El Ártico. José Luis López de Lizaga

El Ártico - José Luis López de Lizaga


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cuando hablamos y escribimos de las cosas que nos pasan a todos, nos repetimos todos un poco. Y por una especie de metábasis entre coordenadas, este mismo punto de vista determina hoy, casi inevitablemente, la mirada del viajero tanto como la del sociólogo, de manera que al viajar no solo contrastamos lo propio con lo ajeno, sino también lo presente con lo pasado. Viajar hoy es, muy a menudo, viajar para llegar a ver, quizás ya por los pelos, todo lo que se está acabando.

      Pero sería interesante mantener viva la conciencia de lo que se acaba y sin embargo renunciar al tono moralista. Esto podría lograrse mirando no solo hacia atrás sino también hacia delante, hacia el futuro. Preguntémonos, por ejemplo, cómo será la humanidad dentro de cien o doscientos años. Imaginemos qué pensarán de nosotros esos hombres futuros, cuando «lo de ahora» se haya convertido en «lo de antes», y cuando haya quedado irremediablemente anticuado incluso lo que hoy nos parece más moderno. Viendo así las cosas, relativizamos la importancia de estos cambios que ahora percibimos. Y sobre todo: podemos omitir el tono apocalíptico que parece casi obligatorio para cualquiera que diga o escriba algo acerca de la época en la que vivimos.

      El embarque en el Rembrandt se había fijado a las cuatro de la tarde. Llegué con algunos minutos de retraso porque el muelle está algo alejado del centro del pueblo, y ya casi todos los otros pasajeros estaban allí. También mis dos compañeros de camarote, que ya habían ejercido su legítimo derecho de «primeros ocupantes» y se habían apropiado de las dos literas que parecían más agradables o más cómodas. No me importó. Tras las presentaciones y la bienvenida de la tripulación nos explicaron las medidas de seguridad y los protocolos en caso de emergencia, que yo escuché con una mezcla de pavor y humor negro. Especialmente interesante me pareció la manera en que debíamos enfundarnos unos recios trajes de neopreno antes de saltar al agua, en el caso de que el barco se hundiera. Había que extender el traje en el suelo —es decir, en alguno de los estrechos pasillos del barco—, y después descalzarse y acordarse de meter los pies en unas bolsas de plástico antes de deslizarse dentro del traje, pues de lo contrario era imposible no quedarse atascado. Ahuyenté enseguida de mi mente la imagen de una treintena de personas aterrorizadas intentando meter las piernas de cualquier modo (y casi seguro que sin las preceptivas bolsas de plástico en los pies) en aquellos trajes de goma, con el barco escorándose en alta mar. Pensé que, si el barco se hundía, lo más probable era que nos ahogásemos, y también pensé que era mejor no pensarlo mucho. Por lo demás, las indicaciones de seguridad fueron tan escuetas que me dio la impresión de que todos, incluida la tripulación, pensábamos lo mismo.

      Zarpamos de Longyearbyen a media tarde. Navegamos rumbo oeste, para doblar hacia el norte el cabo Daudmann y entrar en el Forlandsundet, el estrecho que separa Spitsbergen de la Prins Karl Forland, la isla más occidental del archipiélago. Tan pronto como el barco se puso en marcha comenzó a hacer mucho frío en la cubierta, pero aún así los pasajeros permanecimos allí durante largo rato, animados y felices por el comienzo de la travesía e impresionados también por la severidad y el silencio del fiordo. Después bajamos a los camarotes, nos desprendimos de la ropa de abrigo e iniciamos la rutina del viaje con la primera cena a bordo. Ahora el comedor del Rembrandt se ha quedado vacío. Todo el pasaje se ha retirado a los camarotes, aunque solo son las diez menos cuarto y afuera el sol de medianoche compone una especie de tarde invernal permanente, inmóvil. Ahora no se alcanza a ver la orilla del fiordo a través de las claraboyas ni desde la cubierta. No sé si se ven gaviotas cuando se navega lejos de la costa, pero hace un rato, cuando aún navegábamos frente a montes oscuros cubiertos de tundra y manchados de neveros en las cumbres, he visto cómo estas aves seguían al barco, cómo volaban en círculo sobre la cubierta y lo rondaban intencionadamente, como buscando algo, como con curiosidad.

