Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado

Abecedario democrático - Manuel Arias Maldonado


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se impone a la de sus miembros particulares. En todos estos casos, se invoca un bien común y se le otorga primacía sobre los derechos o intereses de los individuos. Por ejemplo: si a un ciudadano se le prohíbe rotular su comercio en la lengua de su elección, exigiéndosele en cambio usar la lengua oficial –o una de las lenguas oficiales– para así proteger la integridad de la “cultura nacional”, su derecho individual se estará restringiendo indebidamente en nombre del presunto derecho de una entidad colectiva.

      Ninguno de estos conflictos es nuevo. El debate sobre la prioridad que haya de concederse al bien común sobre los intereses particulares es tan viejo como la existencia de comunidades humanas: en su interior chocan las necesidades de la organización colectiva y el impulso singular de cada individuo. Se trata de una relación intrincada, ya que el individuo no puede realizar su libertad sin los bienes que le procura la comunidad, ni la comunidad puede atesorar esos bienes sin la contribución de sus miembros. En último término, la relación entre el bien común y los intereses particulares es una cuestión de énfasis; de la medida en que la balanza se incline hacia un lado u otro. Así como encontraremos sociedades individualistas donde se presta menos atención al interés general, otras exhibirán una mayor concien­cia de comunidad. Y la historia del pensamiento político puede leerse como un diálogo interminable entre ambas posiciones.

      «El disfrute de generosas pensiones de jubilación puede considerarse un bien común. [...] Ocurre que la estructura demográfica y la situación económica pueden poner en entredicho la cualidad general de ese bien concreto: ¿qué pasa si el gasto público destinado a las pensiones pone en peligro la solvencia estatal o perjudica severamente las oportunidades vitales de que disfrutan las generaciones más jóvenes?»

      Platón afirmaba que el conocimiento de lo justo genera unidad en el interior de la polis, donde no puede separarse lo público de lo privado; Aristóteles consideraba que la sociedad existe para la realización de la vida buena, asignando a la colectividad objetivos distintos de los que tienen sus miembros. Posteriormente, la teología cristiana recogerá el guante y señalará la dedicación a Dios como el bien común superlativo. En todos estos casos, el ciudadano debe ejercitarse en la virtud, ya se la entienda como compromiso cívico con la comunidad o como ejercicio de la fe. Esto cambiará en la época moderna, cuando la irrupción del pensamiento ilustrado y la gradual transformación de las sociedades legitiman el pluralismo moral (el hecho de que distintas personas tengan distintos planes de vida) y la persecución del interés particular (aquello que el individuo puede hacer dentro de su esfera de libertad personal). Después de siglos de comunitarismo, la balanza se reequilibraba en favor del individuo.

      Para la doctrina liberal, de hecho, no existe contradicción entre el bien común y los bienes particulares. En una sociedad moderna, el libre mercado y la competición electoral actuarán como mecanismos capaces de conciliar el interés general con el interés privado. Esta cualidad se predicará con especial fuerza del mercado: de acuerdo con la famosa metáfora de Adam Smith, que es una metáfora y no una descripción de la realidad, cuando perseguimos un fin privado en el mercado nos sentimos empujados como por una mano invisible a promover el bien social. Lo que quiere decir Smith es que cuando buscamos el bien que más se ajusta a nuestras preferencias, estimulamos la competencia entre unas empresas obligadas a ofrecer cada vez mejores productos a mejor precio a fin de no perder clientes, lo que de paso crea empleo y paga impuestos. En esta argumentación juega un papel importante el consecuencialismo moral, ya que no cuenta tanto la intención de quien actúa como los efectos que su acción termina produciendo. El funcionamiento del mercado requiere de grandes números; hablamos de la agregación de muchas conductas espontáneas individuales: no pensamos en el bien social cuando salimos de compras. En el plano político, la competencia entre distintos grupos de interés se resuelve por medio de elecciones competitivas y termina por generar una política pública que debería maximizar el interés general.

