David Copperfield. Charles Dickens
oír esto, todas mis heridas se abrieron. Dejé el desayuno, que apenas había tocado, y fui a ocultar mi cabeza encima de una mesa que había en un rincón. Minnie quitó al momento lo que había allí encima, no lo fuera a manchar con mis lágrimas. Era una muchacha buena y bonita, que me retiró el pelo de los ojos con dulzura; pero ¡estaba tan alegre de haber terminado su trabajo a tiempo y yo estaba tan triste!
El ruido del martillo cesó, y un muchacho de aspecto simpático atravesó el patio y entró en la habitación. Llevaba un martillo en la mano y la boca llena de clavitos, que tuvo que sacarse para poder hablar.
-Y bien, Joram, ¿cómo va eso? -dijo míster Omer.
-Muy bien. Ya está terminado —dijo Joram.
Minnie se ruborizó un poco y las otras muchachas se sonrieron una a otra.
-Entonces has trabajado mucho. Anoche, mientras yo estaba en el Club, ¡hay que ver! -dijo míster Omer guiñando un ojo.
-Sí -dijo Joram-; como me había prometido usted que si lo terminaba podríamos hacer esa pequeña excursión juntos Minnie y yo… con usted.
-¡Oh! Creía que ibais a olvidarme -dijo míster Omer riendo.
-Como me había prometido eso —contestó el joven he hecho todo lo posible. ¿Quiere venir a verlo y darme su opinión?
-Sí -dijo míster Omer levantándose-. Querido -dijo volviéndose hacia mí-, ¿te gustaría ver ..?
-No, padre -interrumpió Minnie.
-Pensaba que podía gustarle, querida -dijo míster Omer-; pero quizá tienes razón.
No puedo decir por qué; pero sabía que lo que iban a ver era el féretro de mi querida madre. Nunca había oído contar cómo se hacían, ni había visto uno; pero se me ocurrió mientras oía los martillazos, y cuando entró el muchacho estoy seguro de que ya sabía lo que estaba haciendo.
Cuanto terminaron el trabajo, las dos muchachas, cuyos nombres no había oído, se cepillaron y arreglaron un poco y entraron en la tienda para ponerla en orden y esperar a la parroquia. Minnie continuó allí doblando lo hecho y colocándolo en dos cestas. Lo hacía arrodillada, murmurando entretanto una canción ligera. Joram, que sin duda era su enamorado, entró de puntillas y le robó un beso sin preocuparse de mi presencia. Después le dijo que su padre había ido a buscar el coche y que él iba a prepararse en un momento. Se fue; ella se guardó el dedal y las tijeras en el bolsillo, prendió cuidadosamente en su pecho una aguja enhebrada con hilo negro y se arregló con coquetería ante un espejito que había detrás de la puerta, en el que vi reflejarse su rostro satisfecho.
Yo lo observaba todo sentado en una esquina de la mesa, con la cabeza apoyada en mis manos, y mis pensamientos versaban sobre las cosas más dispares. El coche llegó pronto, y lo primero que colocaron en él fue las dos cestas; después me metieron a mí, y ellos tres me siguieron. Recuerdo que era una especie de carro como los que utilizan para llevar pianos. Estaba pintado de un color oscuro y lo arrastraba un caballo negro con la cola muy larga. Había sitio de sobra para todos nosotros.
Ahora me parece que nunca he experimentado un sentimiento más extraño en mi vida (quizá es que ya soy viejo) que el que sentía entonces observando lo contenta que estaba aquella gente después del trabajo que habían terminado. No estaba enfadado con ellos, pero me producían una especie de miedo, como si fueran seres de otra casta que no tuvieran nada en común conmigo. Estaban muy alegres. El anciano, sentado delante, conducía, y los dos jóvenes, cuando él les hablaba, se inclinaba cada uno por un lado de su alegre rostro prestándole mucha atención. También hubieran querido hablar conmigo; pero yo continuaba de espaldas en mi rincón; me molestaba su alegría y su amor, aunque no eran demasiado ruidosos, y casi me admiraba de que Dios no castigara su dureza de corazón.
Cuando se detuvieron para dar pienso al caballo, también comieron y bebieron alegremente ellos; yo no pude tocar nada de lo que me ofrecían, y cuando ya estuvimos cerca de mi casa me bajé apresuradamente del coche por detrás, para no llegar en semejante compañía ante aquellas ventanas que ahora me parecían ciegas como ojo,,, cerrados y antes luminosos.
