Abecedario democrático. Manuel Arias Maldonado
de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas.
Primeramente, recordemos que el liberalismo político que emerge con el pensamiento ilustrado en el siglo xviii tiene como objetivo primordial combatir el absolutismo monárquico y emancipar a los ciudadanos de su tutela: el individuo debe gozar de la necesaria libertad para desarrollar su plan de vida, incluida la posibilidad de asociarse con otros, opinar sobre los asuntos públicos y actuar como productor o consumidor en un mercado libre. Para limitar el poder estatal y prevenir su abuso, los liberales formulan principios que serán llevados –desigualmente– a la práctica: imperio de la ley (que restringe la arbitrariedad de las decisiones públicas y termina dando forma al Estado de derecho), separación de poderes (que atribuye diferentes funciones a distintos órganos estatales, impidiendo su concentración y haciendo posible la independencia de los jueces), celebración de elecciones periódicas (para la formación de un Gobierno representativo sometido al control de los votantes). A eso hay que sumar la distinción entre la esfera pública y la esfera privada, que proporciona al ciudadano un ámbito de libertad en el que no puede interferir el Estado: somos libres de elegir nuestra forma de vida y nadie puede leer nuestra correspondencia. Cuando esta arquitectura institucional se codifica en textos constitucionales, hablamos del Estado constitucional. Bajo su amparo florecerán organizaciones tales como los partidos políticos y, en la sociedad civil, las iglesias, los sindicatos y las asociaciones profesionales. Todas ellas, como cuerpos intermedios, servirán de contrapeso al poder estatal. Por último, los Estados liberales persiguen estimular la competencia económica y para ello desmantelan el proteccionismo gremial, diseñando mercados libres o combatiendo los monopolios. Huelga decir que una cosa es la aspiración del liberalismo político y otra distinta la realidad de las sociedades sobre las que se proyecta. Repárese en el conflicto generado por los servicios de transporte privado de personas, ligados a plataformas digitales, en aquellos países donde el sector del taxi ha seguido disfrutando de una protección que recuerda la de los gremios medievales.
«Las democracias occidentales no operan en el marco de un Estado absolutista, sino vinculadas a una institución que ha ido evolucionando en los últimos tres siglos y a la que podemos atribuir hoy tres adjetivos complementarios: liberal, bienestarista y nacional. Estas tres dimensiones del Estado contemporáneo deben entenderse cabalmente, para así poder dar sentido al tipo de organización bajo cuya autoridad se desarrollan nuestras vidas»
Sucede que el Estado liberal es también Estado social o del bienestar, encargado de sostener materialmente a los ciudadanos para garantizar la realización del principio de igualdad y dotado asimismo de poderes de intervención en la economía. Este intervencionismo tiene su origen en las políticas asistenciales que, en el último tercio del siglo xix, tratan de mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora del industrialismo y de prevenir el riesgo de una revolución social. Su impulso definitivo llega después de la Segunda Guerra Mundial; contribuyen a él por igual liberales, conservadores y socialdemócratas. ¿Por qué debe el Estado asumir ese papel, que hoy damos por supuesto? La fundamentación teórica del bienestarismo está en la crítica que Marx hace al liberalismo, cuando señala que proclamar derechos formales sirve de poco si los individuos están en situación de necesidad. No obstante, el propio John Stuart Mill ya había señalado desde el interior de la doctrina liberal que el Estado debía jugar un papel igualador, que permitiese a todos los individuos disfrutar de la oportunidad de desarrollar su personalidad. Y aunque Marx creía que el Estado liberal estaba al servicio de los intereses de la burguesía y jamás podría mejorar la existencia de la clase trabajadora, se equivocaba: el Estado liberal se ha convertido en Estado social sin dejar por ello de ser liberal, mientras que el experimento comunista terminó con un rotundo fracaso. Eso no quiere decir que el debate sobre el papel económico del Estado haya concluido, pues no es fácil determinar qué grado de intervención pública en el mercado es a la vez justa (en tanto que ayuda a los menos favorecidos sin ahogar la libertad individual ni colonizar la sociedad civil) sin dejar de ser eficaz (pues preserva los incentivos que hacen posible el aumento de la riqueza, ya que sin creación de riqueza no hay redistribución posible).
