Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
del poema sinfónico de Franz Liszt: el mismo Estado que nos asigna un número de identificación cuando nacemos, al que pagamos impuestos cuando trabajamos y que fija una edad para nuestra jubilación forzosa, puede ahora administrarnos la eutanasia cuando así se lo hayamos pedido. Bien entrado ya el siglo xxi, puede decirse que la posición del Estado como institución política dominante del mundo moderno no parece estar amenazada.
VÉASE: Ciudadanía, Globalización, Justicia, Nación, Soberanía
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Feminismo
Puede definirse el feminismo como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre.
FEMINISMO
Que las constituciones democráticas proclamen la igualdad entre todos los ciudadanos es una primera condición –necesaria– para su igualación en la práctica. Pero no siempre se trata de una condición suficiente, ya que la simple afirmación de la igualdad no conlleva su realización. Y no todas las desigualdades entre individuos son injustas o indeseables; para colmo, hay diferencias de talento o rendimiento que no se dejarían corregir fácilmente. Por último, la decisión sobre cuáles son las diferencias sociales que es necesario combatir es resultado del debate público tanto como de la movilización colectiva: hay grupos sociales que se manifiestan en defensa de sus intereses, mientras que otros son incapaces de hacerlo o lo hacen sin éxito. Eso es justamente lo que el feminismo lleva haciendo desde hace más de un siglo: invoca el principio general de la igualdad y exige su realización efectiva entre hombres y mujeres en el plano político, jurídico o cultural. Asuntos tales como la igualdad de voto, las libertades reproductivas, la indemnidad sexual o la igualdad salarial han centrado así la atención de los movimientos feministas, junto a otros más controvertidos que van de la autodeterminación de género a la abolición de la prostitución.
Puede definirse el feminismo, por tanto, como aquel movimiento social que defiende la igualdad entre los sexos. Pero no solo es un movimiento, sino también una teoría filosófica y política que reflexiona de manera crítica sobre las causas y los fundamentos de esa particular desigualdad, entendida como un resultado de la subordinación histórica de la mujer al hombre. De ahí que una parte de la tarea del feminismo haya consistido en la reinterpretación del pasado, al que se acude en busca de las raíces de la discriminación de la mujer en las sociedades humanas. Se ha llamado así la atención sobre las consecuencias de la definición ateniense de la política como aquello que hacen los ciudadanos en el agorá o plaza pública, excluyendo el oikos o esfera doméstica donde se confinaba a las mujeres. Teóricos como Rousseau, paladines del republicanismo participativo, excluían a la mujer de los asuntos públicos afirmando que el tiempo que dedicaban a cuidar de su prole les impedía actuar como ciudadanas en la asamblea. Se ha denunciado asimismo que la filosofía occidental ha primado el uso de la razón (identificada como un atributo masculino) y marginado el papel de las emociones (consideradas como inherentemente femeninas). Históricamente, la desactivación pública de las mujeres se habría basado así en la idea de que su lugar “natural” es el hogar donde se desarrollan las tareas domésticas y reproductivas.
Sucede que la atención al pasado puede oscurecer el extraordinario avance en materia de igualdad experimentado por las sociedades democráticas durante el último siglo. Y no es casualidad que la causa de la mujer haya prosperado en las democracias liberales, ya que estas últimas proporcionan un marco dentro del cual distintos movimientos sociales y doctrinas políticas pueden presentar sus demandas y defender sus argumentos. Desde el interior de la democracia liberal, en suma, el feminismo ha podido decir a la democracia liberal que la desigualdad entre hombres y mujeres es una vulneración de los principios que la inspiran. Así que el feminismo no ha hecho otra cosa que señalar una de las contradicciones de la época moderna: mientras la filosofía ilustrada proclamaba el imperio de la razón y las revoluciones liberales desmantelaban la vieja sociedad estamental, la desigualdad entre hombres y mujeres persistía en la práctica sin que ninguna buena razón pudiera justificarlo. Se entiende por ello que los primeros textos importantes del feminismo, como la Vindicación de los derechos de la mujer que Mary Wollstonecraft publica en 1792, aparezcan en el Siglo de las Luces. Es significativo que la girondina Olympe de Gouges escribiera ese mismo año su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en respuesta al sesgo masculino de la Revolución francesa dirigiendo a los hombres de su época una pregunta que se ha hecho célebre: “¿Qué os concede imperio soberano para oprimir a mi sexo?”. Y aunque resulte menos conocida en el mundo anglosajón, hay que destacar la figura de Sor Juana Inés de la Cruz: nacida en el Virreinato de México a mitad del siglo xvii, acaso se hizo monja para poder pensar en libertad –como decía de ella el poeta Octavio Paz– y defender por escrito el derecho de la mujer a recibir una educación en pie de igualdad con los hombres.