      Svalbard, 29 de julio

      Al principio me desanimó un poco la compañía de los otros viajeros. Como los cruceros como este son en general bastante caros, la media de edad de los pasajeros es alta. Con cuarenta y dos años, yo soy uno de los pasajeros más jóvenes. Y si la media de edad es alta, se caminará menos de lo que a mí me gustaría. Una pena. Yo había imaginado largas caminatas por valles silenciosos, alguna ascensión agotadora a algún monte. Pero este crucero me pareció el único modo de venir a Svalbard y recorrer estas islas sin tener que acampar y exponerme a un peligroso encuentro con osos polares (y todo aquí confirma que este es un riesgo que hay que tomarse en serio).

      Desde el momento de embarcar, el velero construido en la década de 1920, la internacionalidad de los pasajeros —entre los que se cuenta, incluso, un doctor taiwanés—, y el inglés como lingua franca me hicieron pensar en una novela de Agatha Christie. Asesinato en el Ártico, podría llamarse esa novela, que transcurriría en un crucero como este, y en la que todos los pasajeros pareceríamos sospechosos por un motivo u otro. Es verdad que los viajeros de este crucero no tenemos ese aire elegante y aristocrático que suelen tener los personajes de Agatha Christie, pero en un velero de principios del siglo xx en el que viajan personas maduras y ociosas que hablan en inglés solo puede esperarse que, antes o después, alguien cometa un asesinato. Es más: sospecho que Agatha Christie convirtió en asesinos literarios a los tipos humanos de su entorno social porque se aburría en las cenas, como me pasa a mí ahora. Pero si en la literatura las personas maduras y ociosas que hablan inglés y viajan en velero terminan por cometer un crimen, en la vida real simplemente se aburren unas con otras.

      Sin embargo, esa primera impresión algo decepcionante quedó compensada con el primer día de excursiones. Tras la primera noche de travesía desembarcamos para visitar el glaciar Murraybreen, al noreste de la isla Prins Karls Forland. Aproximándonos en silencio y cautelosamente a una playa, contemplamos durante largo rato a un grupo de focas que nos miraban perplejas, pero tranquilas.

      Y por la tarde, de nuevo con el sigilo de una partida de cazadores, pudimos observar muy de cerca a una manada de morsas que descansaban en Sarstangen, una estrecha lengua de tierra en medio de la nada, unida a la isla de Spitsbergen al norte del estrecho que la separa de Prins Karl Forland. El paisaje de estas islas es exactamente como lo había imaginado. Es elemental y muy duro, pero es bellísimo. Esa lengua de tierra sobre la que descansaban las morsas me ha impresionado especialmente. A mi alrededor veía un mar metálico, un cielo gris cubierto de nubes, el velero anclado a cierta distancia, la lengua de tierra cubierta de algas, las morsas, y al fondo no menos de siete desaforados frentes glaciares en las montañas oscuras de Prins Karl Forland y de Spitsbergen, situados aparentemente a la misma distancia de mí. Siete frentes glaciares, siete descomunales torrentes petrificados al alcance de mi vista desde un único punto, separados de mí por las aguas del estrecho. Cuando caí en la cuenta de la belleza extraordinaria de este lugar, quise grabar una panorámica con mi cámara digital. Pero era tarde: se agotó la batería de la cámara, y ya llegaba la lancha enviada desde el barco para recoger a los últimos viajeros que esperábamos en la playa. En realidad me alegro de no haber podido grabar esas imágenes: no perdí el tiempo rebuscando en mi mochila y cargando en la cámara otra batería, y me limité a contemplar, absorto y agradecido, ese paisaje inolvidable.

      No era la primera vez que veía glaciares, pero nunca había visto tantos glaciares juntos. Con todo, la visión más impresionante de estos enigmáticos ríos de hielo se obtiene cuando se observan de cerca. Los glaciares vistos de cerca tienen algo irreal, hasta el punto de que se diría que son imágenes fijas, de dos dimensiones, proyectadas sobre una pantalla situada en algún punto indefinido ante el observador. La indefinición es, de hecho, la principal característica de estas extrañas masas de hielo. Si nos situamos en un punto elevado y miramos el glaciar de frente, tenemos la impresión de asomarnos a una profundidad tremenda, como si lo que está enfrente estuviera en realidad debajo, en un enorme pozo. Esto produce una sensación casi de vértigo. ¿Cómo es posible esa mezcla de sensaciones tan contradictorias, esa confusión de lo plano y lo


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