Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado

Abecedario democrático - Manuel Arias Maldonado


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      AUTONOMÍA

      La autonomía es la capacidad de una persona para gobernar su propia vida, viviéndola de acuerdo con sus preferencias y por medio de sus decisiones. Somos autónomos cuando hacemos un uso reflexivo de nuestra libertad: cuando pensamos lo que hacemos en lugar de hacer lo primero que pensamos.

      AUTONOMÍA

      La autonomía es la capacidad de una persona para gobernar su propia vida, viviéndola de acuerdo con sus preferencias y por medio de sus decisiones. Somos autónomos cuando hacemos un uso reflexivo de nuestra libertad: cuando pensamos lo que hacemos en lugar de hacer lo primero que pensamos. Así que el ejercicio de la autonomía presupone el disfrute de la libertad, aunque no son la misma cosa; podemos ser libres y, sin embargo, renunciar a evaluar de manera reflexiva lo que hacemos o deseamos. Ejercitar la autonomía es entonces como dar un paso atrás, para poder vernos desde más arriba y hacernos cargo de nuestras preferencias, valores, decisiones. Es posible que, pudiendo ejercitar la autonomía, renunciemos a hacerlo por falta de disposición o autoconciencia. Pero tampoco podremos ejercitarla cuando nos lo impida una fuerza o poder externos; por ejemplo, si alguien decide por nosotros o nos impone sus valores. En este caso, hablamos de heteronomía, palabra que designa la privación de la autonomía personal.

      Ahora bien, ¿cuándo somos autónomos y cuándo no? Esta pregunta no se deja responder fácilmente. Es obvio que no podremos ejercer nuestra autonomía si se nos priva de libertad. Sin embargo, la privación material de libertad es un fenómeno inusual en las sociedades democráticas, que se produce legalmente cuando se condena a alguien por la comisión de un delito grave o ilegalmente en los casos de secuestro y detención ilegal. Por eso, lo que aquí nos interesa es determinar cuáles son las condiciones bajo las cuales puede afirmarse que somos sujetos potencialmente autónomos dentro de una sociedad democrática.

      Hay que tomar en consideración que, incluso en ausencia de un Gobierno despótico, una persona puede verse dominada por la necesidad material hasta tal punto que le es imposible moldear sus propias preferencias. Quien carece de medios de subsistencia o se ve obligado a trabajar durante jornadas interminables a cambio de un magro salario, difícilmente podrá actuar como un sujeto autónomo. Desde este punto de vista, la autonomía personal solo puede realizarse en sociedades que ofrezcan suficientes oportunidades vitales a sus miembros. No se sigue de aquí que debamos ser ricos o tener siempre un empleo fijo para ejercitar nuestra autonomía, entre otras cosas porque nuestra situación personal puede ser ella misma un reflejo de las decisiones que hemos adoptado. Pero la crítica que Karl Marx dirigió al liberalismo político es pertinente: proclamar valores o derechos es insuficiente si no se asegura la posibilidad de su realización práctica. Y si bien resulta difícil precisar con exactitud qué forma debe adoptar el reparto de la riqueza en una sociedad de cuyos miembros pueda predicarse la autonomía, parece razonable afirmar que la pobreza constituye un problema más grave que la desigualdad. Para producir sujetos autónomos, lo importante es que todos tengan suficiente y no que existan diferencias entre lo que tienen unos y otros. Es verdad que un exceso de desigualdad es dañino para la comunidad política; no resulta saludable que algunos tengan muchísimo más que la mayoría. Pero, inversamente, estaremos agravando el problema si nos empeñamos en crear una sociedad igualitaria donde todos tengan poco, ya que la autonomía presupone libertad de elección y no hay libertad de elección sin una diversidad de opciones abiertas a todos. Si todos viviéramos igual, no sería posible ejercitar la autonomía personal.

      Pero ¿qué ocurre cuando son las decisiones voluntarias de la comunidad política las que obstaculizan el ejercicio de la autonomía por parte de sus miembros? Si aceptamos que las decisiones adoptadas por una colectividad obligan a los individuos que la forman, ¿qué parcelas de la libertad individual pueden ser invadidas por esas decisiones? En otras palabras, ¿qué decisiones puede adoptar el Estado por nosotros sin con ello vulnerar nuestra autonomía? ¿Puede obligarnos a llevar casco cuando vamos en moto, impedirnos abortar en el sexto mes de embarazo o prohibir que fumemos en un bar? No hay una respuesta infalible a estas preguntas, pero en todos estos casos parece aplicable el principio del daño formulado por el filósofo liberal John Stuart Mill:

      El único propósito con el que puede ejercerse legítimamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada […] es prevenir un daño a los demás. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es motivo suficiente. […] La única parte de la conducta de un individuo por la que este es responsable ante la sociedad es la que afecta a los demás. Con respecto a la parte que únicamente le concierne a él, su independencia es, de derecho, absoluta.

      Desde este punto de vista, la autonomía personal es un límite para el poder de la colectividad: el Estado debe ser neutral respecto de los valores, preferencias y formas de vida de los ciudadanos. Preservar la autonomía individual


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