Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
Ciudadanía
Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia en cada contexto histórico: aunque la institución posee un largo recorrido, ser ciudadano en el Estado nación contemporáneo es diferente a serlo en la Atenas de hace dos mil quinientos años. El modo en que se defina la ciudadanía, a su vez, será un reflejo del propósito que se asigne a la comunidad política y de cómo se conciba la vida de sus miembros. En todo caso, el estatus de ciudadano ha poseído una fuerte carga simbólica en la historia de la democracia y se ha relacionado directamente con el proyecto moderno de emancipación de los individuos: si los revolucionarios franceses se llamaban unos a otros citoyen para subrayar el igualitarismo de la nueva república nacional, el cineasta Orson Welles tituló Ciudadano Kane su famosa película para denunciar irónicamente el desigual poder de influencia de que gozaba el magnate de la prensa que sirvió de inspiración para el personaje protagonista.
Cualquier aproximación a la ciudadanía exige diferenciar entre sus distintos planos. Por una parte, podemos estudiar de manera empírica el contenido de la ciudadanía, tal como se manifiesta en las leyes y las prácticas sociales: cuáles son los derechos y deberes constitucionales del ciudadano, qué grado de participación en los asuntos públicos se da en una sociedad, de qué manera conciben los miembros de una comunidad su pertenencia a ella. Este método de análisis es aplicable a las sociedades contemporáneas y a las sociedades del pasado, cuyo conocimiento es necesario si queremos conocer la evolución histórica de la ciudadanía. Por otra parte, hemos de fijarnos en los debates prescriptivos sobre la ciudadanía: en la discusión acerca de cómo debería organizarse el vínculo del ciudadano con la comunidad política. Ya que hay distintas formas de interpretar lo que haya de ser un ciudadano, los partidarios de los distintos modelos lucharán por aproximar la ciudadanía real a la ciudadanía ideal que cada uno de ellos defienda. Al igual que sucede con los demás conceptos políticos fundamentales, estas aspiraciones se relacionan de manera ambigua con la realidad de las cosas: si soñamos con una ciudadanía virtuosa, nos decepcionará encontrarnos con un ciudadano apático. Pero si nos conformáramos con las cosas tal como son, nada cambiaría nunca.
Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales. Eso no debe llevarnos a renegar de los griegos o los romanos; proyectar sobre ellos los valores contemporáneos tiene poca utilidad. El surgimiento del Estado nación en la modernidad cambiará las cosas, ya que los Gobiernos nacionales tratarán de homogeneizar a las poblaciones que se encuentran bajo su dominio con la finalidad de dar forma a una identidad nacional común. Cuando la fragmentación medieval deja paso al orden de los Estados, el interior de estos últimos se rige por el principio de la nacionalidad: serán ciudadanos los nacionales de un Estado y será este quien les provea de los derechos y prestaciones correspondientes. Así, en la Francia posterior a la Revolución, normandos y bretones pasarán a ser ante todo franceses que hablan francés y son identificados como ciudadanos de la República junto con los corsos o los provenzanos. Desde entonces, una ciudadanía robusta requiere de un Estado robusto; los Estados fallidos no pueden sostener ciudadanías exitosas.
Desde la desaparición de los imperios tras la Primera Guerra Mundial, pues, el ciudadano solo es ciudadano del Estado nación. Y la concepción moderna de la ciudadanía está ligada al principio de igualdad: al igual que los fieles eran iguales ante el Dios de la cristiandad, los ciudadanos modernos son iguales ante el Estado. Asunto distinto es el grado de adhesión a la identidad nacional que se nos exija en cada caso: hay mucha diferencia entre una sociedad obsesionada con su cultura y otra en la que esta última solo sirve como pegamento sentimental de la comunidad, sin merma de la libertad de cada uno para elegir sus propias tradiciones o mitologías. De ahí que suela distinguirse un nacionalismo étnico, que ve la nación y a sus miembros como integrantes de una comunidad orgánica, de un nacionalismo cívico que pone el énfasis en el sistema legal que sirve de fundamento a la nación entendida como asociación política de individuos libres.
