El amor es una cosa extraña. Hebe Uhart

El amor es una cosa extraña - Hebe Uhart


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      –No sé. Creo que no. Tiene un tractor.

      El taxista se dio vuelta y la miró sorprendido. Después con desgano, mientras tocaba bocina a uno de adelante, le dijo:

      –Lárguelo, no sirve.

      No le habló más a ella; se ve que la consideraba una salamina.

      Cuando llegó a la casa de su amiga Cora el perro la recibió tan calurosamente que no la dejaba sentar. Ella quería contarle inmediatamente a Cora lo que le pasaba y ese perro, en vez de estarse quieto, sentado, como corresponde a un animal reflexivo, ladraba como si hubiera encontrado un paraíso.

      –Es tan cariñoso –dijo Cora–. Es el primer momento, después se le pasa.

      Luisa no creía que se le pasara; toda la vida tendría a ese perro en la falda. No es que fuera desagradable tenerlo, pero le hacía olvidar las preguntas que quería formularle a su amiga; eran unas preguntas muy interesantes y específicas sobre su relación con Beni y ahora las estaba olvidando.

      –Si te molesta, bajalo –dijo Cora.

      –No, no –dijo Luisa y ahora el perro daba ladridos espaciados, como desafiante.

      –Bájese, le he dicho –dijo Cora y el perro no obedecía. Luisa nunca había visto perros que obedecieran enseguida y cuando no obedecían, se sentía culpable por gozar del espectáculo de la desobediencia al amo y además le daba vergüenza por el amo, porque su autoridad era visiblemente cuestionada. El perro se fue a la rastra y Luisa dijo:

      –Beni se fue.

      –¿Otra vez?

      –Pero esta vez es distinto, porque...

      –A vos siempre te parece que es distinto, acordate de la vez pasada, que...

      –No sé. ¿Por qué va y viene siempre?

      Su amiga prendió un cigarrillo con la llama del calefón porque el perro había desparramado los fósforos y le dijo:

      –Ya te dije que es un fóbico, los fóbicos temen quedar apresados.

      Ahora Luisa veía claramente; era un fóbico, por eso iba al campo, claro, un fóbico en el campo se siente más cómodo.

      –¿Por qué se tiraba en la cama y se quedaba panza arriba tanto tiempo?

      –Porque ese muchacho es fóbico con ciertos componentes maníaco depresivos y a un depresivo hay que dejarlo que encuentre su equilibrio en la depresión, pero vos sos muy ansiosa y...

      Ahora Luisa estaba preocupada. ¿Lo habría perturbado ella durante una crisis depresiva y habría impedido la elaboración de su proceso? Sí, podría ser, pero...

      Dijo Luisa:

      –Además llamó el viejo Larrandart por el tractor.

      –¿Qué tractor?

      –Uno que le compró y no pagó.

      –¿Y a vos qué te importa el tractor? Eso es cosa de él. ¿O acaso a vos te importa eso? Ahora escuchame bien: lo peor que puede haber es la simbiosis: cada uno está en la cabeza del otro. Vos no te preocupés; no vas a llegar a simbiosis.

      No se sabía si Luisa debía aliviarse o entristecerse por no poder llegar a simbiosis; parecía que alguna carencia le impedía entrar en eso; esa carencia tal vez la volviera un poco tonta pero por lo menos preservada de ese infierno de la simbiosis. Fue donde estaba el perro echado. Él estaba esperando que en cualquier momento lo llamaran y lo rescataran de ese castigo en el que estaba, que consistía en quedarse quieto y lejos; él lo acataba pero de lejos se veía que no estaba quieto por su propia voluntad. Le acarició la lana, se acercó para oler a ese perro; no era consciente de ese olor y nunca iba a serlo. La idea de que él nunca iba a saber qué olor tenía le dio pena y se puso a llorar.

      Sí, ella iba a repasar latín una hora por día o dos si fuese necesario, para ordenar su mente. Nada mejor que empezar con Julio César, que va con los ejércitos de un lado a otro. “Partió del extremo meridional de Aquitania, atravesó la región de los terribles allóbroges y llegó hasta el mar. Cuando uno de sus soldados, subido a una escarpada roca, vio el océano, gritó llorando: ¡El mar, el mar!”

