estar mucho tiempo de visita?

      –Tres días, tal vez más.

      En cuanto llegó a la casa de su mamá, el papa estaba bendiciendo por televisión. Era muy temprano para bendecir, las nueve de la mañana, era una hora inapropiada y estuvo a punto de decírselo a ella, pero no dijo nada, se veía que ella necesitaba esa bendición: quietita, con sus zapatillas de felpa, con las dos manos puestas paralelas sobre la mesa, decía “amén” con una voz humilde. Con la misma voz, le dijo:

      –Sacá el agua del fuego, querida.

      El papa con su anuncio exhortaba a los demonios del aire para que se fueran: por eso los lanzaba al Norte, al Sud, al Este y al Oeste. Él bendecía Urbe et Orbi y la bendición llegaba con toda naturalidad a todos los habitantes de la Tierra, pero en cuanto a los demonios, el asunto era distinto; él podía aventar a los que estaban en el aire, cerca de él, pero para vencer a los demonios locales que andaban sueltos por los aires de Birmania, Río de Janeiro, Potosí y Pensilvania, necesitaba de la ayuda de todas las personas, que como su mamá lo acompañaban desde sus casas. Cuando el papa terminó de bendecir, su mamá dijo, vacilando:

      –¿Compramos un pollo? Hay ravioles, un poco de jamón.

      –¡Ay, por dios, mamá, cuánta comida! Yo como cualquier cosa.

      Inmediatamente se dio cuenta de que no estaba bien lo que había dicho: su mamá no estaba combativa y dispuesta a pelear; se calló y dijo, como si no supiera el significado de la vida:

      –Entonces no sé.

      Luisa dijo:

      –Bueno, sí, voy a comprar un pollo.

      Ella fue a buscar dinero a su pieza; caminaba con dificultad, arrastrando una pierna. Le dolía pero la impulsaba a caminar; para eso había sido hecha. Mientras iba caminando, se iba diciendo despacito como para ella misma, como si se fuera cumpliendo algo bueno: “Sí, sí, sí, sí”.

      Cuando Luisa volvió de comprar el pollo, su mamá estaba lavando una cacerola. Luisa dijo:

      –Yo te la lavo.

      –No, no. Subite al banquito y alcanzame un tarrito blanco que hay allá arriba.

      ¿Qué contenía ese tarrito blanco? Luisa conocía de memoria todos los cubiertos, platos, y cacharros de esa casa que eran iguales desde todos los siglos amén y ahora había aparecido un tarrito blanco. “Bah, que tenga lo que quiera.”

      –Ahora sacame esa asadera del horno, por favor.

      –Esa asadera está vieja. Hay que tirarla.

      –Pero yo me entiendo con ella, cocina mejor que las nuevas. A esa le tomé el punto.

      Luisa empezó a dar vueltas por la casa: todo estaba como siempre, por los siglos de los siglos amén. Cuando ya no sabía qué hacer, su mamá le dijo:

      –Ahora, por favor, ¿mirás un poco a ver si hay telarañas?

      Lo preguntó como temiendo que Luisa no accediera a ser inspectora de arañas. Cuando Luisa agarró una escoba para sacarlas, su mamá apagó el fuego y dijo en tono intrigado:

      –Esperá, eso que está allá, a tu derecha. ¿Es o no es una telaraña? Porque ayer me senté a estudiarla, la miraba, la miraba, de repente me parecía que era y después no. Yo miraba y me decía: “¿Será posible?”. Quiero salir de dudas –dijo decididamente.

      Luisa dijo:

      –Es una telaraña grande como una casa.

      –Ay, si viene alguien, vos tendrías que fijarte.

      –Yo en adelante voy a mirar, quedate tranquila. ¿Pero acaso es tan terrible que haya telarañas?

      –Podría haber una comadreja que vos no mirás, tenés una forma muy particular de ver, porque el que ve, las percibe a simple vista.

      Cuando llegó de Entre Ríos, Beni estaba curtido por el sol, pero de forma rara; su piel estaba arrebatada como si hubiese corrido por el campo de un lado a otro y ahora también daba vueltas por esa casa tan chiquita a grandes zancadas, como si todavía estuviera allá. Daba vueltas y decía:

      –¡El tractor a la intemperie, no hay espíritu de colaboración! Les dije: “Miren que cuesta un ojo de la cara”, lo miran a uno, lo miran y parece que no entendieran; lo miran a uno y se meten adentro. ¿Pero quién soy yo? ¿El cuco? Saque una silla afuera, a la puerta de la casa, buenas tardes, señor; buenas tardes, señora. “Confíen en la gente, que es lo mejor que hay”, pero no; ven algo desconocido y se meten adentro, como los ratones.

      –¿Quiénes son esos?

      –Todos. Gente ignorante, les dije: “Vayan a Buenos Aires, dense un gusto”, pero no. Primero venden todos los melones y después tienen que venir con toda la plata encima y paran en un hotel de mierda para que les saquen todo. No se vienen con los melones puestos porque se caen. Agarre un camión, véngase en camión, comparta una cerveza con el camionero, aprenda algo...

      –¿Vas a cosechar melones?

      –Me extraña que puedas pensar eso.

      –¿Qué vas a plantar?

      Con reserva, como cuando uno habla poco para que el proyecto no se desmorone, dijo muy rápidamente:

      –Si


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