Para el diseño de la ciudadanía, resulta decisivo el modo en que se interprete el origen y propósito de la comunidad política. El politólogo norteamericano Rogers Smith ha destacado el papel que juegan las historias que nos contamos a nosotros mismos acerca de la identidad del pueblo o de la nación que subyacen a la ciudadanía legal. De hecho, la igualdad formal entre los ciudadanos puede verse menoscabada en la práctica, digan lo que digan las leyes: Martin Luther King denunciaba en la Norteamérica de los años sesenta una discriminación racial –de los negros por los blancos– prohibida por la Constitución. En países o regiones dominadas por el nacionalismo étnico, la discriminación puede adoptar otras formas: políticas lingüísticas, ventajas “étnicas” para la contratación pública, marginalización en la esfera pública de los ciudadanos que no comulgan con el dogma nacionalista. Esta dimensión psicológica de la ciudadanía, referida al modo en que los individuos “sienten” su pertenencia a la comunidad y evalúan la presencia de los demás en ella, condiciona la identidad colectiva e influye sobre el modo en que percibimos lo que un ciudadano puede y no puede hacer.
«Durante la mayor parte de la historia, incluyendo los precedentes decisivos de Atenas y Roma, el estatus de ciudadano estaba restringido: solo los varones blancos propietarios podían disfrutar del mismo. Su expansión posterior, que ha incluido a las mujeres y a otros colectivos desventajados, responde a la presión ejercida por la movilización social tanto como al desarrollo de nuevas ideas morales»
No debe por ello extrañarnos que el contenido de la ciudadanía haya variado a lo largo del tiempo. Su gradual extensión a nuevos grupos sociales ha venido acompañada por una expansión de los derechos atribuidos al ciudadano. El sociólogo británico T. H. Marshall identificó tres conjuntos de derechos que han evolucionado de manera incremental: derechos civiles que garantizan la igualdad legal, derechos políticos que hacen posible la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas y derechos sociales que tratan de asegurar ciertos estándares de seguridad o bienestar. Ha sido tal el éxito del lenguaje de los derechos, que la lista de aquellos reconocidos legalmente en las democracias liberales no parece cerrarse nunca: los derechos medioambientales y el llamado derecho a la muerte digna se cuentan entre las últimas incorporaciones. No puede decirse, en cambio, que los deberes exigidos al ciudadano democrático hayan aumentado en la misma medida. Y no todo el mundo está de acuerdo en que la expansión indefinida de los derechos del ciudadano sea una buena idea; para libertarios y conservadores, bastaría con los derechos civiles y políticos. Pero incluso quienes ven indispensable la protección social de los ciudadanos pueden discrepar acerca de la intensidad de la misma. Y es que cada modelo de ciudadanía concibe a su manera los derechos y deberes del ciudadano. Dos son los principales: el republicano y el liberal.
El modelo republicano deriva de una tradición de pensamiento que incluye a autores como Aristóteles, Cicerón o Rousseau, así como de la práctica política en las polis griegas, la antigua Roma o las ciudades-Estado del Renacimiento. Su punto de partida es que la participación activa del ciudadano en los asuntos públicos es valiosa en sí misma y forma parte de aquello que otorga sentido a nuestra vida. Los republicanos subrayan el compromiso cívico con la comunidad, en cuya defensa debe comprometerse el ciudadano; por algo desaconsejaba Maquiavelo que el Ejército de una república estuviera formado por mercenarios. El valor cívico atribuido al servicio militar obligatorio ha sido recuperado en los últimos años: si el escritor español Rafael Sánchez Ferlosio defendió su mantenimiento como positivo para la cohesión democrática, el presidente francés Emmanuel Macron ha lanzado una iniciativa que reúne a jóvenes adolescentes para que reciban una instrucción cívica de varias semanas. Para el republicanismo, la cohesión ciudadana es de la mayor importancia; Rousseau no dudaba en echar mano del nacionalismo o la religión si servían para aumentar el sentimiento de unidad entre los miembros de la comunidad. También es característico de esta tradición el recelo hacia el lujo y la convicción