¿Cómo podía haber dudado de que me volvieran las lágrimas al mirar la ventana del cuarto de mi madre, y a su lado aquella otra que en mejores tiempos había sido mía?
Antes de llegar a la puerta ya estaba en brazos de Peggotty. Su pena estalló al verme, pero se dominó. Hablaba en un susurro, y andaba suavemente, como si temiera molestar a los muertos. No se había acostado hacía mucho tiempo, y aún seguía en vela por las noches, pues mientras estuviera su niña querida en la casa decía que no era capaz de abandonarla.
Míster Murdstone ni siquiera se percató de mi llegada cuando entré en la habitación en la que estaba sentado al lado del fuego, llorando en silencio. Miss Murdstone, muy ocupada en su escritorio, que tenía cubierto de cartas y papeles, me tendió la punta de sus dedos, preguntándome en tono glacial si me habían tomado medida para el luto.
-Sí -le dije.
-Y tu ropa -dijo-, ¿la has traído?
-Sí, señora; lo he traído todo.
Este fue el único consuelo que su firmeza me administró. Estoy seguro de que sentía un verdadero placer en exhibir, en aquella ocasión, lo que ella llamaba su presencia de espíritu y su firmeza y su fuerza de voluntad y su sentido común y todo el diabólico catálogo de sus antipáticas cualidades. Estaba particularmente orgullosa de su disposición para los negocios, y ahora lo demostraba reduciéndolo todo a pluma y tinta, y sin dejarse conmover por nada. El resto del día, y desde la mañana a la noche de los que siguieron, estuvo en su pupitre sin dejar de escribir con una pluma dura, hablando en el mismo tono imperturbable a todo el mundo, y sin que un solo músculo de su cara se inmutara, una suavidad en su tono de voz apareciera, ni un átomo de su indumento se desarreglara.
Su hermano a veces cogía un libro; pero estoy convencido de que no lo leía. Lo abría y miraba las letras como si lo leyera; pero permanecía durante horas enteras sin volver una hoja; después lo dejaba y se paseaba de arriba abajo por la habitación. Yo permanecía sentado con las manos cruzadas, mirándole y contando sus pasos hora tras hora.
Muy rara vez hablaba a su hermana, y a mí nunca. Era lo único que se movía (él y el reloj) en la absoluta inmovilidad de la casa.
En aquellos días, antes del funeral, vi muy poco a Peggotty, excepto cuando subía al otro piso, que me la encontraba en la habitación donde mamá y su nene reposaban, y por las noches, que venía a mi cuarto y se sentaba allí hasta que me dormía. Un día o dos antes del funeral (presumo que era un día o dos antes, pero creo que los días se confundían en mi memoria en aquella triste época, cuando nada marcaba el progreso del tiempo) me hizo entrar con ella en la habitación en que estaba mi madre, y ahora sólo recuerdo que bajo un lienzo blanco que cubría su lecho, de una blancura deslumbrante, como todo lo que le rodeaba, parecía estar allí tendido y personificado el solemne silencio que reinaba en la casa, y sé que cuando Peggotty quiso levantar suavemente aquel lienzo yo grité: «¡Oh, no, no!», deteniendo su mano.
Si el entierro hubiera sido ayer, no lo recordaría mejor. El aspecto solemne del salón cuando entré; lo brillante del fuego, el vino que brillaba en las jarras, la forma de los vasos, de los platos; el dulce perfume del bizcocho, el olor de la ropa de miss Murdstone y de nuestros trajes de luto.
Allí estaba míster Chillip y se acercó a hablarme.
-¿Cómo estás, Davy? -me dijo con bondad.
Yo no podía contestarle que muy bien y le alargué mi mano, que retuvo entre las suyas.
-¡Pobrecillo! -me dijo sonriendo dulcemente y con los ojos húmedos- Nuestros amiguitos crecen a nuestro alrededor; pronto no los reconoceremos. ¿Verdad, señora? -dijo dirigiéndose a miss Murdstone, que no le contestó.
-Y a lo que parece aprovechamos el tiempo, ¿no es así, señora? -insistió míster Chillip.
Miss Murdstone sólo le contestó con un frío saludo, y míster