El Ártico. José Luis López de Lizaga

El Ártico - José Luis López de Lizaga


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una extensión aparentemente inerte, pero su inmovilidad no es la de la roca, ni la que ofrece a la vista la pasiva presencia de un monte, porque el glaciar tiene al mismo tiempo todos los rasgos de un ser dinámico, hasta el punto de que casi esperamos que de un momento a otro la fiera despierte e inicie un movimiento que lo arrasará todo, como un río de lava. Exactamente esto tan paradójico es un glaciar: un río de lava completamente vivo, pero a la vez quieto y frío. La impresión es, entonces, la de una potencia enorme, pero paralizada. Como la fotografía de una explosión, de un huracán, o de un torrente desbordado a punto de anegarlo todo.

      En el Museo de las Exploraciones Polares de Longyearbyen —mucho más interesante, por cierto, que el museo municipal con sus fotos de vecinos tan respetables como irrelevantes— trabajaba una chica italiana con la que conversé durante un rato. Vive en Longyearbyen con su pareja, un guía noruego, y me dijo que, para saber de verdad lo que es el Ártico, hay que venir a Svalbard en invierno. Seguramente tiene razón. Pero lo que yo he visto hoy es ya el cumplimiento de lo que anticipaban y prometían los paisajes que conocí en mi viaje anterior al sur de Groenlandia, donde el Ártico aún mostraba un rostro relativamente familiar. Allí, todavía al sur del círculo polar, Groenlandia es realmente lo que dice su nombre: una tierra verde, conectada de algún modo con el mundo lluvioso del norte atlántico, con lugares como las islas Feroe o Escocia, y por tanto finalmente con Europa. Es verdad que los pastos y las ovejas son quizás lo único que tiene en común esa región del sur de Groenlandia con esas otras latitudes, pero al menos estaba eso. En cambio, Svalbard no hace concesiones. Aquí no parece haber nada más que roca, mar y hielo, y a veces la fría arena de playas envueltas en la bruma. La tundra parece escasa en muchas laderas. Los elementos se reducen, la realidad se estiliza. Y todavía más al norte desaparece incluso la tierra, y ya solo queda un misterioso océano helado, un paisaje que probablemente se parecerá más al que imaginamos en las gélidas lunas de Saturno que a cualquier otro lugar de nuestro planeta, como si el Ártico fuese una ventana que mira ya a los astros, un puente hacia ellos, una embajada sublunar de ese cosmos supralunar que la cosmología mediterránea de Aristóteles imaginó completamente separado del nuestro. En el Ártico esa cosmología aristotélica queda refutada. Lo inhóspito de estos parajes los hace inaccesibles a los hombres y refractarios a la historia, pero eso mismo los vuelve eternos, como lo son los astros. E incluso los procesos naturales suceden a un ritmo que ya casi rebasa lo terrestre y linda con lo astronómico. Es larguísimo el tiempo que tarda un glaciar en formarse, y es lentísimo el curso con el que arrastra una roca en su corriente imperceptible hasta depositarla en un fiordo. Y sobre todo, es ya supralunar la suspensión de la más fundamental de las leyes naturales, aquella que, más que ninguna otra, asienta los pilares de la condición humana: la ley que fija la sucesión del Día y la Noche, y que queda abolida a partir de los 66º de latitud norte.

      Así, todo en el Ártico rebasa las medidas de la Tierra y nos sitúa en el umbral de lo cósmico. Por eso no es extraño que incluso los nombres que se asocian a esta región —Polo, Círculo Polar, Estrella Polar, o la propia palabra Ártico, que proviene del griego árktos, que significa «oso», aunque curiosamente el origen de esta denominación no tiene nada que ver con los osos polares, sino con la constelación de la Osa Mayor— tengan una resonancia abstracta, como si hubieran sido extraídos del léxico de alguna metafísica pitagórica. Y es que la imaginación y el mito tienen con frecuencia un poder adivinatorio. Lo que los hombres no han visto todavía, son capaces de imaginarlo y acertar. Esto ha sucedido muchas veces. La mentalidad mítica de la Antigüedad dio a los planetas los nombres de sus dioses, y después hemos sabido, gracias a telescopios cada vez más potentes, que la apariencia majestuosa y distante de estos cuerpos celestes tiene, en efecto, algo de divino. Lo mismo sucede con el Ártico. Sabemos por los historiadores antiguos que, en el siglo iv a.C., el navegante griego Piteas de Massalia cruzó las Columnas de Hércules, surcó el Atlántico hacia el norte y, tras dejar atrás Britania y Yerne (Irlanda), alcanzó una misteriosa región de mar helado en la que el Sol nunca se ponía durante el verano y apenas se alzaba sobre el horizonte durante el invierno. Allí se hallaba la legendaria isla de Tule, quizás Islandia. Durante siglos, los historiadores y geógrafos disputaron acerca de la veracidad de los relatos de Piteas, a quien muchos consideraban simplemente un embustero. Y no es extraño que no le creyeran, porque lo que contaba aquel navegante era increíble.

