Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
que creer o cómo debemos vivir. Este rechazo del paternalismo, característica del pensamiento liberal, conoce excepciones: el Estado debe asegurar la continuidad de las instituciones democráticas que hacen posible el libre autodesarrollo individual. Se sigue de aquí que habrá formas de vida inadmisibles y así habrán de sancionarlo las leyes: por ejemplo, uno no podrá promover el racismo ni maltratar animales; tampoco podrá renunciar a sus derechos convirtiéndose voluntariamente en el esclavo de otra persona. Pero el Estado vulnerará su deber de neutralidad cuando se dedique a imponer valores morales determinados, como si fuera un padre empeñado en modelar la vida de sus hijos.
Salta a la vista que el imperativo de la neutralidad es vulnerado con frecuencia por los Gobiernos electos, ya que la competición electoral es también un conflicto entre distintas formas de ver el mundo y quienes llegan al poder se esfuerzan por realizar la suya. Para ello, los Gobiernos usan distintos instrumentos: las leyes, el discurso político, la educación pública, la publicidad institucional, los medios de comunicación a su servicio. ¿Cómo resolver este conflicto? Desde una perspectiva democrática podría sostenerse, como hizo Jean-Jacques Rousseau con su “voluntad general”, que la decisión de la colectividad obliga a todos los miembros de la comunidad sea cual sea su contenido. Si adoptamos un punto de vista liberal, en cambio, la cosa cambia: en la democracia liberal-representativa, los derechos individuales son un límite irrebasable para el poder público. Dicho de otra manera, los derechos que hacen posible el ejercicio de la autonomía personal no pueden ser vulnerados por la voluntad general de la colectividad. Puede así concluirse que la defensa gubernamental de opciones morales particulares será aceptable siempre y cuando no vaya acompañada de la vulneración de los derechos del individuo, ni persiga restringir la pluralidad moral que el liberalismo político considera inherente a las comunidades humanas.
Ocurre que la tensión entre la autonomía individual y las decisiones colectivas no termina aquí. Para Immanuel Kant, uno de los padres fundadores del pensamiento ilustrado, la autonomía es la capacidad del individuo para determinar las normas morales con arreglo a las cuales gobernará su vida. En la medida en que somos seres racionales, podemos establecer nuestros propios fines y examinarlos desde un punto de vista universal: el “imperativo categórico” sugiere que solo hemos de dar por buena una acción si concluimos que sería aceptada por otros seres racionales. Formulado de manera sencilla, deberíamos actuar con los demás tal como querríamos que los demás actuaran con nosotros. Kant está pensando menos en un ejercicio positivo de la libertad que en la capacidad que tenemos para restringirla voluntariamente apelando a razones morales. Y es evidente que surgirá un conflicto cuando el individuo fije para sí mismo leyes morales que no coincidan con las que rigen en la comunidad política de la que forma parte. Pensemos en el médico que no quiere practicar abortos o en el joven que no quiere hacer el servicio militar obligatorio.
Nótese que Kant habla de moralidad, no de legalidad. Yo puedo intentar ser más generoso o leal con los demás, pero no puedo decidir si les robo o no: las leyes ya han decidido que robar es un delito. El conflicto entre el autogobierno individual y el autogobierno colectivo se produce entre el individuo y las leyes, no en el interior de la esfera de libre disposición de que cada uno de nosotros goza para decidir sobre su propia vida. Si soy aficionado a la caza del zorro y mi Gobierno ha prohibido la caza del zorro, habré de plegarme a la voluntad colectiva sin negar la legitimidad de la norma vigente. Así es como hay que entender la famosa afirmación de Rousseau según la cual al ciudadano que discrepa de las decisiones colectivas debe “forzársele a ser libre” por la comunidad: no pudiendo vivir sino en sociedad, habremos de aceptar que nuestra libertad individual no es absoluta y, por tanto, no podemos autolegislarnos siempre y en todo caso.