Finalmente, el Estado liberal y bienestarista es asimismo estado nacional, porque su poder se circunscribe a los límites territoriales de una nación. Por lo general, las constituciones establecen que la soberanía reside en la nación o en el pueblo de la nación, aunque sea el Estado quien la ejerza en su nombre. Así que, aunque hablemos del Estado nación, ambos términos no son sinónimos: mientras que el Estado es una institución dotada de poderes materiales, la nación se refiere a la identificación emocional con historias, tradiciones o costumbres que nos hacen sentir miembros de la misma comunidad humana. Por lo general, ambos coinciden: el Estado reclama obediencia a los miembros de la nación y esa pertenencia común refuerza el compromiso afectivo con el Estado, al que no sentimos “extranjero” sino propio. Su relación está marcada por la dependencia mutua: el Estado se apoya en la nación y la nación es protegida por el Estado. De hecho, los Estados modernos se esforzaron por crear sentimientos nacionales para asegurarse la lealtad de los ciudadanos una vez que la religión había perdido fuerza como elemento de cohesión social: cuando ya no creemos todos en el mismo Dios, quizá podamos todavía creer en la misma nación. A esa finalidad sirven instrumentos tales como la escuela pública, los servicios postales, los museos nacionales, la red viaria, el servicio militar o las selecciones deportivas: generan una conciencia nacional que facilita el funcionamiento del Estado. No obstante, Estado y nación no siempre coinciden. Hay Estados que han nacido de la unión de varias naciones preexistentes, como el Reino Unido; por su parte, los Estados federales pueden albergar movimientos nacionalistas que discuten la existencia de una nación común. Y no debería pasarse por alto que la mayoría de los Estados que surgen con la caída de los imperios tras la Primera Guerra Mundial son en la práctica multinacionales a pesar de que se vinculen legal o simbólicamente con una sola nación.
En las últimas décadas, sin embargo, la erosión de los Estados a causa de las reivindicaciones de los nacionalismos –que no padecen todos los países por igual– se ha visto acompañada del debilitamiento propiciado por la globalización. La movilidad transnacional de individuos y empresas, sumada al cambio tecnológico que ha traído consigo Internet, ha mermado la capacidad del Estado para controlar la sociedad. Pensemos en cómo la incorporación de los países poscomunistas a la economía capitalista ha permitido la creación de cadenas de suministro globales –smartphones diseñados en California y manufacturados en China– que escapan al control estatal. Para una institución tan enraizada en el territorio como el Estado, la desterritorialización provocada por las tecnologías digitales constituye un problema singular. Pero hay complicaciones recientes que no obedecen a la globalización: el bienestar alcanzado en las sociedades occidentales ha reducido dramáticamente sus tasas de natalidad, lo que dificulta el mantenimiento del estado del bienestar ahora que los trabajadores se jubilan y no hay suficiente población joven para reemplazarlos.
Por todo ello, se habla de un “Estado posheroico” que apenas hace lo que puede en un contexto amenazante y lleno de complejidad. Esta rebaja de las expectativas comporta un riesgo: que los ciudadanos que perciban el Estado como ineficaz no se sientan vinculados afectivamente al mismo. Este dilema de la eficacia encuentra una expresión clara en la Unión Europea: los Estados nación que pertenecen a ella ceden parte de su soberanía al conjunto a fin de ganar capacidad de acción, pero al hacerlo pueden generar desafección si las decisiones comunitarias son percibidas como poco democráticas o en exceso alejadas de las instituciones nacionales que dan sentido a la experiencia política de la mayor parte de los ciudadanos.
A pesar de todo, el Estado está lejos de encontrarse en riesgo de desaparición. Mas al contrario, los acontecimientos de los últimos años, que van de la crisis financiera y los atentados yihadistas a la pandemia del coronavirus, han traído de regreso la idea de que un Estado fuerte e intervencionista es imprescindible para garantizar la seguridad del ciudadano en un mundo turbulento y marcado por crecientes presiones ecológicas. El proteccionismo económico que fuera característico de los años cincuenta y sesenta