      ¿Por qué estaba tan contento ese infeliz? Ojalá los terribles allóbroges los hubieran asado vivos. Tal vez otro trozo: “César partió al alba dejando atrás la ruta que conducía al Helesponto (había dos rutas: una más escarpada y difícil y otra más llana y accesible, pero más expuesta a los dardos de los enemigos) y atravesando el Ródano, llegó al Rin”.

      Siempre estaban yendo del Ródano al Rin, siempre partía al alba o a medianoche, nunca hacía un recorrido tranquilo por estas regiones al mediodía, siempre andaba mandando emisarios. Ahora Luisa tropezaba, no podía entender si decía que el río Bactrilo fluía de Norte a Sur o de Sur a Norte. Lo salteó, no le parecía muy importante. El curso del río era caudaloso en su comienzo, aminoraba su fuerza llegando a las inmediaciones del norte de Silesia, región que linda en el Norte con Aquitania, en el Sur con el río Urco, que es llamado por algunos Ruber, a causa del color de sus aguas.

      Cuando estaba viendo con qué lindaba el río por el Este y por el Oeste (ahora iba a poner aplicación; dejó abandonados al Sur y al Norte, pero dejar abandonados a todos los puntos cardinales es mucho descuido), llamó Velazco.

      –Buen día, Luisa –dijo con voz avergonzada.

      –Buen día, ¿cómo le va?

      –Bien, bien. ¿Está Beni por ahí?

      –No, no está. Creo que se fue al campo.

      –¡Ah! –dijo como desilusionado.

      –¿Necesitaba alguna cosa?

      –No, él tendría que estar acá, por un asuntito, pienso que no va a tardar, porque...

      –Realmente, no le puedo decir...

      –¡Ah!... ¿Puedo volver a llamar la semana que viene para ver si vino? –dijo con voz prudente y reticente.

      –Sí, cómo no, Velazco.

      –Que siga bien, ¿eh?

      –Igualmente.

      Ya no se pudo concentrar más en el río Urco. Se le apareció Beni y parecía decirle “Yo estoy allá”. Luisa fue a mirar los palos; no decían nada. Ojalá viniera para tirárselos por la cabeza, ojalá no viniera nunca más; en ese caso los tiraría a la basura, aunque no se debe tirar cosas de otro... Ojalá viniera un momentito nomás para verlo, ojalá se muriera para siempre, así ella podía traducir tranquila. Pero si Velazco decía que estaba por venir... quizás... Algo seguía diciéndole que él estaba allá y que si tenía alguna esperanza, era una esperanza deshilachada; el fantasma de una esperanza. No, no podía estar ahí en la casa, iba a ir al café porque ese texto de Julio César no le interesaba más: iba a ir al café, pero con Cicerón.

      En el café había un cuadro de un mar muy grande, en blanco y negro, con algunos barcos. Junto a la ventana había una pareja que no se hablaba. Él miraba para todos lados y a veces para un punto indefinido; ella lo miraba a él, con el cuerpo un poco inclinado hacia adelante; le miraba los ojos para ver qué enigma encerraban. ¿Estarían así toda la vida? Luisa sacó su librito de Cicerón y empezó a traducir “El día de hoy, senadores, pone fin al prolongado silencio del que he hecho uso, no por ligereza o prudencia excesiva sino por el deseo de conciliar adversarios, que si bien habían estado distanciados ya por las circunstancias de la guerra pasada, cuyas consecuencias nos atañen a todos, ya por...”

      La chica de la mesa junto a la ventana había dejado de mirarlo a él, estaba replegada en sí misma y tomaba su Coca-Cola a sorbos en una actitud ecuánime; él le pidió al mozo otro café. “Ya por la importancia de los intereses puestos en juego en cuanto al bien de la patria, ya por las consecuencias funestas de esta guerra, cuyos frutos están a la vista.” ¡Ahora hablaban! Él miraba un poco hacia abajo o hacia adelante y ella estaba atenta, ahora no más


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