Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
fórmula, capaz por sí sola de sacar a la gente a la calle y provocar la caída de dictadores, su significado es impreciso.
DEMOCRACIA
Resulta en apariencia tan fácil definir la democracia, que pasamos por alto lo complicado que es ponerla en práctica. Y es que afirmar que la democracia es el “gobierno del pueblo” no conduce demasiado lejos. Pese a la fuerza emocional que atesora esta fórmula, capaz por sí sola de sacar a la gente a la calle y provocar la caída de dictadores, su significado es impreciso. Naturalmente, sabemos que la democracia es lo contrario de la dictadura. Pero no está muy claro cómo podría el pueblo gobernarse a sí mismo, ni conocemos el procedimiento mediante el cual se identificará a las personas que forman parte del mismo. Y si bien asumimos espontáneamente que la democracia es preferible a otras formas de gobierno, esta creencia dista de ser universal; no faltan ejemplos de sociedades que se acomodan fácilmente a un gobierno autoritario y las épocas de crisis suelen traer consigo un debilitamiento del sentimiento democrático de los ciudadanos. De ahí que sea conveniente saber de qué hablamos exactamente cuando hablamos de democracia.
Que la democracia es el “gobierno del pueblo” viene a señalarlo ya la etimología de la palabra, que en griego clásico vincula el demos (pueblo) al kratos (poder o gobierno). Pero, como ha señalado el profesor Joaquín Abellán, los conceptos políticos encierran una notable complejidad: acumulan significados distintos a lo largo del tiempo y se prestan fácilmente al equívoco. Así, sabemos que el término democracia se empleaba en Atenas a mediados del siglo v a. C. para designar un sistema político basado en la participación igualitaria de todos los ciudadanos en el desempeño de los cargos públicos, en muchos casos repartidos mediante sorteo. Pero ignoramos si el demos tenía un sentido de clase, lo que inclinaría la democracia ateniense hacia la oligarquía, o abarcaba al conjunto de ciudadanos mayores de edad con exclusión de mujeres, esclavos y extranjeros. Por su parte, kratos puede referirse a la capacidad de acción política en sentido amplio o al carácter vinculante de las decisiones populares. Desde el principio, pues, la democracia exhibe un carácter ambivalente que pertenece a su misma esencia. Esta ambivalencia se ve reforzada si pensamos que el origen de la democracia no puede ser democrático: aunque no podemos votar sin tener antes un censo de votantes, ese censo no puede decidirse mediante una votación. Esta paradoja explica que todas las democracias provengan de acontecimientos no democráticos: dictaduras, revoluciones, procesos de descolonización, guerras.
Sea como fuere, la idea del gobierno popular solo es un punto de partida, un presupuesto que por sí mismo no responde a las preguntas decisivas. ¿Quién forma parte del demos y quién está excluido del mismo? ¿Qué derechos son reconocidos al ciudadano y qué deberes le son exigibles? ¿Quién está cualificado para participar en el proceso de toma de decisiones? ¿Se puede decidir sobre cualquier asunto? ¿A través de qué mecanismos, con qué grado de deliberación? ¿Y debe decidirse por consenso o por mayoría? La respuesta a estas preguntas depende de las razones por las cuales se defienda la democracia como mejor forma de gobierno. Y como las razones no siempre son las mismas, hay que distinguir entre diferentes concepciones o modelos de democracia.
En el modelo liberal-protector, la democracia tiene por objeto principal la protección de los derechos del individuo, que sirven como límite al poder político: los ciudadanos eligen a sus representantes y los vigilan a través de la opinión pública, mientras realizan sus fines privados en una sociedad abierta donde la vida asociativa y el mercado competitivo juegan un papel protagonista. Este modelo concede asimismo importancia al pluralismo, que puede entenderse de dos maneras: por un lado, la democracia liberal no concentra la toma de decisiones en un solo lugar, sino que posee muchos centros distintos de poder; por otro, los valores del liberalismo político permiten organizar la convivencia pacífica entre individuos diferentes en el interior de una sociedad cada vez más heterogénea. Para los partidarios del modelo participativo o republicano, en cambio, el ciudadano tiene que comprometerse con los asuntos públicos, ya sea en el nivel del Gobierno o dentro de aquellas organizaciones –como la empresa– de las que forma parte; es necesario orientar el funcionamiento de las instituciones hacia el bien común y fomentar las virtudes cívicas del ciudadano. Por su parte, los defensores del modelo epistémico justifican la democracia por sus mejores resultados: las sociedades democráticas incorporan un mayor número de puntos de vista al proceso de toma de decisiones y son más inclusivas que los regímenes autoritarios, lo que redunda en su mayor eficacia general. Dicho de otra manera, la democracia es preferible a otras formas de gobierno porque funciona mejor. Eso no significa que las democracias sean infalibles, sino que exhiben un rendimiento medio superior de acuerdo con los indicadores socioeconómicos, culturales o medioambientales. Finalmente, el modelo agonista concibe la democracia como un espacio para la canalización del inevitable conflicto entre las distintas ideologías y recela del consenso como fórmula para el gobierno de la comunidad política: lo natural es el enfrentamiento entre distintas visiones de la sociedad y la democracia sirve para que los ciudadanos se conviertan en apasionados luchadores en defensa de sus ideales.