      Estrabón, geógrafo griego del siglo i a.C. que consideraba a Piteas como «un gran mentiroso», analiza algunos de sus descubrimientos. Estrabón admite los datos del navegante por lo que respecta al sol de medianoche:

      (...) Durante la totalidad de las noches estivales, la luz del Sol, que se desplaza en movimiento circular desde Poniente a Levante, ilumina lateralmente el cielo y (...) en el solsticio invernal el Sol se alza como máximo a una altura de unos nueve codos. (...) En territorios que distan seis mil trescientos estadios de Massalia (...) esto ocurre en medida aún mayor; en los días invernales el Sol se alza a una altura de seis codos, de cuatro en los lugares que distan de Masalia nueve mil cien estadios, y de menos de tres en los territorios situados aún más allá, los cuales serían —según nuestro razonamiento— mucho más septentrionales que Yerne.1

      Pero la cosa cambia cuando se trata de juzgar las informaciones de Piteas sobre Tule y los mares del más lejano Norte:

      Piteas (...) afirma que ha recorrido toda la Britania que es accesible (...), y cuenta las historias de Tule y de aquellos lugares en los que no hay ni tierra propiamente dicha ni mar ni aire, sino una cierta mezcla de estos elementos parecida a la medusa, en la que afirma que la tierra, el mar y todo está suspendido y es como si aprisionase a todas las cosas y sobre la que no es posible ni caminar ni navegar. Dice que ha visto personalmente esa cosa parecida a la medusa, pero del resto habla de oídas. (...) Piteas dice que ha llegado hasta los límites del Universo y que ha examinado todo el norte de Europa, lo que no podría creerse ni aunque lo dijera Hermes.2

      Como otros geógrafos de la Antigüedad, Estrabón sabía del Sol de medianoche, y de la noche interminable que se abate sobre el Norte durante el invierno. Pero no creería ni al mismísimo Hermes si este le dijera que existen lugares aún más remotos en los que el mar y el hielo se mezclan y confunden, dando lugar a un elemento nuevo y gelatinoso «como la medusa», ni sólido ni líquido, por el que no es posible navegar pero tampoco caminar. No obstante, lo que atisbaron o imaginaron esos primeros navegantes como Piteas hizo posible que durante siglos la humanidad soñara con una extraña región elemental situada al norte. Y esos prodigios imaginados desde antiguo han terminado por confirmarse.

      En las islas Svalbard también hay tundra, y durante el verano crecen incluso pequeñas flores amarillas y azules. Y en Longyearbyen, pese a su feo aspecto de pueblo minero, vi macizos de algodón ártico creciendo en cualquier sitio, y yo diría que con melenas más frondosas que las que encontré, en mi viaje anterior, cerca de alguna playa del sur de Groenlandia. Pero la vegetación de Svalbard es más austera y más frágil que la de la gran isla hermana. El musgo es menos mullido, las flores más escasas, y al ascender por los montes o descender hasta el mar, bien pronto la roca adquiere un protagonismo absoluto, sobre todo en esas cumbres de alta montaña que se alzan inconcebiblemente en la orilla misma de los fiordos. Lo ignoro todo sobre los minerales, pero esos picos me parecen compuestos de una roca más oscura que aquella a la que estoy acostumbrado, aunque quizás este color se deba simplemente a la humedad que empapa permanentemente la piedra desnuda, porque cuando llueve son también negros, y solo veteados de nieve, los picos de tres mil metros que conozco en el Pirineo.

      El aspecto de alta montaña domina el paisaje de Svalbard. Cuando la superficie del mar no toca directamente el cielo, fundiéndose ambos en una gradación de grises, es porque se interpone un glaciar o una cumbre abrupta. Todo lo que en el resto del planeta media entre la elementalidad del mar y la pureza de las altas cimas ha sido suprimido aquí. Y tampoco está claro si este es el paisaje del origen del mundo o el de su final, porque podría ser ambas cosas: o bien la imagen remotísima de lo que había en el mundo cuando aún no había nada, o bien la anticipación de lo que habrá cuando, tras el Gran Año platónico, el mundo vuelva a contener tan solo lo que una vez hubo: cielo, mar, roca y hielo.

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