El Ártico. José Luis López de Lizaga

El Ártico - José Luis López de Lizaga


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un paseo en un medio de transporte pintoresco y arcaico que pudiera ser sustituido en cualquier momento por alternativas más modernas, seguras y rápidas. Quizás dentro de otros cien años, en un Ártico ya enteramente domesticado, un viaje como este será imposible, o será un anacronismo tan extravagante como lo es hoy el Tren de la Fresa, esa línea de ferrocarril que une Madrid y Aranjuez en vagones del siglo xix; o como recorrer a pie el norte de España hasta Santiago de Compostela, como si no hubiera otra forma más rápida y cómoda de llegar allí.

      1 de agosto

      Ayer por la tarde, antes de poner rumbo a Groenlandia, desembarcamos en la pequeña isla de Ytre Norskoya, algo así como el epílogo de las Svalbard en dirección norte. Los balleneros solían utilizar los promontorios de esta isla como atalayas para otear la banquisa.

      —A excepción de un par de islotes, entre este punto y el Polo Norte ya no hay tierra —nos aclara Jordi, el guía catalán, riendo y señalando en dirección norte desde uno de esos promontorios.

      Nosotros no vimos ballenas ni vimos la banquisa, cuyo límite se sitúa en verano mucho más al norte, y cada vez más a medida que avanza el imparable deshielo del océano Glacial Ártico. Pero pudimos ver una familia de zorros. Son animales hermosos, de un precioso color gris en esta época del año, y que se vuelven completamente blancos cuando llega el invierno. Vimos también un ejemplar que pertenecía a un tipo un poco especial, infrecuente en esta región aunque más extendido en Siberia, que se caracteriza por un pelaje negro que no muda en todo el año. Mientras nosotros mirábamos y fotografiábamos más o menos febrilmente a los zorros grises, este otro zorro negro nos observaba a nosotros situado astutamente a nuestra espalda, a cierta distancia pero sin ocultarse. Se diría que nos miraba con curiosidad. Y hace un rato, ya en pleno mar de Groenlandia, hemos podido ver una pareja de delfines acompañando durante un rato a nuestro barco en medio de la bruma. Nadaban junto a nosotros, y de pronto saltaban fuera del agua en un movimiento perfectamente sincronizado. He podido ver dos lomos arqueados, cada uno con su aleta, emergiendo y sumergiéndose de nuevo varias veces.

      —Se diría que se acercan a cotillear —le he comentado a Jordi, que estaba junto a mí en la cubierta.

      —Buscan la ola —me ha respondido él, supongo que refiriéndose a la ola que forma el barco en movimiento.

      No sé por qué lo hacen. Quizás de ese modo obtengan algún alimento, aunque también tengo la impresión de que los animales en libertad sienten curiosidad y se acercan para saber simplemente qué son esos objetos tan grandes y enigmáticos que probablemente nunca han visto antes: un barco en el mar, o en tierra una manada de turistas vestidos con ropa térmica de colores vivos. Ellos nos observan a nosotros y nosotros a ellos, y ya solo esta inusual situación de observadores mutuos, tan distinta de la habitual relación de dominio sobre los animales a la que estamos acostumbrados, nos iguala bastante a ellos. Lo que yo he visto en el mar era algo así como un merodeo de curiosidad y una exhibición espontánea de natación sincronizada, ofrecida por delfines en libertad.

      En cuanto al Rembrandt, poco a poco el ambiente de Agatha Christie va dando paso a algo más similar a una novela de piratas. Al parecer, este viaje había sido reservado íntegramente por una agencia australiana, y esta es la razón por la que la mayor parte de los pasajeros son matrimonios maduros procedentes de ese país. Al final quedaron algunas plazas libres y la empresa propietaria del barco las vendió individualmente a otros pasajeros, yo entre ellos. Estos australianos me parecen una mezcla sorprendente, o más bien una síntesis perfecta, de ingleses y norteamericanos: se parecen a aquellos pero hablan como estos, o quizás es al revés. Sea como fuere, son gente campechana y no muy ceremoniosa, y anoche, a la hora de la cena —quizás animados por la inminente travesía en mar abierto rumbo a Groenlandia, o quizás por el hecho de haber visto tantas cosas y tan espectaculares en nuestros dos o tres días en Svalbard—, empezaron a beber más de lo que hasta entonces habían bebido. Probablemente los otros pasajeros, la minoría no-australiana, hicimos lo mismo. Las conversaciones empezaron a subir de tono, y al rato había que gritar, literalmente, para hacerse entender con los viajeros con los que uno compartía mesa. De pronto me pareció estar en uno de esos bares españoles en los que todo el mundo habla a gritos. Esto me consoló un poco de la molestia de tener que desgañitarme, porque siempre he sentido una punzada de vergüenza al comparar el ambiente bullicioso de los bares españoles con el civismo de los cafés franceses o centroeuropeos, en los que todo el mundo conversa tan civilizadamente que se diría que solo hablan de cosas cultísimas y muy interesantes. En general, los españoles tendemos a creer que las maneras ruidosas, las risotadas y el vocerío habitual entre nosotros son una particularidad nuestra, una de esas desgracias nacionales que tenemos que sobrellevar resignadamente. Pero anoche comprobé que no solo los españoles hablan a voces cuando se toman dos vinos. Todos lo hacían, o lo hacíamos. Y el elegante velero de Asesinato en el Ártico dio paso repentinamente al Grampius de La narración de Arthur Gordon Pym.

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