      Es bien sabido que estos mecanismos de agregación funcionan de manera imperfecta. No es que la mano invisible no se mueva; simplemente, no es infalible. Los economistas hablan de “fallos de mercado” para referirse a los costes que no asumen productores ni consumidores (por ejemplo, la contribución al calentamiento global del coche que adquirimos o la polución generada por la industria) y de bienes públicos que benefician a la sociedad en su conjunto pero que el mercado no siempre es capaz de producir por sí solo (la investigación básica, la salud pública, la defensa). Por su parte, una sociedad democrática puede prestar más atención a las demandas de los grupos de interés organizados y desatender a los colectivos desorganizados; también puede ignorar a las minorías que carecen de fuerza electoral. Eso no quiere decir que el interés público haya de ser definido por la autoridad estatal y que pueda dirigirse a los individuos de manera paternalista hacia un objetivo común. Sin embargo, se equivocan los libertarios que, partidarios de maximizar la libertad individual y de reducir al mínimo las funciones del poder público, niegan la existencia del bien común y solo admiten la realidad de los individuos y las familias que pueden ver con sus propios ojos.

      Frente a ellos, los pensadores comunitaristas –que critican el individualismo liberal y subrayan que las personas nacemos en comunidades cuyos valores y tradiciones nos conforman– han venido a recordarnos que el individuo no existe de manera separada, sino que está embebido en el interior una sociedad. Nuestra identidad no cobra forma en el aislamiento, sino en relación con el exterior: con las personas con que nos relacionamos, con la cultura en la que nos socializamos, con las tradiciones de las que participamos. Desde este punto de vista, los intereses “particulares” poseen una dimensión social; nadie es capaz de crearse a sí mismo. Para los comunitaristas, en consecuencia, la defensa del bien común ha de definir la forma de vida de sus miembros. No se trata de darnos a elegir: el Estado comunitarista debe poder forzarnos a poner el bien común por delante de nuestros intereses particulares. Es una posición que el liberalismo rechaza, porque atenta contra la autonomía del individuo en nombre de un idealismo conservador que exagera la medida en la que la comunidad define nuestra identidad de una vez y para siempre: como si nunca pudiéramos cambiar o elegir. Tampoco está claro, por lo demás, quién puede arrogarse la facultad de decidir qué tradiciones son correctas o representativas, a la manera de quien define una esencia de la que todos los miembros de una comunidad están obligados a participar.

      Lo cierto es que no podemos contestar científicamente a la pregunta sobre la prioridad que haya de otorgarse al bien común sobre los intereses particulares o vicecersa. Tan indeseable es una sociedad privatizada cuyos miembros solo persigan fines personales, como una sociedad colectivista donde la comunidad asfixie al individuo. Una democracia liberal debe buscar el justo medio: se espera del ciudadano que ejercite su libertad en aquello que concierne a su vida privada, sin por ello desatender su obligación moral con la comunidad. Si nadie fuese a votar, por ejemplo, la democracia sería inviable; acudimos a las urnas a sabiendas de que nuestro voto carece de influencia sobre el resultado. Así que hay bienes comunes y hemos de contribuir a su mantenimiento, entre otras cosas porque sin ellos será más difícil que ejercitemos nuestra libertad en razonables condiciones de igualdad.

      Ahora bien: los detalles habrán de debatirse en cada caso. Tal como ha señalado el pensador canadiense Will Kymlicka, no hay una oposición simplista entre individualismo y comunitarismo, sino un puñado de preguntas difíciles para las que nadie tiene una respuesta definitiva: ¿cómo generar solidaridad en sociedades de masas donde la gente tiene poco en común entre sí? ¿De qué modo cabe promover una identidad nacional común sin suprimir la diversidad? ¿Qué grado de igualdad puede perseguirse sin neutralizar las legítimas aspiraciones de los individuos? La discusión será más pacífica si compartimos una premisa elemental: hemos de contribuir en una medida razonable a la producción de los bienes públicos, sin hacer de ellos el objetivo único de la vida democrática ni menoscabar la capacidad del individuo para identificar y perseguir sus fines particulares.

       VÉASE: Democracia, Igualdad, Justicia, Nación

      C

      CIUDADANÍA

      Es ciudadano el miembro de una unidad política al que se reconocen derechos y se exigen deberes. Hablar de ciudadanía es así referirse al conjunto de los ciudadanos, pero también a la categoría que define los términos de esa pertenencia


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