«En realidad, nunca podemos estar seguros de cuáles son nuestros auténticos deseos ni de cuáles son nuestros verdaderos intereses; a veces, necesitamos la ayuda de los demás para descubrirlo. Pero no podemos dejar en manos de nadie la decisión final acerca de nuestras preferencias»
Si vivimos junto a los demás, en definitiva, no podemos ser perfectamente autónomos. Y las sociedades liberal-democráticas responden a esta circunstancia de dos maneras complementarias. Por una parte, los individuos pueden participar en la toma de decisiones de la colectividad a través del voto, pero también tratar de influir en el Gobierno por medio de la opinión pública o la movilización colectiva. Por otra parte, una democracia liberal limitará en la mayor medida posible aquello que la colectividad puede decidir en nombre de sus miembros, dejando que estos decidan autónomamente acerca del mayor número posible de aspectos de su vida personal. En otras palabras, no todo debe ser objeto de decisión política: el Estado no debe entrometerse más allá de lo debido en la vida de sus ciudadanos. No es fácil establecer ese límite, que es objeto de permanente negociación en las sociedades humanas; para el liberalismo político, a diferencia de lo que sostienen otras doctrinas políticas, es saludable dejar que los individuos ejerciten su autonomía: aunque pueden equivocarse, se equivocan ellos y no otros que actuasen en su nombre.
Ya hemos visto que la autonomía requiere que se cumplan determinados requisitos materiales y políticos: nos es imposible gobernar nuestra propia vida si somos esclavos de la necesidad o la colectividad decide por nosotros. Pero aun cumpliéndose estos requisitos, es necesario que los individuos sean protagonistas de sus preferencias y autores de sus decisiones. ¿Son autónomos el miembro de una secta religiosa o el ciudadano que repite las consignas de un partido político? ¿Lo es el que sigue la moda o se compra el refresco que anuncian por televisión? ¿Somos autónomos cuando nos hacemos góticos o surferos por influencia de nuestro grupo de amigos? ¿Y cuando dedicamos la tarde del sábado a ir de compras al centro comercial? ¿Dónde están la personalidad y la originalidad de nuestras preferencias cuando son idénticas a las de muchas otras personas? ¿No se parecen entre sí también quienes dicen elegir formas de vida minoritarias? Y sobre todo: ¿quién puede arrogarse la facultad de decidir qué formas de vida son auténticas y cuáles son falsas? El que se atreve a determinar qué deseos son artificiales y cuáles son en cambio verdaderos, ¿no está decidiendo por los demás cómo tienen que vivir?
Se trata, otra vez, de un problema insoluble. En realidad, nunca podemos estar seguros de cuáles son nuestros auténticos deseos ni de cuáles son nuestros verdaderos intereses; a veces, necesitamos la ayuda de los demás para descubrirlo. Pero no podemos dejar en manos de nadie la decisión final acerca de nuestras preferencias. Por la misma razón, no parece que nadie pueda arrogarse la facultad de discriminar entre formas de vida auténticas y falsas, pues no se ve cuál sería el modelo perfecto de vida a partir del cual juzgaríamos sus desviaciones. A decir verdad, este dilema solo puede resolverse poniendo el énfasis sobre el procedimiento mediante el cual tomamos decisiones, suspendiendo el juicio acerca del contenido de las mismas. O sea: si el ejercicio de la autonomía requiere que un individuo sea capaz de actuar de manera tanto racional como auténtica, con conciencia de lo que desea y sabiendo lo que decide, una sociedad democrática debe tratar de garantizar que se dan las condiciones para que ejercitemos la autonomía sin obligarnos a tomar unos caminos en lugar de otros. Lo que nos importa es que las personas puedan ejercitar su autonomía, sin entrar a valorar lo que hacen con ella. Es posible, naturalmente, que muchas personas no ejerciten su autonomía aun estando en condiciones de hacerlo. Poco puede hacerse al respecto: no cabe obligar a nadie a llevar una vida reflexiva o incrementar su grado de autoconciencia. Una sociedad democrática solo puede tratar de familiarizar a sus miembros con las virtudes inherentes al sujeto autónomo: autocontrol, reflexividad, autenticidad, integridad.
No es menos cierto, empero, que formamos nuestras preferencias en contextos sociales específicos a cuya influencia no podemos escapar. El ser humano tiende a la imitación y de ahí que en nuestros deseos influyan los deseos de los demás, los ejemplos en que se nos ha educado, las modas de la temporada o los modelos sociales que disfrutan de mayor visibilidad. Esta cualidad relacional de la autonomía, que sugiere que no somos átomos aislados sino criaturas sociales que se definen por sus vínculos con los demás, no puede ser desatendida cuando intentamos asegurar las condiciones que permiten la formación de sujetos autónomos. En una sociedad liberal, tomarse en serio la existencia de esa maraña de influencias ambientales recíprocas implica garantizar que haya una pluralidad de valores, modelos y formas de vida en las que poder inspirarnos. Cuanto más diversa sea una sociedad, mayor será el número de posibilidades que