Espacios y emociones. Lorena Verzero

Espacios y emociones - Lorena Verzero


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ruina ejemplifica “cómo la repentina evocación del pasado puede convertirse en una inmensa selva expoliada e inserta a la fuerza en nuestro interior” (127).

      La observación del desmoronamiento de los edificios produce en el personaje sensaciones de pesadez y una atmósfera teñida de abandono y de una soledad nostálgica. Escenas de contemplación se repiten en muchas situaciones del relato. Ellas captan la atmósfera y el vínculo “tonado” del protagonista con su milieu, expresando la vivencia subjetiva, la sensación afectiva y el humor existencial de Barroso. En otras situaciones, los datos sensoriales de su percepción le provocan una fuerte actividad mental y evocan recuerdos de su pasado con Benavente. Surgen entonces imágenes de la memoria con fuertes colores que evocan vivas impresiones del pasado y crean, de ese modo, una atmósfera de nostalgia y de duelo por la pérdida de un tiempo pasado más feliz. La mente de Barroso muestra rasgos de una actividad excesiva que, en la mayoría de los casos, lo aparta de la realidad externa de su entorno. La voz de una mujer desconocida en la calle evoca en él recuerdos nostálgicos con Benavente; la observación de una figura arquitectónica lo hace pensar en su vieja casa, en la que Benevante lo había visitado al inicio de la relación. Las impresiones sensoriales, en gran parte visuales, llevan al personaje a ahondar en pensamientos rumiantes. Barroso empieza a medir las distancias entre las casas, a calcular los ángulos entre diferentes objetos accesibles para su visión o a averiguar la distancia de una tormenta que observa en la lejanía. La actividad mental del protagonista es excesiva, y se pone en marcha por estímulos del mundo exterior. Estos lo interpelan y, aunque la dirección de estos impulsos exteriores no sería previsible, lo impulsan a estar activo. Barroso se muestra, en este sentido, muy susceptible a las fuerzas de su milieu.

      Ante las trasformaciones de los hábitos sociales en su entorno, Barroso parece estar consternado. No entiende lo que pasa en los ámbitos que atraviesa durante sus excursiones. Esto se manifiesta de manera condensada cuando Barroso se confronta con las nuevas reglas del pago. Cuando hace compras en un supermercado, se entera de que el dinero había sido reemplazado por el vidrio. Sus intentos de adaptarse a las nuevas modalidades parecen torpes, la gente que lo rodea le comunica esto y hasta algunas personas se burlan de él. Son situaciones en las que se abre una gran distancia entre Barroso y el mundo en que vive, en las que Barroso parece un ser ajeno, un “extranjero” (Berg, 2012). Esta característica del personaje en tanto extraño y ajeno se manifiesta en los pocos contactos que mantiene con su entorno social, pero más todavía en su modo de vincularse con su mundo, en su existencia que parece profundamente “enajenada”. La contigüidad de su propia decadencia corporal, del empeoramiento de su estado de salud y la disgregación del mundo externo, de la civilización urbana, es otra realidad en la que se manifiesta la extrañeza del personaje.

      La metáfora central de la novela es el aire, homónimo de su título. El cambio de estado de los gases atmosféricos es un comentario recurrente de la voz narrativa, que sin embargo no describe la repercusión de los cambios meteorológicos en Barroso. La constelación de las fuerzas y dinámicas en el aire depende del clima y constituye la atmósfera, o sea la relación entre el sujeto y el mundo. Barroso parece una caja de resonancia pasiva abierta a los efectos de las fuerzas atmosféricas exteriores. Mientras la descripción físico-meteorológica de la atmósfera tiende al léxico atmosférico-psicológico –“convertía el espacio de la casa en un ambiente irrespirable, pesado y sin embargo –debía aceptar– tan hostil como extranjero, desconocido” (157)–, el cambio de las atmósferas es todavía más evidente cuando el texto describe los efectos que las fuerzas externas causan en Barroso: “Ese aire solitario y enigmático que se había visto enfrentado a respirar de manera sorpresiva estaba oprimiendo su cuerpo y sentimientos” (107).

