Baila conmigo. Susan Elizabeth Phillips

Baila conmigo - Susan Elizabeth  Phillips


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podía decirlo en voz alta. No podía decirle que, al cabo de unos minutos, la vida de Bianca se iba a apagar por una complicación tan rara, tan catastrófica, que era casi incomprensible.

      Se sentía indefensa. Tan indefensa como se había sentido cuando Trav se estaba muriendo. El corazón le latía tan fuerte que lo sentía en la garganta. Toda su experiencia, todos sus años de experiencia no servían para nada.

      Bianca había empezado a gemir, asfixiándose. Su garganta se estaba cerrando. Tess tuvo que tomar una decisión imposible: podía hacer una traqueotomía sin anestesia, usando cualquier herramienta que hubiera en la casa. La más brutal y bárbara traqueotomía imaginable. El dolor sería insoportable. Y ¿con qué propósito? No la salvaría, solo haría su muerte más dolorosa.

      —¡No puede respirar! ¡Haz algo!

      Miró a Ian North. Vio su miedo y su perplejidad mientras el bebé yacía, olvidado, contra su pecho. En un momento, su esposa estaba arrullando a su hija y, en el siguiente, se estaba muriendo. Tess negó con la cabeza, sin decir nada, dándole a entender lo que no podía decir en voz alta.

      —¡No puedes dejar que ocurra! —Ian torció la boca y su gruñido, tan primitivo que apenas era humano, la atravesó.

      Tess se dio la vuelta, odiando su impotencia, odiándose a sí misma. Mientras Bianca jadeaba en busca de aire, Tess le acarició el pelo y luchó contra las lágrimas, tratando de calmarla, de consolarla.

      Los ojos de Bianca recorrían frenéticamente la habitación buscando a su bebé, el bebé olvidado contra el pecho de su padre. Gritó de nuevo por el dolor. Su mirada se topó con la de Tess. Sus ojos estaban vacíos y, aun así, hablaban.

      —Te lo prometo —susurró Tess mientras Bianca se desvanecía—. Te lo prometo.

      Veinte minutos después, Bianca estaba muerta.

      4

      El cuerpo de Bianca estaba inmóvil y ensangrentado.

      North estaba quieto como una estatua.

      El bebé…

      Tess se obligó a levantarse de la cama. Y cogió a la pequeña tragándose un grito. Era demasiado. Todo había sido demasiado. Eso no debería de haber pasado nunca.

      Pero había muchas cosas en la vida que no deberían pasar y, sin embargo, pasaban.

      North se movió. Unos segundos después, la puerta principal se cerró de golpe. Se había quedado sola. Sola con una muerta y una niña indefensa.

      Moviéndose de forma automática, envolvió el torso del bebé en papel film y luego en el trozo de manta que North había cortado. Se abrió la sudadera y acunó el pequeño cuerpo contra su piel. En la oscuridad de la sala de estar, sentada en el sofá, se mantuvo de espaldas a la puerta cerrada de la habitación donde reposaba el cuerpo inmóvil y frío de Bianca, su amiga charlatana y egocéntrica. La amiga a la que no había podido salvar. Por primera vez en su carrera, Tess había perdido a una madre, y nada ni nadie iba a arreglarlo.

      Las horas pasaron. No podía gritar. No podía llorar. La ira la mantenía muda. Se había dedicado a cauterizar la placenta mientras la sangre de Bianca manaba sin coagularse. Tess insufló su propio aliento al frágil bebé, no más grande que un pájaro. Había perdido a la madre. No podía perder a la hija.

      Contó los segundos entre las inspiraciones de la criatura, escuchó los pequeños gemidos y observó los débiles aleteos que indicaban que aún vivía. La luz rosada comenzó a filtrarse a través de las ventanas. Terminaba la noche más larga de su vida. Cubrió los ojos del bebé para protegerlos.