La aplicación de las premisas ilustradas al problema de la mujer da impulso a la primera ola del feminismo, cuya trayectoria histórica suele describirse echando mano de esta discutida metáfora: algo que se levanta y cobra fuerza hasta que termina por morir en una orilla. Esa primera ola feminista habría comenzado en la segunda mitad del siglo xix con el movimiento por los derechos de la mujer, entre ellos el derecho al voto reclamado por las sufragistas. Después de las dos guerras mundiales, en el contexto de los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta, la segunda ola del feminismo se caracterizó por vincular las experiencias personales de la mujer occidental con las estructuras sociales: el famoso eslogan “lo personal es político” aludía a la necesidad de otorgar significado público a una vida privada donde se reproducía la desigualdad sistemática entre los sexos. Pensemos en la típica estampa cinematográfica que nos muestra a la esposa aguardando que su marido llegue de trabajar; justo es añadir, sin embargo, que entonces ya eran muchas las mujeres occidentales que desarrollaban una carrera profesional propia. Una tercera ola se habría levantado en los años noventa, poniendo sobre la mesa problemas concretos que van del acoso sexual a la infrarrepresentación del arte femenino, al tiempo que incorporaba las llamadas demandas “interseccionales” que se relacionan con las minorías étnicas y el colectivo LGTBI (lesbianas, gais, transgénero, bisexuales e intersexuales). Más difusos serían los contornos de la cuarta ola, que habría comenzado alrededor de la segunda década del siglo xxi al albur del movimiento #MeToo y tendría como rasgos distintivos la canalización digital del activismo y la inclusión del discurso feminista en el discurso político mainstream de las democracias occidentales.
Salta a la vista que es mejor hablar de feminismos en plural que del feminismo en singular. Por más que cualquier feminista persiga la liberación de la mujer, la feminista sueca se enfrenta a problemas muy distintos que la feminista afgana. Incluso dentro de una misma sociedad, las diferencias son evidentes: no es lo mismo ser profesora universitaria en Estocolmo que inmigrante somalí en esa misma ciudad. Al fin y al cabo, los principios feministas son afirmados inicialmente por las mujeres que pertenecen a los estratos culturales dominantes de una sociedad; las mujeres que son de origen humilde o pertenecen a culturas minoritarias pueden ser o sentirse ignoradas o excluidas. Salvar esa distancia puede dar lugar a considerables malentendidos, como muestra la dificultad para abordar desde una perspectiva feminista el uso de símbolos islámicos en sociedades democráticas: si una mujer musulmana afirma que se pone el chador e incluso el burka por voluntad propia y con plena conciencia de su significado, ¿debe prohibirse por su bien que pueda vestirlos?
Lo que se pone aquí de manifiesto es una dificultad que ha acompañado al feminismo desde sus orígenes: hablar en nombre de la mujer como sujeto político, mientras se niega la existencia de un ideal singular de mujer y se reconoce la pluralidad de las experiencias femeninas. Si todas las mujeres quisieran lo mismo, bastaría presentar a las elecciones un Partido Feminista que se llevase la mitad de los votos y gobernase con una mayoría aplastante. Pero allí donde un partido feminista concurre a las elecciones, como pasa en Suecia, apenas alcanza el tres por ciento de los votos. Se deduce de aquí que no todas las mujeres piensan lo mismo, ni quieren lo mismo; que también entre ellas se interpreta de distintas maneras lo que deben