Por supuesto, las ideas abstractas sobre la democracia no son todo lo que cuenta a la hora de explicar su funcionamiento. Una cosa es lo que creamos que la democracia deba ser con arreglo a nuestra concepción de la misma y otra lo que las democracias sean en la práctica, que además tiene mucho que ver con lo que pueden ser. No debe por eso extrañarnos que los modelos más igualitarios y participativos de la democracia conduzcan a la frustración: la imposibilidad de realizar sus componentes utópicos alimenta un malestar apreciable en lemas contestatarios como “¡democracia real ya!” o “lo llaman democracia y no lo es”. El politólogo italiano Giovanni Sartori describió así la causa de esa tensión: “En ningún caso la democracia tal y como es (definida de modo descriptivo) coincide, ni coincidirá jamás con la democracia tal y como quisiésemos que fuera (definida de modo prescriptivo)”. Se trata de una tensión productiva, que estimula las críticas y conduce por igual a innovaciones exitosas y a experimentos fracasados. La democracia es como la vida: requiere de un delicado equilibrio entre la creación de expectativas y la aceptación de realidades.
Sería deseable que las lecciones que podamos extraer del desarrollo de las democracias reales influyesen en las teorías ideales sobre esta forma de gobierno. Un ejemplo es el fortalecimiento de la independencia de los Bancos Centrales en respuesta a la vieja costumbre de los Gobiernos de utilizar de manera electoralista la política monetaria. Es una reforma que resulta de la praxis democrática y se inspira en la doctrina sobre las instituciones contramayoritarias, que son aquellas que incorporan un punto de vista experto que sirve de filtro a la voluntad popular. Claro que el conocimiento acumulado sobre la peligrosidad de los referéndums populares como medio para decidir sobre asuntos complejos que fracturan en dos a la opinión pública no impidió que el Gobierno británico preguntase a sus ciudadanos sobre la pertenencia a la Unión Europea y provocase con ello su salida de la UE. Hay que tener en cuenta que los actores políticos sirven a sus propios intereses y eso puede dificultar el buen funcionamiento de cualquier democracia: el choque de legitimidades entre los votantes catalanes que aprobaron el Estatuto de Autonomía de 2006 y el Tribunal Constitucional que anuló varios de sus artículos habría podido evitarse si los partidos que promovieron la norma hubieran querido asegurarse previamente de su constitucionalidad.
Dicho esto, las diferencias aparentemente irreconciliables entre los distintos modelos de democracia se atenúan en la práctica. Difícilmente encontraremos una versión de la democracia que no reconozca la importancia de los derechos del individuo o la necesidad de articular la competencia electoral entre candidaturas. Pero es que sería injusto acusar a las democracias liberales de desincentivar la participación ciudadana: las formas colectivas de movilización, tales como manifestaciones o campañas públicas, forman ya parte de la normalidad democrática occidental. Del mismo modo, la digitalización de la esfera pública ha proporcionado a los ciudadanos la posibilidad de expresar sus opiniones y ha facilitado la creación de vínculos asociativos. No puede decirse tampoco que las democracias existentes sean lugares donde reina el consenso, como denuncian los partidarios del modelo agonista; las democracias son conflictivas por definición y lo serán en mayor medida cuando organizan la convivencia en sociedades heterogéneas donde abundan los roces entre distintas ideologías y formas de vida. Finalmente, no se ha conocido todavía una democracia moderna que aspire a tomar malas decisiones;