      La especial atención a los cambios climáticos va en paralelo con la focalización en las oscilaciones mentales de Barroso. La voz narrativa comenta el clima local y sus cambios, dinámicas que directamente producen reacciones en el cuerpo y la mente del protagonista. La subjetividad de Barroso aparece entonces muy permeable a las influencias del clima y las energías del milieu, como hemos visto, también en el sentido que le dio Auerbach como ambiente demoníaco. El entorno se evidencia como una constelación de fuerzas y afectos, realidades de las que la vida psíquica y los procesos mentales de Barroso dan testimonio. El personaje forma parte de una heterogénea ecología de afectos. Las fuerzas de ésta surgen de dinámicas que operan en diferentes ámbitos abarcando contextos sociales –la interacciones sociales partiendo de fragmentadas y polarizadas estructuras sociales–, el entorno objetivo –la materialidad y las infraestructuras tecnológico-mediáticas– como también la atmósfera –de las fuerzas del clima hasta realidades de la psicología colectiva–. El aire pone en escena una gran sensibilidad para captar las fuerzas atmosféricas de los espacios y su impacto en los seres humanos creando alegorías de las fuerzas del milieu. La atención puesta en los espacios incluye también el registro de las desigualdades sociales dentro del espacio urbano, lo que se muestra en pasajes en los que Barroso observa la vida cotidiana de una familia de un “barrio pobre”. En este sentido, aparecen también diferentes milieux sociales, que se distinguen por su estatus socioeconómico –aspecto que profundizamos en otro ensayo (Eser, 2017)–; sin embargo, el trazado de la ecología de los afectos en El aire trasciende la dimensión de los contrastes y desigualdades sociales.

      La sensibilidad “ecológica” –ecología en su sentido clásico, como disciplina dedicada al estudio de las relaciones entre los seres vivos y sus entornos– se muestra también a nivel del léxico de la novela, en la que abundan términos ecológicos como “ambiente”, “atmósfera”, “entorno” o “medio”. La exploración del conocimiento del entorno y de sus implicancias espacio-afectivas son un aspecto central en El aire, cuyas construcciones narrativas crean atmósferas imaginadas en las que prevalecen diversos “tonos” del aparato psíquico y perceptivo del protagonista. Tales alusiones permanecen siempre ominosas, sin que se postule una causalidad directa. Las atmósferas afectan al protagonista como figura de la percepción y orientación del relato, pero resulta misterioso el modo en que esto funciona. La ecología de los afectos plasmada en El aire abarca diferentes ámbitos pero sus efectos y afectos parecen quedar flotando… en el aire.

      Si Böhme afirma que en el sujeto perceptor reside la capacidad de desarrollar un trato crítico con las atmósferas y de distanciarse de sus fuerzas –“romper con las fuerzas de sugerencia de las atmósferas y permitir un manejo más libre y lúdico con ellas” (Böhme, 2013: 47)–, esta capacidad no parece estar demasiado desarrollada en el caso de Barroso. Los “espacios afectivos” del mundo diegético incorporan a este personaje como un elemento móvil, sin arraigo fijo, por lo cual se establece la impresión de que “el aire” es el verdadero protagonista de la novela: la atmósfera convertida en el sujeto frente al cual el ser humano, representado por Barroso, es una mera caja de resonancia, un ente pasivo, tal como aparecen también la sociedad urbana y el colectivo humano, representados por la ciudad que se está disolviendo de manera apocalíptica.

      Además de una enfermedad física, Barroso muestra signos cada vez más acentuados de un trastorno de consciencia y de percepción. Parece desvinculado de la realidad mientras que en el centro de su vida psíquica reside un vacío depresivo y melancólico, huella del duelo por la ausencia de su mujer. El espacio de la acción narrada es en este sentido un espacio sintonizado, en el que la vivencia subjetiva de Barroso está en el centro. Como el punto narrativo neurálgico, el personaje se pierde en el inmenso plano de las fuerzas atmosféricas, de su entorno social, de la ciudad, de los afectos que el entorno provoca en él, de las imaginaciones y ensoñaciones que produce y en las que se sumerge. El espacio diegético se vuelve entonces mucho más que un mero escenario en que trascurre la acción, más que el “lugar” de Barroso, en la medida en que articula con él intensos vínculos. Auerbach identificaba estos vínculos como la unidad demoníaca-orgánica de las fuerzas ambientales que repercuten en los personajes literarios, por obra de la cual ellos también influencian el entorno mediante sus hábitos, modos de vida y usos del espacio. La demonología aquí implicada crea “afectividades situadas” y relaciones recíprocas entre diferentes fuerzas y afectos, lo que implica la emergencia proliferante de percepciones e imaginaciones. “El aire” es la metáfora central del relato, a cuyo estado gaseoso el protagonista –en términos narratológicos– se acerca: Barroso, impregnado por los


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