      Ya había amanecido por completo cuando oyó el vuelo de un helicóptero. El ausente padre de la criatura debía de haber encontrado la manera de hacer una llamada. Cuando se levantó, miles de agujas le atravesaron las piernas. La pequeña, acurrucada contra ella, aún respiraba por sí misma. Todavía estaba viva.

      A través de la ventana, vio cómo el helicóptero aterrizaba en la zona de césped entre la escuela y el barranco que se abría detrás. Donde antes solo había habido tranquilidad, en ese momento había una gran conmoción.

      —Guardia Nacional, señora. —Dos médicos irrumpieron por la puerta principal, que estaba abierta.

      —La madre está en el dormitorio. —Tess apenas podía hablar.

      Uno de los médicos desapareció en esa dirección. El segundo, poco mayor que un adolescente, se acercó a ella. Tess sabía que debía de parecer una salvaje con la ropa manchada de sangre, así que intentó recomponerse y actuar como una profesional, aunque nunca más volvería a ejercer.

      —Soy enfermera y matrona. El bebé se ha adelantado más de un mes. Está respirando por sí misma, pero necesita ir a un hospital. La madre… —Le costaba pronunciar las palabras—. Una embolia de líquido amniótico.

      La respuesta era simple, aunque debería confirmarse con la autopsia. Sería la respuesta científica. Pero ella lo sabía, su propia ira había provocado todo eso.

      Sacaron el cuerpo sin vida de Bianca en una camilla.

      —Me llevaré al bebé —dijo el médico más joven acercándose.

      —No. Tiene que llevarnos a las dos. —Tess no era la madre y esperaba que el médico se resistiera, pero él asintió con la cabeza.

      Durante el viaje en helicóptero, no vio nada más que al bebé en la incubadora portátil y el cuerpo de Bianca, cubierto, frente a ella. Cuando llegaron al hospital, Ian North no estaba por ninguna parte.

      A pesar del horrible aspecto de Tess, la enfermera jefa de la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales le permitió quedarse mientras conectaban a la criatura a un monitor y le ponían una vía intravenosa.

      —Ha tenido un comienzo difícil —confirmó la enfermera—, pero lo has hecho todo bien y la niña aguanta.

      «No todo —pensó Tess—. He perdido a la madre».

      El bebé pesaba dos kilos y medio, un peso muy decente para una niña prematura; aun así, la pulsera de identificación parecía un neumático alrededor de su tobillo. Cuando la criatura estuvo a salvo en la incubadora de la UCI neonatal, la enfermera la miró.

      —Ve a lavarte —le indicó con suavidad—. Nosotros la vigilaremos.

      Tess se sentía sucia, exhausta, derrotada. Vio a Ian North desplomado en una de las sillas de vinilo de la sala de espera, con los antebrazos apoyados en los muslos y la cabeza hundida entre las manos. Una parka abandonada yacía en la silla, a su lado. El barro seco que le cubría las botas y los vaqueros sugería que había atravesado la tempestad; así es como debía de haber conseguido pedir ayuda. Se obligó a acercarse a él.

      —Lo siento. —Su voz era plana, sin emoción; una disculpa inútil por algo que jamás había imaginado que pudiera ocurrirle.

      Él la miró con los ojos carentes de vida. Tess no le explicó que no podría haber salvado a Bianca. ¿Cómo sabía que eso era cierto? Ninguna explicación le traería a su esposa de vuelta, y ella no merecía perdón alguno.

      —¿Te ha hablado el médico sobre tu hija? —le preguntó.

      Él asintió con cortesía.

      —¿La has…? ¿La has visto?

      —No.

      —Deberías verla.

      Ian cogió la parka y se puso de pie.

      —Tú tomas las decisiones médicas. Yo firmo el papeleo. —Sacó un fajo de billetes del bolsillo, se lo tiró y se dirigió al ascensor—. No vayas a cagarla en esto también.

      ***

      Cuando las puertas del ascensor se cerraron, Ian se apoyó contra la pared. ¿Cuándo se había convertido en un capullo? ¿En


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